Después de cinco semanas ya caminaba con muletas; volvió a ir cada vez más frecuentemente al laboratorio y a trabajar como poseso hasta que sentía de nuevo dolor en la pierna, de modo que de camino a casa iba colgado, literalmente, del brazo del atento Holz. El señor Carson estaba exultante al ver a Prokop tan mesurado y trabajador, y a veces hacía alusión a dónde descansaba en paz la krakatita, aun cuando ése era un asunto del que Prokop no quería saber nada.
Una noche hubo en palacio una
soirée
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de gala; pues bien, para aquella velada Prokop preparó su
coup
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. La princesa estaba con un grupo de generales y diplomáticos cuando se abrió la puerta y entró (sin muletas) el prisionero rebelde, honrando por primera vez el ala perteneciente al príncipe con su visita.
Oncle
Charles y Carson corrieron a su encuentro; la princesa, por el contrario, tan sólo le echó una rápida mirada inquisitiva por encima de la cabeza del embajador chino. Prokop pensó que se acercaría a recibirlo; pero cuando vio que se paraba a hablar con dos señoritas algo mayores escotadas hasta el ombligo, se malhumoró y retrocedió hasta un rincón, poco dispuesto a inclinarse ante las extraordinarias personalidades a las que lo presentaba Carson con el título de «célebre erudito», «nuestro famoso invitado», etcétera. Por lo que parecía, el señor Carson se había hecho cargo allí del papel de Holz, porque no se apartaba de Prokop ni un paso. Cuanto más tiempo pasaba, Prokop se aburría con mayor desesperación; se abrió camino hasta un rincón y maldijo al mundo entero. La princesa estaba hablando entonces con unos gerifaltes, uno de ellos era incluso almirante y el otro un pez gordo extranjero; la princesa miró apresuradamente hacia el lado en el que se encontraba, ceñudo, Prokop, pero en aquel momento se acercó a ella un heredero de cierto trono desaparecido y se la llevó al extremo opuesto.
—Bueno, yo me voy a casa —gruñó Prokop, y decidió en lo más profundo de su oscura alma que en tres días haría una nueva tentativa de huida. En ese instante apareció frente a él la princesa y le dio la mano.
—Me alegra que ya se haya recuperado.
A Prokop le traicionó toda la buena educación que le había enseñado
oncle
Charles. Hizo un pesado movimiento de brazos (que pretendía ser una reverencia) y dijo con voz de oso:
—Pensé que ni siquiera me veía.
El señor Carson había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra. La princesa llevaba un enorme escote, lo que desconcertaba a Prokop; no sabía a dónde mirar, pero veía su firme carne atezada, con una capa de polvo cosmético, y sentía su penetrante aroma.
—He oído que ha vuelto a trabajar —dijo la princesa—. ¿Qué está haciendo ahora?
—Bueno, de todo un poco —se cortó Prokop—, en general nada importante. —¡Oye!, había llegado la ocasión de reparar su rudeza… o sea, aquel insulto de la mano. Pero ¿qué demonios se podía decir que fuera especialmente cordial?
—Si usted quisiera —murmuró—, podría hacer… un experimento… con su maquillaje.
—¿Qué experimento?
—Un explosivo. Lo tiene sobre su cuerpo… Quizás pudiera dispararse un cañón con él —La princesa se rió.
—¡No sabía que el maquillaje fuera un explosivo!
—Todo es un explosivo… cuando se sabe manipular correctamente. Usted misma…
—¿Qué?
—Nada. Una explosión latente. Es usted terriblemente explosiva.
—Si alguien me sabe manipular correctamente —se rió la princesa, volviendo a ponerse seria de repente—. Malvada, insensible, iracunda, codiciosa y orgullosa, ¿no es así?
—Una muchacha que está dispuesta a dejar que le arranquen la piel… para una ancianita… —La princesa se ruborizó.
—¿Quién se lo ha dicho?
—
Mon oncle
Charles —dejó escapar Prokop. La princesa se quedó rígida, alejándose de repente a una distancia de cien millas.
—Ah, el príncipe Rohn —lo corrigió con sequedad—. El príncipe Rohn habla demasiado. Me alegra que se encuentre usted
all right
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. —Una leve inclinación de cabeza y Wille atravesó flotando la sala al lado de un caballero de uniforme, dejando a Prokop enfurecido en su rincón.
Sin embargo, a la mañana siguiente el señor Paul trajo a Prokop algo como si fuera una reliquia, algo que, decía, había traído la doncella de la princesa. Era una cajita de polvo trigueño, de penetrante aroma.
A Prokop lo excitaba y lo inquietaba aquella intensa fragancia femenina cuando trabajaba inclinado sobre la cajita de maquillaje; se sentía como si la princesa estuviera en el laboratorio y se le asomara por encima del hombro.
En su ignorancia de solterón no había intuido antes que el maquillaje sólo era en realidad polvo de almidón; evidentemente lo había tomado por un colorante terroso. Bien, el almidón es una sustancia fabulosa, por ejemplo, para la fluidificación de explosivos demasiado potentes, porque es en esencia inerte e inactivo; aún peor si se tiene que convertir en un explosivo. Ahora sencillamente no sabía qué hacer con él; se aplastaba la frente con las manos, acosado por el penetrante aroma de la princesa, y no abandonaba el laboratorio ni siquiera de noche.
