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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (24 page)

BOOK: La krakatita
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—Princesa —la interrumpió Prokop con voz ronca—, debe decirme una cosa… O bien todo esto… es… el capricho de una dama distinguida, o… —La princesa soltó su mano.

—¿O qué?

Prokop dirigió hacia ella una mirada desesperada.

—O bien sólo está jugando conmigo…

—¿O? —alargó la frase con evidente placer al torturarlo.

—O me… hasta cierto punto…

—… ama, ¿no? Escucha —dijo; colocó las manos detrás de la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados—, cuando en determinado momento me pareció que… que me estaba enamorando de ti, ¿sabes?, enamorando de verdad, hasta el tuétano, como una loca, entonces, en aquella ocasión, intenté… destruirte. —Chasqueó la lengua como aquella vez a Premier—. Nunca podría perdonarte si me enamorara de ti.

—¡Está mintiendo —gritó Prokop airado—, ahora está mintiendo! No soportaría… no soportaría la idea de que esto fuera… sólo… una aventura. ¡No es usted tan perversa! ¡No es verdad!

—Entonces, si lo sabes —dijo la princesa en voz baja y seria—, ¿por qué demonios me lo preguntas?

—Quiero oírlo —farfulló Prokop— quiero que lo digas… directamente… que me digas qué soy para ti. ¡Eso, eso es lo que quiero oír!

La princesa negó con la cabeza.

—Tengo que saberlo —rechinó los dientes Prokop—, si no… si no…

La princesa sonrió levemente y colocó su mano en el puño de Prokop.

—No, por favor, no quieras, no quieras que te lo diga.

—¿Por qué?

—Entonces tendrías demasiado poder sobre mí —dijo en voz muy baja, y Prokop tembló de alegría.

Fuera, el señor Holz tuvo un traicionero acceso de tos, y, a lo lejos, se vislumbraba entre las ramas la silueta del tío Rohn.

—Lo ves, ya me anda buscando —susurró la princesa—. No puedes venir a vernos por la noche. —Se quedaron en silencio mientras se estrechaban las manos. La lluvia caía murmurando sobre el tejado del pabellón y los hacía temblar con el frescor del rocío—. Amor mío, amor mío —susurraba la princesa, acercando su mejilla a Prokop—. ¿Quién eres tú? Narigudo, colérico, todo erizado… Dicen que eres un gran científico. ¿Por qué no eres un príncipe?

Prokop se estremeció. Ella rozó el brazo de Prokop con su mejilla.

—Ya te has enfadado de nuevo. Pero tú me llamaste a mí bestia y cosas aún peores. Ves, tú no me vas a endulzar lo que hago… y lo que voy a hacer… Amor mío —se le apagó la voz y acercó su mano a la cara de Prokop.

Él se inclinó hacia los labios de la princesa; sabían a la angustia del arrepentimiento. En medio del rumor de la lluvia se acercaron los pasos del señor Holz.

«¡Es imposible, imposible!». Durante todo el día Prokop estuvo apesadumbrado y acechaba allí donde pudiera verla. «No puedes venir a vernos por la noche». «Está claro, no perteneces a su séquito; se siente más cómoda entre esos patanes encopetados». Era de lo más extraño: en lo más hondo de su corazón Prokop se aseguraba a sí mismo que en realidad no la quería, pero tenía unos celos delirantes, torturantes, estaba lleno de ira y humillación. Por la noche se puso a merodear por el parque bajo la lluvia y a pensar en que la princesa, en ese preciso momento, estaba sentada a la mesa, frente a la cena, resplandeciente, en medio de la alegría y la fiesta; se sentía como un perro sarnoso al que habían echado de una patada bajo la lluvia. El mayor sufrimiento en la vida es el ultraje.

