«Ahora se resolverá todo», sintió Prokop.
Todo se resolvió, por desgracia, de un modo diferente al que tenía pensado.
En efecto, su plan consistía en buscar en Balttin al mismo que se había hecho pasar ante él por Carson y decirle, más o menos, lo siguiente: «Una cosa a cambio de otra, no me interesa el dinero. Usted me conduce inmediatamente hasta Jiří Tomeš, con el que tengo asuntos que tratar, y a cambio les entrego un buen explosivo, pongamos, por ejemplo, fulminato de yodo con una detonación garantizada de unos once mil metros por segundo, o, allá usted, cierto ácido metálico de treinta mil, caballero, y haga con él lo que quiera». Estarían totalmente locos si no accedieran a un negocio semejante.
La fábrica de Balttin no le pareció por su aspecto exterior demasiado grande. Se sobresaltó un poco cuando encontró, en lugar de un portero, una guardia del ejército. Le preguntó por el señor Carson (¡… maldita sea, si ese tipo no se llama así!), pero el soldadito no dijo ni pío y lo condujo con su bayoneta hasta el sargento primero. Éste no dijo mucho más y condujo a Prokop hasta el oficial. «No conozco a ningún ingeniero Carson aquí», dijo el oficial, y ¿qué decía el caballero que quería de él? Prokop anunció que realmente quería hablar con el señor Tomeš. Aquello tuvo sobre el oficial un efecto tal, que mandó llamar al comandante. El comandante, un hombre obeso y asmático, se dispuso a interrogar a fondo a Prokop para descubrir quién era y qué había venido a hacer allí. En ese momento había ya en la oficina unos cinco militares que miraban de arriba a abajo a Prokop, hasta el punto de que éste comenzó a sudar. Era obvio que esperaban a alguien a quien, mientras tanto, habían telefoneado. Cuando aquel alguien entró como un vendaval, resultó que era el señor Carson; lo trataban con el título de director, pero su verdadero nombre Prokop no lo descubriría nunca. Gritó de alegría cuando avistó a Prokop, y afirmó que lo estaban esperando, etc., etc. En seguida mandó telefonear «a palacio» para que prepararan las habitaciones de invitados «de caballeros», cogió a Prokop por el brazo y lo paseó por el complejo balttiniano. Resultó que lo que Prokop había tomado por una fábrica era sólo el edificio del cuartel y el parque de bomberos, junto a la entrada. Desde allí una calzada conducía a través de un túnel hasta un terraplén cubierto de plantas, de unos diez metros de alto. El señor Carson llevó a Prokop arriba, y sólo entonces se hizo Prokop una idea aproximada de lo que eran las fábricas balttinianas: toda una ciudad de almacenes de munición señalizados mediante números y letras, montecillos recubiertos de hierba, que por lo visto eran depósitos, un poco más allá una estación de carga y descarga con rampas y grúas, y tras ella unos edificios totalmente negros y unas casetas de tablones.
—¿Ve aquel bosque? —señaló el señor Carson hacia el horizonte—. Tras él están los laboratorios de experimentación, ¿sabe? Y allí, donde se encuentran esos montículos de tierra, está el campo de tiro. Sí. Y allí, en el parque, está el palacio. Se va a quedar de piedra cuando le enseñe los laboratorios.
Son la bomba,
lo más moderno. Y ahora vayamos a palacio.
