Y es que con el laboratorio lindaban unas casitas, aparentemente para los vigilantes de la fábrica; en el jardincillo escarbaban una docena de niños, y una joven madre tranquilizaba a un berreante animalillo pelirrojo. Cuando vio la mirada iracunda de Prokop, se detuvo y dejó de cantar.
—Buenas tardes —rezongó Prokop, y arrastró sus pasos de vuelta, con los puños cerrados. El señor Holz, cinco pasos detrás de él.
De camino a palacio encontró a la princesa a caballo con toda una cabalgata de oficiales. Se apartó a un lado del camino, pero la princesa, al galope, giró el caballo hacia él.
—Si quiere dar una vuelta —dijo con rapidez, y una oleada de sangre atravesó su oscuro rostro—, Premier está a su disposición.
Prokop retrocedió ante el bailarín Whirlwind. No había montado a caballo en toda su vida, pero no lo reconocería por nada del mundo.
—Gracias —dijo Prokop—, no hace falta… dulcificar… mi encierro.
La princesa frunció el ceño; estaba fuera de lugar hablar sobre esa cuestión precisamente con ella. No obstante, se controló y dijo, condensando sutilmente un reproche y una invitación:
—No olvide que en palacio es usted mi huésped.
—Creo que no lo merezco —musitó Prokop con obstinación, observando precavido cada movimiento del nervioso caballo.
La princesa, irritada, sacudió una pierna; Whirlwind resopló y se encabritó.
—No le tenga miedo —dejó caer Wille con una risita burlona.
Prokop se malhumoró y golpeó al caballo en el morro; la princesa cogió la fusta, como si quisiera azotarlo en la mano. A Prokop se le subió toda la sangre a la cabeza.
—Cuidado —chilló Prokop y clavó los ojos, enrojecidos, en los de la princesa, que despedían chispas. Pero los oficiales estaban observando la incómoda escena y galoparon hasta la princesa.
—Eh, ¿qué está ocurriendo? —exclamó el que cabalgaba al frente, sobre una yegua negra, y arreó el caballo directamente hacia Prokop. Prokop vio sobre sí la testa del caballo, de modo que lo agarró por el bocado y tiró de él hacia un lado con todas sus fuerzas. El caballo relinchó de dolor y se encabritó, danzando sobre las patas traseras, mientras el oficial volaba hasta los brazos del imperturbable señor Holz. Dos sables resplandecieron al sol; pero allí estaba, sobre el tembloroso Whirlwind, la princesa, que apartó hacia atrás a los oficiales con la ijada del caballo.
—¡Déjenlo —ordenó—, es mi invitado! —al mismo tiempo azotó a Prokop con una mirada sombría y añadió—: Además le dan miedo los caballos. Les presentaré, caballeros. Teniente Rohlauf. Ingeniero Prokop. Príncipe Suwalski. Von Graun. El asunto ya está solucionado, ¿verdad? Rohlauf, al caballo, nos vamos. Premier está a su disposición, caballero. Recuerde que está usted aquí sólo como un invitado. ¡Hasta la vista!
La fusta atravesó el aire con un silbido prometedor, Whirlwind se giró haciendo saltar la arena y la cabalgata desapareció en una curva del camino; tan sólo Rohlauf hizo bailar el caballo alrededor de Prokop, lo abrasó con una mirada colérica y profirió con voz entrecortada por la ira:
—¡Será un placer, caballero!
Prokop se dio la vuelta, fue a su habitación y cerró con llave. Después de dos horas una larga carta peregrinó desde la habitación «de caballero» hasta dirección sobre las ancianas piernas de Paul. A continuación el señor Carson corrió a ver a Prokop con el ceño severamente fruncido; con un gesto autoritario echó a Holz, que cabeceaba tranquilo en una silla delante de la habitación, y pasó al interior.
