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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (19 page)

BOOK: La krakatita
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Fue, por tanto, por donde le habían marcado el camino. Allí ya no había almacenes de munición, sino pequeñas edificaciones de cemento numeradas, evidentemente laboratorios de experimentación o similares, dispersos entre taludes de arena y pinares. Su camino se desvió hacia la casa, totalmente aislada, V, 7, y hacia ella se dirigió. En la puerta había un rótulo de latón: «Ing. Prokop». Prokop abrió la cerradura con la llave que le había dado Carson y pasó al interior.

Había allí un laboratorio de explosivos equipado de un modo ejemplar, tan moderno y completo que a Prokop se le cortó la respiración por la alegría propia de un experto. Su vieja bata colgaba de un clavo, en un rincón había un catre militar, como en Praga, y en los anaqueles de un escritorio lujosamente abastecido reposaban, ordenados con esmero y catalogados, todos sus artículos impresos y sus notas escritas a mano.

XXV

Habían pasado seis meses desde que Prokop tuvo un recipiente químico en sus manos por última vez.

Inspeccionó los aparatos uno a uno: encontró allí todo lo que hubiera podido soñar, brillante, flamante y expuesto en un orden meticuloso. Contaba con una biblioteca de manuales y libros especializados, una enorme estantería con sustancias químicas, un armario para el instrumental delicado, una cabina insonorizada para explosiones experimentales, una cámara con transformadores, aparatos de experimentación que ni siquiera conocía. Había revisado apenas la mitad de aquellos maravillosos prodigios, cuando, obedeciendo a una idea repentina, se lanzó hacia el estante por una sal de bario, ácido nítrico y alguna que otra cosa, y comenzó un experimento durante el cual consiguió chamuscarse un dedo, hacer explotar un tubo de ensayo y quemarse el abrigo hasta hacer un agujero en él. Entonces, satisfecho, se sentó frente al escritorio y garabateó dos o tres notas.

Después se dispuso de nuevo a curiosear por el laboratorio. Le recordaba un poco a una perfumería recién instalada (estaba demasiado ordenada), pero bastó con echar mano a esto y aquello para que todo estuviera desperdigado a su gusto: así, ahora tenía una atmósfera más íntima. En medio del más febril de los trabajos se detuvo desconcertado: «¡Ahá!», se dijo. «¡Con esto pretenden que caiga en su trampa! Dentro de un rato vendrá Carson y empezará a runrunear: será usted
a big man,
y tal y cual».

Se sentó malhumorado en el catre y esperó. Cuando vio que no venía nadie, se acercó como un ladrón a la mesa y jugueteó de nuevo con la sal de bario. «Al fin y al cabo ésta será la última vez que venga por aquí», se tranquilizó a sí mismo. El experimento salió perfecto: explotó emitiendo una larga llama y la campana de vidrio de la balanza de precisión reventó. «Me va a caer una buena», el corazón le dio un vuelco por el sentimiento de culpabilidad cuando vio el alcance de los desperfectos, y se marchó a hurtadillas del laboratorio como un colegial que ha roto un cristal. Fuera estaba ya anocheciendo y lloviznaba. Diez pasos más allá del edificio se encontraba la patrulla militar.

Prokop se dirigió lentamente hacia palacio por el camino por el que había venido. En el parque no se veía ni un alma, una ligera lluvia caía susurrante sobre las copas de los árboles, en palacio habían encendido las luces y un piano tronaba en la penumbra con orgullo victorioso. Prokop se encaminó hacia la parte desierta del parque, entre la salida principal y la terraza. Estaba cubierta de malas hierbas hasta el punto de ser intransitable. Prokop se hundió en la maleza húmeda como un jabato, escuchando a ratos y abriéndose paso de nuevo por la crepitante espesura. Allí estaba, por fin, el límite de aquella jungla, donde los matorrales se inclinaban por encima de la antigua muralla, de no más de tres metros de altura en aquel lugar. Prokop se agarró al ramaje que sobresalía para bajar por él; pero las ramas se partieron con un fuerte chasquido bajo su peso, excesivo, como cuando se dispara una pistola, y Prokop fue a caer con gran estrépito sobre un montón de basura. Se quedó sentado con el corazón latiéndole a cien por hora: «Ahora vendrá alguien a detenerme». No se oía sino el rumor de la lluvia. De modo que se incorporó y trató de buscar el muro de la portezuela verde como si la hubiera visto en un sueño.

Y así fue, a excepción de una circunstancia: que la portezuela estaba entreabierta. Se inquietó: o bien alguien acababa de salir por ella, o bien iba a volver. En cualquiera de los dos casos, había alguien cerca. Entonces, ¿qué podía hacer? Prokop tomó una decisión rápida, dio un puntapié a la puerta y salió resuelto a la carretera. Y ciertamente había allí un hombre no demasiado grande con una gabardina, merodeando y fumando en pipa. Así que se quedaron de pie, uno frente a otro, algo confusos, sin saber qué hacer ni quién lo haría primero. Pero comenzó Prokop, más rápido de reflejos. Tras escoger con la rapidez del rayo y entre varias posibilidades la vía de la violencia, se abalanzó sobre el hombre de la pipa, y con una testarada de fuerza bruta, como un carnero, lo hizo caer inmediatamente al barro. Entonces lo inmovilizó contra el suelo sujetándolo por el pecho y los codos, ligeramente asombrado y sin saber qué hacer con él a continuación: no podía estrangularlo como a una gallina… El hombre que se encontraba bajo él ni siquiera soltó la pipa, y evidentemente estaba esperando.