Aquellos que lo apreciaban dejaron de visitarlo, porque les ocultaba su trabajo e, impaciente, la tomaba con ellos sin parar de pensar en el maldito maquillaje. Por todos los diablos, ¿qué más podía probar? Después de cinco días empezaron a aclarársele las ideas: estudió febrilmente las nitroaminas aromáticas, tras lo cual se enfrascó en tediosos procesos de síntesis que no había hecho en su vida. Y después, una noche, allí estaba, ante él, intacto en cuanto a su aspecto y de penetrante aroma: un polvo marronáceo que olía como la piel de una mujer madura.
Se tendió en el catre, molido de cansancio. Soñó que veía un cartel con el rótulo «Powderita, el mejor maquillaje explosivo para la piel»; en el cartel estaba dibujada la princesa, que le sacaba la lengua. Quiso apartarse, pero del cartel salieron dos brazos morenos desnudos que, como una medusa, lo arrastraban hacia él. Entonces sacó del bolsillo un machete y los cortó como un salchichón. Después se horrorizó de haber cometido un asesinato y huyó por una calle en la que había vivido hace años. Había allí parado un coche traqueteante, y se metió dentro de un salto, gritando: «¡Arranque, rápido!». El coche se puso en marcha, y fue entonces cuando se dio cuenta de que al volante estaba sentada la princesa, con un casco de cuero en la cabeza que nunca le había visto puesto. En una curva del camino alguien se interpuso ante el coche, obviamente para que se detuviera; un grito inhumano, la rueda pasó por encima de algo blando dando un bote, y Prokop se despertó.
Palpó que tenía fiebre, de modo que se levantó y buscó por el laboratorio algo con efectos curativos. No encontró nada más que alcohol puro; pegó un buen lingotazo, se quemó la boca y la garganta y fue de nuevo a tumbarse con la cabeza dándole vueltas. Soñó un poco más con fórmulas, flores, Anči y el confuso viaje en tren; después todo se desvaneció en un profundo letargo.
Por la mañana consiguió permiso para iniciar en el campo de pruebas una explosión experimental, lo cual provocó a Carson una alegría descontrolada. Prokop pidió que participara cierto técnico de laboratorio y él mismo supervisó que el pasillo de experimentación estuviera excavado en piedra arenisca y lo más lejos posible de palacio, en una parte del campo de pruebas en la que ni siquiera había tendido eléctrico, así que fue necesario poner una mecha corriente. Cuando estuvo todo preparado, mandó decir a la princesa que a las cuatro saltaría por los aires su cajita de maquillaje. Después encomendó personalmente a Carson que desalojara los edificios cercanos e impidiera el acceso en un radio de un kilómetro; además pidió que, por esta vez y bajo palabra de honor, se le librara de Holz. Aunque el señor Carson opinaba que era mucho ruido para pocas nueces, accedió a todo lo que le pidió Prokop.
Poco antes de las cuatro, Prokop llevó la cajita de maquillaje a la galería de pruebas con sus propias manos, olisqueó por última vez el aroma de la princesa con cierta avidez y enterró la caja en el hoyo. Luego colocó debajo de ella una cápsula de mercurio y ató un cordón Bickford medido para cinco minutos; tras esto se arrellanó al lado y esperó con un reloj en la mano hasta que faltaran cinco minutos para las cuatro.
Ahahá, ahora le demostraría, ahora le demostraría a esa señoritinga arrogante de lo que era capaz. Bueno, sería una explosión como dios manda, diferente a esos petardos experimentales de Bíla Hora, donde encima se tenía que esconder del guarda. Sería un estallido festivo y libre, una columna de fuego hasta el cielo, una hermosa fuerza, un gran trueno; se abriría el firmamento con la fuerza del fuego, y la chispa avivada por la mano del hombre…
Las cuatro menos cinco. Prokop prendió rápidamente la mecha y salió pitando de allí con el reloj en la mano, cojeando levemente. «Menos tres minutos; maldición, más rápido». Dos minutos. Y entonces, a su derecha, avistó a la princesa, que se dirigía hacia la galería de pruebas acompañada del señor Carson. Se quedó petrificado por el terror durante un instante y pegó un grito de aviso: el señor Carson se detuvo, pero la princesa, sin volverse siquiera, continuó avanzando. Carson trotó tras ella, obviamente intentando convencerla de que volviera. Sobreponiéndose a un súbito dolor en la pierna, Prokop corrió hacia ellos.
—¡Al suelo! —rugió—. ¡Por todos los diablos, al suelo! —Su rostro era tan aterrador y furibundo que el señor Carson palideció, pegó dos grandes saltos y se metió en una profunda zanja. La princesa seguía caminando; ya no estaba más que a doscientos pasos de la galería. Prokop estrelló el reloj contra el suelo y corrió a toda prisa tras ella—. ¡Al suelo! —chilló, agarrándola por el brazo. La princesa se giró de golpe y lo observó de arriba abajo con una mirada atónita: cómo se atrevía. Y entonces Prokop la derribó al suelo con ambos puños y cayó sobre ella con todo su peso.