El señor Holz se sentó entonces delante de palacio y encendió la pipa. Dentro estalló un griterío horrible, pero eso no concernía a Holz en absoluto; como la pipa no tiraba, la desenroscó y, con el estilo de un especialista, la alargó con una caña. De la habitación «de caballero» salían los gruñidos de dos tigres enzarzados: uno rugía y el otro echaba espumarajos, se oía un golpe de algún mueble, durante un instante se hacía el silencio y de nuevo resonaban los horribles gritos de Prokop. Acudieron corriendo los jardineros, pero el señor Holz los dispersó con un golpe de mano y se puso a soplar por la cánula. Los bramidos de arriba se intensificaron, ambos tigres rugían y arremetían con gruñidos furiosos. El señor Paul salió corriendo de palacio, blanco como una pared, elevando los ojos hacia el cielo con gesto despavorido. En ese instante pasó al trote la princesa con su séquito; cuando escuchó la que se había armado en el ala de invitados de palacio, soltó una risa nerviosa y azotó de un modo totalmente innecesario a Whirlwind con la fusta. Después el griterío se apaciguó relativamente; se podía oír el rapapolvo de Prokop, que amenazaba y golpeaba la mesa con el puño. Lo interrumpía una voz tajante que apercibía y ordenaba; Prokop se desgañitaba con acaloradas protestas, pero la voz cortante respondía en voz baja y resuelta.
—¿Con qué derecho? —gritaba la voz de Prokop. La voz autoritaria explicaba algo con terrible y sereno encarecimiento—. Pero entonces, entiende, entonces saltarán todos por los aires —tronó Prokop, y se desencadenó de nuevo una barahúnda tan horrible que el señor Holz se guardó de golpe la pipa en el bolsillo y echó a correr hacia palacio. Pero otra vez se hizo el silencio; tan sólo se oía aquella voz tajante que daba órdenes y soltaba frases de modo concluyente, acompañada de refunfuños siniestros y amenazantes; era como cuando se dictan las condiciones de un armisticio. Aún se reavivaron en dos ocasiones los gritos desaforados de Prokop, pero la voz tajante ya no se enfurecía; parecía que estaba seguro de lo que decía.
Poco después de la una y media, el señor Carson salió de la habitación de Prokop, amoratado y lustroso por el sudor, jadeante y ceñudo, y corrió ligero a los aposentos de la princesa. Diez minutos después, el señor Paul, temblando de respeto, anunció a Prokop, que se mordía los labios y los dedos en su cuarto: «Su Alteza».
Entró la princesa en traje de noche, con una palidez cenicienta y con el ceño fruncido por el resentimiento. Prokop salió a su encuentro y quiso, según parecía, decir algo; pero la princesa lo detuvo con un gesto de su mano, lleno de altivez y repugnancia, y dijo con voz desdeñosa:
—Caballero… vengo a… disculparme por aquella escena. No tenía intención de azotarle. Lo lamento infinitamente. —Prokop se ruborizó e hizo un nuevo intento de decir algo, pero la princesa continuó hablando—: El teniente Rohlauf se marchará hoy. El príncipe le suplica que en alguna ocasión nos honre con su presencia en nuestra mesa. Olvide ese incidente. Hasta la vista —le dio la mano apresuradamente; Prokop apenas tocó sus dedos. Estaban muy fríos y como exánimes.
En fin, tras la tempestad con Carson era como si se hubiera despejado el ambiente. Prokop anunció que se escaparía cuando tuviera la más mínima oportunidad, pero dio su palabra de honor de que hasta aquel momento renunciaría a todo tipo de violencia y amenazas. A cambio, el señor Holz fue desplazado a una distancia de quince pasos y se permitió a Prokop moverse libremente en su compañía en un radio de cuatro kilómetros, de siete de la mañana a siete de la noche, dormir en el laboratorio y comer donde le apeteciera. Por otra parte, Carson le había colocado justo al lado del laboratorio a una mujer con dos niños, casualmente la viuda del obrero que había muerto durante la explosión de la krakatita, como una especie de garantía moral contra cualquier tipo de (digamos) imprudencia. Aparte de eso, se pagaba a Prokop un sueldo significativo en oro y se dejaba a su voluntad que por el momento se entretuviera u ocupara su tiempo como se le antojara.