El señor Carson parloteaba alegremente, pero no dijo nada sobre lo que había ocurrido o sobre lo que iba a ocurrir. Fueron a través del parque, le señalaba aquí un valioso tipo de
Amorphoyhallus,
allí cierta variedad japonesa del cerezo; y ahí se podía ver ya el palacio balttiniano, todo cubierto de enredadera. Junto a la entrada esperaba un anciano silencioso y delicado con guantes blancos, llamado Paul, que condujo a Prokop directamente a sus «aposentos de caballero». Prokop no se había alojado en un sitio semejante en toda su vida: entarimado, estilo imperio inglés, todo antiguo y de gran valor, hasta el punto de que temía sentarse. Y antes de que pudiera lavarse, allí estaba Paul con huevos, una botella de vino y una copa temblorosa. Lo colocó todo en la mesa con gran delicadeza, como si estuviera sirviendo a una princesita. Bajo las ventanas se extendía un patio recubierto de arena dorada. Allí, un caballerizo con botas de caña alta entrenaba con riendas largas a un gran caballo ruano. Junto a él, de pie, se encontraba una esbelta muchacha morena; con los ojos entornados seguía el galope del caballo y daba breves órdenes, tras lo cual se arrodilló y empezó a palpar los cascos del caballo.
El señor Carson entró de nuevo como un vendaval; por lo visto tenía que presentar a Prokop al director general. Lo acompañó por un largo pasillo blanco con las paredes cubiertas de cornamentas y bordeado de sillas negras talladas. Un lechuguino sonrosado con guantes blancos abrió una puerta ante ellos, el señor Carson empujó a Prokop al interior, a una especie de sala de recepción, y se cerró la puerta. Junto a un escritorio había un anciano alto, erguido de forma extraña, como si acabaran de sacarlo del armario y de prepararlo para el recibimiento.
—El señor ingeniero Prokop, Su Alteza Serenísima —dijo el señor Carson—. El príncipe Hagen-Balttin.
A Prokop se le agrió el gesto y sacudió con enojo la cabeza; evidentemente ese movimiento era lo que consideraba una reverencia.
—Sea… usted… bienvenido —dijo el príncipe Hagen dándole la mano. Prokop sacudió de nuevo la cabeza—. Es-pero que… esté… a gusto… con nosotros —continuó el príncipe, y Prokop se percató de que estaba afectado de hemiplejía—. Tenga… la bondad… de honrar-nos… con su pre-sencia… en la mesa —dijo el príncipe con evidente preocupación por que no se le cayera la dentadura postiza. Prokop no paraba de mover los pies con nerviosismo.
—Tenga la bondad de disculparme, Alteza —empezó a decir por fin—, pero no puedo entretenerme aquí; yo… yo debo hoy mismo…
—Imposible, sencillamente imposible —prorrumpió el señor Carson a su espalda.
—Debo despedirme hoy mismo —repitió Prokop con tozudez—. Tan sólo quería… pedirles que me dijeran dónde está Tomeš. Llegado el caso… estaría dispuesto a ofrecerles a cambio… llegado el caso…
—¿Cómo? —exclamó el príncipe, mirando con los ojos fuera de las órbitas al señor Carson y sumido en el más absoluto desconcierto—. ¿Qué… quiere?
—Deje eso por el momento —susurró el señor Carson al oído de Prokop—. El señor Prokop tan sólo quiere decir, Alteza, que no estaba preparado para su invitación. No importa —se dirigió con viveza a Prokop—. Lo he dispuesto todo. Hoy se celebrará un
déjeuner
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en el césped, así que… nada de traje negro; puede acudir tal y como está. He telegrafiado para que venga un sastre; no hay de qué preocuparse, caballero. Mañana todo estará en orden. Sí.
Ahora era Prokop el que tenía los ojos como platos.
—¿Cómo que un sastre? ¿Qué significa esto?
—Será… un gran honor… para no-sotros —el príncipe dio por terminada la conversación y extendió hacia Prokop unos dedos cadavéricos.
—¿Qué significa esto? —Prokop ardía en cólera en el pasillo y agarró a Carson por el brazo—. Oiga, hable ahora o…
El señor Carson se echó a reír a carcajadas y se zafó de él como un raterillo.
—¿O? ¿Qué o? —se reía mientras huía y brincaba como un balón—. Si me pilla, le contaré todo. Le doy mi palabra de honor.
—Bufón —bramó Prokop enfurecido, y echó a correr tras él. El señor Carson, riendo a mandíbula batiente, voló escaleras abajo y se escabulló tras una fila de caballeros con armadura hacia el parque; allí se puso a gesticular en el césped, evidentemente haciendo burla a Prokop.