«Ahora mismo voy a poner fin a esto», decidió. Corrió a casa, se puso rápidamente el traje negro e irrumpió en el salón como el día anterior. La princesa estaba sentada, como descompuesta: apenas vio a Prokop, empezó a palpitarle el corazón y sus labios se ablandaron con una sonrisa de felicidad. El resto de los jóvenes lo recibió con una amistosa exclamación; tan sólo
oncle
Charles se comportaba de un modo exageradamente cortés. La mirada de la princesa le dio un aviso: ¡ten cuidado! Apenas hablaba, algo sorprendida e inmóvil, y sin embargo encontró la ocasión de introducir en la mano de Prokop un papelillo arrugado. «Amor mío, amor mío», garabateó a lápiz en letras mayúsculas, «¿qué es lo que has hecho? Vete». Estrujó el papel. «No, princesa, me quedaré aquí; me produce un gran deleite observar tus confianzas con esos idiotas perfumados». La princesa lo recompensó por esa celosa tozudez con una mirada exultante. Comenzó a mofarse de Suwalski, de Graun, de todos sus caballeros; estaba siendo malvada, cruel, impertinente, y se reía de ellos sin compasión. De cuando en cuando miraba apresuradamente a Prokop, para comprobar si estaba satisfecho con semejante hecatombe de galanes que había puesto a sus pies. El señorito no estaba satisfecho; se puso de mal humor y, con la mirada, le suplicó cinco minutos de conversación en privado. Entonces ella se levantó y lo condujo hacia un cuadro.

—Ten sentido común, por lo que más quieras —musitó intranquila; se puso de puntillas y lo besó cálidamente en ese consabido lugar de la cara. Prokop se agarrotó del susto que le produjo semejante diablura; pero nadie la había visto, ni siquiera
oncle
Rohn, que por lo demás observaba todo con ojos inteligentes y tristes.

Nada más, no ocurrió nada más aquel día. Y sin embargo Prokop se revolvía en su cama mordiendo las almohadas; y en la otra ala de palacio alguien no durmió en toda la noche.

Por la mañana Paul trajo una carta de olor penetrante; no dijo de parte de quién. «Querido», escribía, «hoy no te veré; no sé qué voy a hacer. Somos muy poco discretos; por favor, sé más sensato que yo. (Varias líneas tachadas). No puedes pasearte frente a palacio, te echarán con cajas destempladas. Por favor, haz algo para que te liberen de ese incordio de vigilante. He pasado una mala noche; tengo un aspecto horrible, no quiero que me veas hoy. No vengas a vernos,
mon oncle
Charles ya está dejando caer indirectas. Le he gritado y no me hablo con él; me irrita que tenga tantísima razón… Amor mío, aconséjame: acabo de echar a mi doncella; me han informado de que tiene una aventura con el caballerizo y que lo visita. No puedo tolerarlo; la habría abofeteado cuando me lo estaba confesando. Era hermosa y lloraba, y yo me regodeaba viendo cómo le caían las lágrimas; imagínate, nunca había visto de cerca cómo se forma una lágrima, salta, se desliza rápidamente, se detiene y, después, la alcanza otra. Yo no sé llorar; cuando era pequeña, gritaba hasta ponerme morada, pero no me caía ni una lágrima. La eché durante una hora; la aborrecía, me daba escalofríos verla ante mí. Tienes razón, soy malvada y estallo de ira; pero, ¿por qué a ella le está permitido todo? Querido, por favor, intercede por ella; permitiré que regrese y haré con ella lo que quieras, tan sólo con ver que eres capaz de perdonar semejantes cosas a una mujer. Lo ves, soy malvada y, además de eso, envidiosa. No sé controlar mi cólera; querría verte, pero ahora no puedo. No debes escribirme. Besos».

Mientras leía esto, en la otra ala de palacio tronaba un piano con salvajes escalas de tonos. Prokop escribió: «Usted no me ama, lo he comprendido. Se inventa pretextos absurdos, no quiere comprometerse, se ha cansado de torturar a un hombre que no se le ha impuesto. Entendí esta relación de otro modo; me avergüenzo por ello y comprendo que quiere ponerle fin. Si no acude esta tarde al pabellón japonés, me daré por aludido y haré lo que esté en mi mano para no incomodarla más».