El primer día después de ese acuerdo lo pasó Prokop estudiando el terreno, de todos los modos posibles, en cuatro kilómetros a la redonda en lo concerniente a las posibilidades de huida. Eran prácticamente nulas, en vista de la zona de vigilancia, que funcionaba de una forma sencillamente fabulosa. Prokop ingenió unos cuantos métodos para matar a Holz; por desgracia, se enteró de que aquel tipejo adusto y fastidioso alimentaba a cinco hijos y, además de eso, a su madre y a una hermana tullida, y que encima había pasado tres años en la cárcel por homicidio. Esas circunstancias no eran demasiado alentadoras.
Era en cierto modo un consuelo para Prokop el hecho de que se hubiera encariñado con él de forma entregada, casi apasionada, el señor Paul, mayordomo retirado, inmensamente feliz de tener a quién atender, ya que al delicado anciano le mortificaba ser considerado demasiado lento para servir a la mesa del príncipe. En ocasiones Prokop llegaba incluso a desesperarse por sus embarazosas y respetuosas atenciones. Además se había pegado literalmente a Prokop el doctor Krafft, el mentor de Egon, un hombre pelirrojo como un zorro que había pasado muchas penalidades en la vida; era inusualmente culto, un poco teósofo y, para colmo, el más inocente de los idealistas que uno se pueda imaginar. Se acercaba a Prokop lleno de pudor y lo admiraba sin límite, puesto que lo tenía, como mínimo, por un genio. Efectivamente, hacía tiempo que conocía los artículos académicos de Prokop, e incluso había construido en base a ellos una explicación teosófica del círculo inferior, o para decirlo de un modo más sencillo, de la materia. Aparte de esto era pacifista y un pelmazo, como todos los que tienen ideas demasiado elevadas.
Prokop finalmente se aburrió de vagar sin rumbo a lo largo de la zona vigilada, y regresaba cada vez más frecuentemente al laboratorio para trabajar en sus asuntos. Estudiaba sus antiguas anotaciones y completaba muchas lagunas; fabricó y destruyó de nuevo una serie de explosivos que confirmaban sus hipótesis más atrevidas. Era casi feliz en aquellos días; no obstante, por la noche…, por la noche rehuía a la gente y se dejaba llevar por la nostalgia bajo la tranquila vigilancia del señor Holz, mirando las nubes, las estrellas y el ancho horizonte.
Una cosa más lo tenía ocupado, para su sorpresa: tan pronto como oía el estruendo de los cascos de los caballos, se acercaba a la ventana y observaba a los jinetes, ya fuera el caballerizo, un oficial o la princesa (con la que no hablaba desde aquel día), y con los ojos entornados por la atención estudiaba cómo se hacía. Advirtió que el jinete, en realidad, no está sentado tal cual en la montura, sino que más bien se mantiene hasta cierto punto de pie sobre los estribos; que no trabaja con el trasero, sino más bien con las rodillas; que no es pasivo como un saco de patatas que se agita al ritmo del galope del caballo, sino que más bien capta activamente su periodicidad. Todo esto es quizás muy sencillo en la práctica, pero para un observador con formación de ingeniero es un mecanismo extremadamente intrincado, sobre todo en cuanto el caballo empieza a encabritarse, o a cocear, o a bailar temblando con noble y susceptible timidez. Prokop estudió todo aquello durante largo tiempo, escondido tras la cortina de la ventana; y una hermosa mañana ordenó a Paul que le ensillaran a Premier.