—Ríndete —resopló Prokop, pero en ese instante recibió un rodillazo en la tripa y un puñetazo en la mandíbula, y rodó hasta una zanja.

Se levantó, aguardando un nuevo golpe, pero el hombre de la pipa se quedó tranquilamente en la carretera, observándolo.

—¿Más? —dijo entre dientes. Prokop negó con la cabeza. Entonces aquel tipo se puso a limpiarle el traje con un pañuelo horriblemente sucio.

—Barro —señaló, y lo frotó del modo más radical—. ¿Regresamos? —dijo finalmente, y señaló la portezuela verde. Prokop asintió débilmente. El hombre de la pipa lo condujo entonces de vuelta hasta la vieja muralla y se agachó, apoyando las manos en las rodillas—. Trepe —ordenó secamente. Prokop se subió a sus hombros, el hombre se irguió y exclamó—: ¡Hop!

Prokop se agarró a una rama que sobresalía y se encaramó a la muralla. Estaba a punto de echarse a llorar de vergüenza.

Y además, además de todo eso: cuando subía a hurtadillas por las escaleras de palacio hacia su habitación «de caballero», lleno de arañazos y de hinchazones, cubierto de barro, en un estado lamentable y humillado, se encontró con la princesa Wille. Prokop intentó fingir que no era él o que no la conocía, o algo por el estilo; en resumen, no la saludó y corrió hacia arriba como un monumento de barro. Y mientras pasaba como una exhalación junto a ella, captó su mirada, asombrada, altiva, verdaderamente insultante. Prokop se detuvo como si lo hubieran golpeado.

—Espere —gritó y bajó corriendo hasta ella, la frente a punto de estallar como resultado de la ira—. Vaya —gritó—, y dígales que… que me importan un bledo y… que no permitiré que me encierren, ¿entiende? No lo permitiré —voceó, y golpeó la barandilla con los puños hasta hacerla temblar, tras lo cual voló de nuevo hacia el parque dejando tras de sí a la princesa, pálida y totalmente petrificada.

Unos cuantos segundos después, alguien cubierto de barro hasta el punto de ser irreconocible irrumpió en casa del guarda, volcó la mesa de roble sobre el anciano, que estaba cenando, agarró a Bob por el cuello y empezó a estrangularlo oprimiéndole la cabeza contra la pared de tal modo, que le cercenó la mitad del cuero cabelludo y lo dejó fuera de juego. Tras esto, se apoderó de la llave, abrió el portón y corrió al exterior. Allí se dio de bruces con el soldado que hacía guardia, que inmediatamente dio un grito de advertencia y sacó el fusil. Pero antes de que pudiera disparar, aquel alguien comenzó a forcejear con él, le arrancó el fusil de las manos y le rompió la clavícula con la culata. Sin embargo, en ese momento acudieron corriendo dos centinelas más; la oscura silueta les arrojó el fusil y salió corriendo de nuevo hacia el parque.

Casi en ese mismo instante, fue atacado el centinela nocturno de la salida C: de buenas a primeras, alguien negro y enorme le empezó a endilgar golpes espantosos en la mandíbula. El centinela, un gigante rubio, extremadamente sorprendido, aguantó un rato antes de que se le ocurriera silbar. Entonces ese alguien, con horribles imprecaciones, lo soltó y corrió de nuevo al tenebroso parque. Después se dio la alarma a los refuerzos y numerosas patrullas se pusieron a recorrer el parque.

Más o menos a media noche, alguien demolió la balaustrada de la terraza del parque y arrojó piedras de diez kilos a la guardia que pasaba por debajo, a una profundidad de diez metros. Un soldado disparó, ante lo cual vomitaron desde lo alto un montón de insultos de carácter político, y se hizo el silencio. En aquel instante llegó de Dikkeln la caballería que había sido requerida; al mismo tiempo, toda la guarnición balttiniana ensartaba la maleza con sus bayonetas. En palacio hacía tiempo que nadie dormía. A la una encontraron en la cancha de tenis a un soldado inconsciente y sin fusil. Poco después comenzó un tiroteo breve, pero intenso, en el bosquecillo de abedules; gracias a dios nadie resultó herido. El señor Carson, cariacontecido, mandó a casa a la princesa Wille, quien temblando, seguramente por el frío de la noche, se había aventurado, dios sabe por qué, al campo de batalla; pero la princesa, con los ojos desencajados de un modo extraño, pidió que tuviera la amabilidad de disculparla. El señor Carson se encogió de hombros y la dejó con sus locuras.

Aunque en palacio había una marabunta de gente, alguien salido de los matorrales se puso a golpear metódicamente las ventanas de palacio. Se produjo un revuelo, ya que al mismo tiempo sonaron dos o tres disparos de fusil en la carretera. El señor Carson parecía estar tremendamente alarmado.