—Y bien —gritaba—, ¿qué es lo que me va a hacer?
—Voy a hacerlo papilla —Prokop entró en erupción y se abalanzó sobre él con todo su peso. Carson chillaba de gozo y saltaba por el césped zigzagueando como una liebre.
—Rápido —daba gritos de júbilo—, aquí estoy —y ya se le había escapado de nuevo a Prokop de las manos y estaba haciendo «cucú» desde detrás del tronco de un árbol.
Prokop, en silencio, salió pitando tras él con los puños apretados, serio y aterrador como Áyax. Jadeaba, ya casi sin aliento, cuando de repente, al echar un vistazo, se dio cuenta de que desde la escalinata de palacio, con los ojos entornados, seguía su carrera la amazona morena. Se avergonzó lo indecible, se detuvo y en cierto modo se asustó, no fuera a ser que ahora esa muchacha se acercara a tocarle los cascos.
El señor Carson, repentinamente serio, caminó lentamente hacia él con las manos en los bolsillos y dijo en tono amistoso:
—Entrena poco. No debería pasarse el día sentado. Hay que ejercitar el corazón. Sí. ¡Aah —profirió exultante—, nuestra soberana, haholihoo! La hija del viejo —añadió en voz baja—. La princesa Wille, es decir, Wilhelmina Adelhaida Maud, etc., etc. Una chica interesante, veintiocho años, una amazona excepcional. Debo presentársela —dijo en voz alta, y arrastró a Prokop, que se resistía, hasta la muchacha—. Su Alteza, princesa —llamó desde lejos—, aquí le presento (hasta cierto punto en contra de su voluntad) a nuestro invitado. El ingeniero Prokop. Una persona terriblemente iracunda. Quiere matarme.
—Buenos días —dijo la princesa, y se dirigió al señor Carson—: ¿Sabe que Whirlwind tiene una cuartilla inflamada?
—Pero por dios —se horrorizó el señor Carson—. ¡Pobre princesa!
—¿Juega al tenis?
Prokop frunció el ceño y ni siquiera se dio cuenta de que aquello iba dirigido a él.
—No juega —respondió Carson en su lugar, dándole un codazo en las costillas—. Tiene que probar. La princesa perdió contra Lenglen sólo por un set, ¿verdad?
—Porque estaba jugando con el sol de cara —objetó la princesa, algo ofendida—. ¿A qué juega usted?
Prokop seguía sin darse cuenta de que aquello iba dirigido a él.
—El señor ingeniero es científico —soltó Carson emocionado—. Ha descubierto la explosión atómica y cosas por el estilo. Un genio increíble, en serio. En comparación con él, nosotros somos meros pinches de cocina. Hacemos puré de patatas y similares. Pero aquí él —y el señor Carson silbó de admiración—. Sencillamente es un mago. Si usted quiere, extraerá hidrógeno del bismuto. Sí, señor.
Los ojos grises de la princesa echaron un vistazo, a través de su rendija, a Prokop, que estaba allí plantado, totalmente abochornado y furioso con Carson.
—Muy interesante —dijo la princesa, mirando ya hacia otro lado—. Dígale que me instruya en alguna ocasión. Entonces, hasta la vista, al mediodía, ¿cierto?
Prokop hizo una reverencia casi a tiempo, y el señor Carson lo arrastró al parque.
—De raza —reconoció—. Esa mujer es de raza. Orgullosa, ¿eh? Espere a conocerla más a fondo.
Prokop se detuvo.
—Escuche, Carson, para que no se confunda. No tengo intención de conocer a nadie más a fondo. Me iré hoy o mañana, ¿entiende?
El señor Carson mordisqueba una hoja, como si tal cosa.
—Es una pena —dijo—. Esto es muy bonito. Bueno, qué se le va a hacer.
—Resumiendo, dígame dónde está Tomeš…
—Cuando se marche de aquí. ¿Qué tal le ha caído el viejo?