Prokop se sintió aliviado; no estaba acostumbrado a escribir cartas amorosas, y le pareció que aquello estaba escrito a la perfección y con suficiente cordialidad. El señor Paul corrió a entregarla; el sonido del piano en la otra ala se cortó en seco y se hizo el silencio.

Entretanto Prokop corrió a buscar a Carson. Lo encontró junto a los almacenes y fue directamente al grano: pidió que, bajo palabra de honor, le permitiera moverse sin Holz, y afirmó que estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de juramento de que no intentaría huir hasta próximo aviso. El señor Carson gesticuló significativamente:

—Pero por supuesto, ¿por qué no? Volará libre como un pájaro, jaja, a donde quiera y cuando quiera, si hace una pequeñez, claro: vender la krakatita.

Prokop se enfureció:

—Le he dado
vicit,
¿qué más quiere? Oiga, le he dicho que no le entregaré la krakatita, ¡ni aunque me cortaran la cabeza!

El señor Carson se encogió de hombros y se disculpó: en ese caso no se podía hacer nada, ya que aquél que tenía bajo su sombrero la krakatita era un enemigo público, más terrible que un asesino en serie y, en resumen, un caso típico de detención provisional.

—Deshágase de la krakatita, y asunto concluido —propuso—. Saldrá ganando. En caso contrario… en caso contrario se valorará la conveniencia de trasladarlo a otra parte.

Prokop, que ya estaba a punto de lanzar un grito de guerra, se contuvo; farfulló que se lo pensaría y corrió a casa. «Quizás encuentre allí la respuesta a mi carta», se regocijó; pero allí no había nada.

Por la tarde Prokop inició su larga espera en el pabellón japonés. Hasta las cuatro creció en él una esperanza impaciente, anhelante: «Ahora, ahora, en cualquier momento tiene que estar al llegar la princesita». A las cuatro ya no aguantaba más sentado; recorría el pabellón como un jaguar en su jaula, estaba dispuesto a abrazar las rodillas de la princesa, tiritaba de entusiasmo y de miedo. El señor Holz se retiró discretamente a los matorrales. Hacia las cinco comenzó a apoderarse de nuestro caballero la abominable opresión del desencanto; sin embargo, en ese momento se le ocurrió: «Quizás venga ya cuando haya oscurecido; es comprensible, ¡cuando haya oscurecido!». Sonreía y susurraba palabras tiernas. Tras el palacio se ponía el sol, en medio del oro del otoño; los árboles, ralos, se silueteaban afilados e inmóviles, se oía incluso el crujido de un escarabajo en el follaje caído. Y, antes de que pudiera darse cuenta, se suavizó la luminosa hora del dorado atardecer. En el verdoso firmamento comenzó a chispear el lucero; he ahí el toque de oración del cosmos. La tierra se sumió en la penumbra bajo el pálido cielo. Un murciélago zigzagueaba sinuosamente. En algún lugar, más allá del parque, se oía el umbrío tintineo de las esquilas del ganado; eran las vacas, que regresaban oliendo a leche tibia. En palacio una o dos ventanas fueron atravesadas por la luz. ¿Cómo? ¿Ya había oscurecido? «Estrellas del firmamento, acaso os ha contemplado en pocas ocasiones este hombre atónito entre el tomillo? ¿Acaso se ha dirigido a vosotras en pocas ocasiones el hombre? ¿Acaso ha sufrido y esperado en pocas ocasiones? ¿Y acaso no ha sollozado alguna vez bajo su cruz?».

El señor Holz salió de la oscuridad.

—¿Podemos irnos?

—No.

«Apurar, apurar hasta la mañana mi humillación; porque, sí, es seguro que no va a venir. Que así sea. Pero ahora es necesario apurar una amargura en cuyo fondo se encuentra la certeza; atiborrarse de dolor; apilar, amontonar el sufrimiento y la vergüenza para retorcerse como un gusano y embrutecerse del dolor. Temblaste de alegría; entrégate ahora al dolor, porque él es el narcótico del que pena. Es de noche, ya es de noche; y ella no va a venir».