Aquel cuerpo delgado, firme, comenzó a revolverse bajo él. «Serpiente», susurró Prokop, y jadeando inmovilizó a la princesa contra el suelo con toda la fuerza de su pecho. El cuerpo se arqueó bajo él y se escurrió hacia un lado; sin embargo, sorprendentemente, de la boca cerrada de la princesa no salió ni un sonido, tan sólo su respiración, entrecortada, rápida, por la encendida lucha. Prokop introdujo su rodilla entre las de ella para que no se le escabullera y le tapó los oídos con las manos cuando le relampagueó en la cabeza que con la explosión podrían reventarle los tímpanos. Unas afiladas uñas se le clavaron en la nuca, y sintió en la cara el furioso mordisco de cuatro colmillos, como de una comadreja. «Bestia», resopló Prokop, e intentó quitarse de encima al animal que le había hincado el diente. Sin embargo, ella, como adherida, no lo permitió, y de su garganta salió un grito ahogado; su cuerpo ondeaba y se revolvía como crispado. Aquel conocido aroma penetrante embriagó a Prokop; su corazón comenzó a latir desbocado, y en aquel momento quiso huir de un salto, sin pensar ya en la explosión, que debía de tener lugar en los siguientes segundos. Pero en aquel instante sintió que las rodillas forcejeantes estrechaban y ceñían una de sus piernas, dos brazos abrazaron convulsos su cabeza y su cuello, y en su rostro sintió el húmedo, ardiente, tembloroso roce de unos labios y una lengua. Gimió por el miedo y buscó con su boca los labios de la princesa. Entonces sonó el estruendo de una horrible explosión, una columna de arcilla y piedras salió disparada del interior de la tierra. Algo golpeó bruscamente a Prokop en la nuca, pero ni si quiera se dio cuenta, porque en ese instante se había hundido en la abrasadora humedad de aquella boca sin respiración y besaba aquellos labios, lengua, dientes, aquella boca abierta y gimiente. Aquel cuerpo flexible de repente flaqueó bajo su peso y se estremeció en largas oleadas. Vio, o quizás sólo se lo pareció, que el señor Carson se levantó y echó un vistazo, pero se tiró atropelladamente al suelo de nuevo. Aquellos dedos temblorosos hacían cosquillas a Prokop en el cuello con insoportable y salvaje placer; la boca enronquecida cubría su cara y sus ojos con besos diminutos, vibrantes, mientras Prokop se embebía con avidez del palpitante ardor de aquel fragante cuello. «Cariño, cariño», cosquilleaba y ardía en sus oídos el fogoso, húmedo susurro; unos delicados dedos se hundían en su cabello, el cuerpo exangüe se tensó y se adhirió a él en toda su extensión durante largo rato, y Prokop selló el manantial de aquella boca con un beso gimiente y sin fin.
«¡Sssh!». Tras ser apartado con el codo, Prokop se levantó de un salto y se frotó la frente como borracho. La princesa se sentó y se arregló el pelo.
—Deme la mano —ordenó con brusquedad. Miró a su alrededor apresuradamente y arrimó rápido a su ardorosa mejilla la mano brindada; de pronto la apartó de ella, se levantó, se quedó rígida y con los ojos como platos miró al vacío. Prokop llegó a angustiarse, quería abalanzarse sobre ella: la princesa sacudía los brazos con nerviosismo, como si arrojara algo; se mordía los labios con fuerza. Sólo entonces se acordó de Carson; lo encontró algo más allá, tumbado de espaldas (pero ya fuera de la zanja) y guiñando alegremente los ojos mientras miraba el cielo azul.
—¿Ya ha terminado? —dijo aún tumbado, y se giró mientras daba vueltas a los pulgares sobre el estómago, como en un molinillo—. Es que me dan un miedo terrible estas cosas. ¿Puedo levantarme ya? —Se levantó de un salto y se sacudió como un perro—. Una explosión fabulosa —dijo entusiasmado, y, como si tal cosa, guiñó un ojo a la princesa. La princesa se dio la vuelta; tenía una palidez aceitunada, pero estaba muy entera y controlada.
—¿Eso ha sido todo? —preguntó la princesa con indiferencia.
—¡Señor todopoderoso —empezó la cháchara el señor Carson—, como si no fuera suficiente! ¡Por Dios, una única caja de maquillaje! Caballero, es usted un hechicero que ha pactado con el diablo, el señor de los infiernos o quien sea. ¿Cómo? Sí, sí. El rey de la materia. Princesa, aquí tiene al rey —dejó caer en una evidente indirecta, y continuó acelerado—: Un genio, ¿verdad? Una persona única. Nosotros somos una verdadera nulidad, por mi honor. ¿Qué nombre le ha puesto?
El embriagado Prokop recuperó el juicio.
—Que lo bautice la princesa —dijo, feliz de haberse atrevido hasta tal punto—. Es… suyo.
La princesa se estremeció.