Entretanto la princesa, sin decir esta boca es mía, avanzó por un caminillo de hayas rojizas. De repente se abalanzó sobre ella una enorme figura negra, se paró ante ella, la amenazó con los puños y farfulló algo como que aquello era una vergüenza y un escándalo; después se sumergió en la maleza, que crepitaba y se sacudía con la pesada humedad de la lluvia. La princesa regresó y detuvo a la patrulla: allí no había nadie. Sus ojos se habían agrandado y brillaban como si tuviera fiebre. Al rato estalló un tiroteo desde los matorrales que estaban detrás del estanque; por el sonido, eran escopetas de perdigones. El señor Carson empezó a despotricar para que aquellos palurdos de la casa solariega no se mezclaran en el asunto, o les pegaría un tirón de orejas. A esas alturas aún no sabía que alguien había apedreado allí a un espléndido dogo danés.

Después del alba encontraron a Prokop profundamente dormido en una tumbona del pabellón japonés. Estaba increíblemente rasguñado y embarrado, y el traje le colgaba hecho jirones; en la frente tenía un chichón del tamaño de un puño y el pelo lleno de pegotes de sangre. El señor Carson meneó la cabeza al ver al héroe de la noche durmiendo. Después se aproximó el señor Paul y cubrió cuidadosamente al durmiente, que no paraba de roncar, con una cálida manta; luego trajo también una jofaina con agua y una toalla, ropa limpia y un flamante traje deportivo del señor Drehbein, y se marchó de puntillas.

Tan sólo dos hombres vestidos de civil, discretos, con revólveres en el bolsillo trasero, se pasearon hasta la mañana por los alrededores del pabellón japonés con el rostro desenfadado del que contempla la salida del sol.

XXVI

Prokop estaba expectante: quién sabía lo que podía seguir a aquella noche. No la siguió nada, o más bien lo siguió aquel hombre de la pipa (el único al que Prokop en cierto modo temía). Aquel hombre se llamaba Holz, un nombre que decía muy poco acerca de su carácter esencialmente silencioso y vigilante. Se moviera a donde se moviera Prokop, iba unos cinco pasos detrás de él; esto irritaba hasta la exasperación a Prokop, que lo torturaba todo el día de las formas más refinadas: por ejemplo, correteaba de arriba abajo, una y otra vez, por un sendero corto, cincuenta y cien veces, con la esperanza de que el señor Holz se hartara de estar dando media vuelta cada veinte pasos; el señor Holz, sin embargo, no se hartaba. Así que Prokop echaba a correr y recorría tres veces el perímetro del parque; el señor Holz corría en silencio tras él y ni siquiera dejaba de exhalar nubecillas de humo, mientras que Prokop se sofocaba hasta que su respiración se convertía en apenas un silbido.

El señor Carson no hizo acto de presencia aquel día; por lo visto estaba enfadado. Hacia el atardecer Prokop se levantó y caminó hasta el laboratorio, acompañado, claro está, de su sombra silenciosa. En el edificio del laboratorio quiso cerrar la puerta con llave, pero el señor Holz introdujo un pie entre la puerta y la jamba y entró tras él. Y como en el vestíbulo estaba preparado un sillón, estaba claro que el señor Holz no se iba a mover de allí. En fin, pues bien. Prokop estaba fabricando algo misterioso en el laboratorio; mientras tanto el señor Holz emitía ronquidos secos y cortos en el vestíbulo. Hacia las dos de la mañana Prokop impregnó un cordón con petróleo, lo encendió y corrió al exterior tan rápido como pudo. El señor Holz se levantó del sillón inmediatamente y lo persiguió. Después de un centenar de pasos Prokop se tiró a una zanja con la cara pegada al suelo; el señor Holz se quedó parado ante él y encendió la pipa. Prokop levantó la cabeza y quiso decirle algo, pero se lo calló, porque recordó que, por principio, no hablaba con Holz; en lugar de eso alargó el brazo y le golpeó las piernas.

—¡Cuidado! —gritó, y en ese instante retumbó en el laboratorio una gran explosión, volaron esquirlas de piedra y cristal, que pasaron silbando sobre sus cabezas. Prokop se levantó, se limpió, mal que bien, y salió corriendo de allí, seguido del señor Holz. Para entonces ya habían acudido los centinelas y un coche de bomberos.

Ésa fue la primera advertencia dirigida al señor Carson. Si no acudía ahora a negociar, ocurrirían cosas peores.

El señor Carson no acudió; en vez de una visita llegó un nuevo documento identificativo, por lo visto para otro edificio de experimentación. Prokop montó en cólera. «Bien», dijo, «en esta ocasión les demostraré de lo que soy capaz». Fue a paso ligero a su nuevo laboratorio, escogiendo mentalmente la forma más contundente de expresar su protesta; se decidió por una potasa explosiva que estallaba con el agua. Sin embargo, al llegar al nuevo edificio dejó caer los brazos impotente: «¡Maldición, ese Carson es peor que el diablo!».

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