—A mí qué más me da —refunfuñó Prokop.
—Pues sí. Una pieza de anticuario, para funciones representativas. Por desgracia, tiene ataques de apoplejía regularmente, una vez por semana. Pero Wille es una muchacha fabulosa. También está Egon, un zángano, dieciocho años. Ambos huérfanos. Además los invitados, su primo el príncipe Suwalski, todo tipo de mandamases del ejército, Rohlauf, von Graun, sabe, del
Jockey Club
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, y el doctor Krafft, su preceptor, y ese tipo de compañía. Hoy por la noche debe venir a conocernos. Una velada con cerveza, nada de aristócratas, sólo nuestros ingenieros y similares, ¿sabe? Allí, en mi casa de campo. Es en su honor.
—Carson —dijo Prokop con severidad—. Quiero hablar con usted antes de marcharme.
—Eso no corre prisa. Descanse, y asunto concluido. Bueno, yo debo irme a trabajar. Puede hacer lo que se le antoje. Nada de formalidades. Si quiere darse un baño, allí hay un estanque. Nada, nada, más tarde. Póngase cómodo. Sí.
Y desapareció.
Prokop vagaba por el parque, contrariado por todo y bostezando somnoliento. Extrañado por lo que pudieran querer de él, analizaba con desagrado sus zapatos, similares a botas militares, y sus pantalones gastados. Sumido en estos pensamientos, no se metió de milagro en mitad de la cancha de tenis en la que la princesa jugaba con dos pisaverdes vestidos de blanco. Se apartó con rapidez y marchó en la dirección en la que, suponía, se encontraba el final del parque. Pues bien, en aquel lado el parque terminaba en una especie de terraza: una balaustrada de piedra y, perpendicular hacia abajo, un muro de unos doce metros de altura. Era posible deleitarse con la vista de pinares y del soldadito que se paseaba debajo con la bayoneta calada.
Prokop se dirigió hacia el lado en el que el parque descendía en desnivel. Encontró allí un estanque con baños, pero, venciendo la tentación de pegarse un chapuzón, se adentró en un hermoso bosquecillo de abedules. Y, vaya, allí había sólo una cerca de listones y, junto a un caminillo medio cubierto de matas, una portezuela; ni siquiera estaba cerrada y se podía salir fuera, al pinar. Deambuló en silencio por las resbaladizas agujas de pino hasta el borde del bosque. Y, maldición, allí había una alambrada de al menos cuatro metros de alto. ¿Cómo sería de resistente la valla? Lo comprobó con precaución, tanto con las manos como con los pies, hasta que advirtió que sus movimientos eran observados con interés por el soldadito de la bayoneta desde el otro lado de la valla.
—Hace bochorno aquí, ¿eh? —dijo Prokop disimulando.
—No está permitido pasar por aquí —dijo el soldado; de modo que Prokop giró sobre sus talones y caminó a lo largo del resto de la valla. El pinar se transformó en un añojal, y tras él había unos cuantos cobertizos y establos; evidentemente era una casa solariega. Se asomó por encima de la cerca, y en ese momento estalló en el interior un estruendo horrible, gañidos y ladridos, y una docena de dogos,
bloodhounds
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y pastores alemanes se precipitaron sobre la cerca. Cuatro pares de ojos desconfiados observaban tras cuatro puertas. Prokop, por si acaso, saludó e intentó continuar su camino, pero un mozo de cuadra salió corriendo tras él y le dijo «no está permitido pasar por aquí», tras lo cual lo condujo de vuelta hasta la portezuela que daba paso al bosque de abedules.
Todo esto malhumoró mucho a Prokop. «Carson debe decirme por dónde se sale», se propuso; «no soy un canario al que se pueda tener encerrado en una jaula». Evitó con un rodeo la cancha de tenis y se dirigió al camino del parque por el que Carson lo había llevado arriba, a palacio. Sólo que en ese momento se interpuso en su camino un tipo con una gorra plana, que parecía salido de una película, preguntando a dónde quería ir el caballero.