El señor Paul se quedó sobrecogido; le explicó que Premier era un jaco fogoso y poco montado, horriblemente arisco, sin embargo Prokop repitió la orden lacónicamente. Tenía el traje de montar preparado en el armario; se lo puso con un ligero sentimiento de vanidad y se dirigió al patio. Allí estaba ya Premier, bailoteando y arrastrando tras él al caballerizo, que lo tenía agarrado por el hocico. Como había visto hacer a otros, Prokop tranquilizó al caballo acariciándole los ollares y la frente. El rocín se calmó un poco, pero las patas no paraban de moverse sobre la arena dorada. Prokop se acercó a él por el costado con astucia; estaba a punto de alcanzar el estribo con el pie, cuando Premier, rápido como el rayo, dio un golpe con la pata trasera bajo él y apartó la grupa, de tal modo que Prokop apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto. El caballerizo soltó una risilla ahogada. Aquello bastó para que Prokop se lanzara al ataque hacia los ijares del caballo; sin saber cómo, introdujo la punta del pie en el estribo y salió disparado. Durante los siguientes instantes no supo bien lo que estaba ocurriendo: todo daba vueltas, alguien gritó; Prokop tenía un pie en el aire, mientras que el otro estaba enredado de un modo imposible en el estribo. Entonces Prokop cayó pesadamente sobre la silla de montar y cerró las rodillas con todas sus fuerzas. Eso le hizo recuperar la consciencia justo en el momento en que Premier levantaba la grupa como loco; Prokop se colocó rápidamente hacia atrás, recibió un nuevo impacto y tiró convulso de las riendas. Como resultado el animal se irguió sobre las patas traseras como un mástil; Prokop apretó las piernas como si fueran unas tenazas y puso la cara entre las orejas del caballo, cuidándose mucho de no abrazarse a su cuello, ya que temía parecer ridículo. En realidad estaba agarrado sólo con las rodillas. Premier aterrizó de nuevo sobre las cuatro patas y comenzó a girar como una peonza; Prokop aprovechó esto para meter la punta del otro pie en el estribo.
—No lo oprima de ese modo —gritó el caballerizo, pero Prokop se alegró de tener al caballo entre las rodillas. El rocín, más por desesperación que por maldad, intentaba derribar a su extraño jinete; giraba y coceaba hasta hacer saltar la arena, y todo el personal de cocina salió corriendo al patio a contemplar aquel circo salvaje. Prokop alcanzó a ver al señor Paul, que angustiado apretaba una servilleta contra los labios; el doctor Krafft salió como una exhalación, su cabeza pelirroja brillando al sol, y poniendo en riesgo su vida, quiso sujetar a Premier del bocado.
—¡Déjelo! —gritó Prokop en un acceso de orgullo desenfrenado, y espoleó al rocín en los ijares. ¡Dios todopoderoso! Premier, al cual nunca le había ocurrido algo semejante, salió del patio lanzado como una flecha y voló hacia el parque. Prokop encogió la cabeza entre los hombros, contando con caer más en redondo cuando saliera volando; por lo demás estaba de pie sobre los estribos, inclinado hacia delante, remedando involuntariamente a un
jockey
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de carreras. Cuando pasó corriendo de esta guisa junto a la cancha de tenis, avistó allí a unas cuantas figuras blancas; en ese momento la fanfarronería se apoderó de él y comenzó a azotar con la fusta el anca de Premier. Entonces el cerril jaco perdió la cabeza por completo; tras unos cuantos saltos desagradables de costado, se sentó sobre la grupa y pareció amansarse, pero en vez de eso salió corriendo entre los parterres como trastornado. Prokop comprendió que todo dependía de mantenerle la cabeza alzada, si no quería que ambos cayeran dando una voltereta en un terreno tan inseguro, así que se colgó de la brida y tiró. Premier se encabritó, cubierto de repente de sudor, y sin más ni más comenzó a galopar con sensatez. Era la victoria.