Una tremenda alegría atravesó el corazón de Prokop: «Ella sabe que la estoy esperando aquí (o debería saberlo); saldrá a hurtadillas por la noche, cuando todos estén durmiendo, y volará hacia mí con los brazos abiertos y los labios llenos de la savia de los besos; apretaré mis labios contra los suyos y no diremos ni una palabra mientras bebemos de nuestras bocas una confesión inefable. Y ella vendrá, pálida, a oscuras, temblando por el gélido sobrecogimiento de la alegría, y me entregará sus amargos labios; y ella saldrá de la más oscura noche…». En palacio apagaban las luces.

El señor Holz estaba plantado justo delante del pabellón con las manos en los bolsillos. Su fatigada silueta decía: «Ya ha sido suficiente». Pero aquél que en el pabellón, con una sonrisa de locura y odio, pisoteaba la última chispa de esperanza alargaba el tiempo durante unos cuantos minutos de desesperación más; porque el último minuto de espera significaría el Fin de Todo.

En la lejana ciudad sonaron las campanadas de media noche. Es decir, el fin de todo. A través del parque, Prokop se apresuró a casa; dios sabe por qué tenía ahora tanta prisa. Corría cabizbajo, y, cinco pasos por detrás de él, trotaba, bostezando, el señor Holz.

XXXII

El fin de todo: era casi un alivio, o por lo menos algo seguro y exento de dudas; y Prokop se aferró a ello con la persistencia de un
bulldog.
«Bien, es el fin, ya no hay nada que temer. La princesa no acudió intencionadamente. Basta, con esta bofetada basta; así que es el fin». Estaba sentado en un sillón, incapaz de levantarse, emborrachándose una y otra vez con su humillación. «Un siervo al que han dado la patada. Sin escrúpulos, presuntuosa, sin sentimientos. Seguramente me ha abandonado por uno de sus galanes. Bien, he perdido; mejor».

Con cada paso que se oía en el pasillo Prokop levantaba la cabeza presa de un desazonado suspense: «Quizás traigan una carta… No, nada. Ni siquiera merezco una disculpa suya. Es el fin».

El señor Paul se acercó diez veces, arrastrando los pies y con una pesarosa incógnita en sus ojos claros: ¿deseaba algo el caballero? No, Paul, nada en absoluto.

—Espere, ¿no tiene una carta para mí? —El señor Paul negó con la cabeza—. De acuerdo, puede irse.

Un aguijón de hielo se solidificó en el pecho de Prokop. Ese vacío, eso era el fin. Incluso si se abriera la puerta y apareciera ella, diría: fin. «Amor mío, amor mío», la oía susurrar Prokop antes de prorrumpir desesperado: «¿Por qué me ha humillado así? Si fuera usted una doncella, le perdonaría su altivez; pero a una princesa no se le perdona. ¿Me oye? ¡Es el fin, el fin!».

El señor Paul empujó la puerta.

—¿Desea algo el señor?

Prokop se asustó; ciertamente había gritado las últimas palabras:

—No, Paul. ¿No tiene para mí alguna carta?

El señor Paul meneó la cabeza en señal de negación.

El día se espesó como una aborrecible tela de araña; ya era de noche. En el pasillo susurraban unas voces; el señor Paul arrastró los pies hasta Prokop con alegre premura:

—La carta, aquí está la carta —susurró triunfante—, ¿enciendo la luz?

—No. —Prokop aplastó entre los dedos el delgado sobre y olisqueó su perfume, ya familiar, como si quisiera descubrir mediante el olfato lo que había en su interior. El aguijón de hielo se hundió aún más profundamente. «¿Por qué escribe ya de noche? Porque sencillamente me ordena: no puede venir a vernos, y punto. Bien, princesa, que así sea; si es el fin, entonces fin». Prokop se levantó de un salto, encontró a oscuras un sobre en blanco e introdujo en él la carta sin abrir.

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