Yo me quedé sin turno.
Cuando tenía como dos horas de correr poco a poco con la fila, me salí un momento para descansar la pierna y después ya me fue imposible tomar el mismo campo que me quedaba como a diez lugares de la entrada, y como insistiera, un nica me amenazó con romperme la nariz.
De modo que me senté en una piedra a ver entrar la gente curiosa y verles salir con una sonrisa de malicia entre los labios.
Esa noche no podía dormir y me fui a sentar bajo de un almendro que estaba frente a mi casita.
Era una noche con estrellas tantas como peces sobre el mar.
Al rato vi cómo la mujer, Juanita, salía del cuarto donde estaba hospedada y se sentaba sobre una piedra. Parecía meditabunda y miraba de tanto en tanto a su alrededor como buscando algo. Allá dentro del perímetro de seguridad donde vivían los reos en observación, el ronda pasaba con su rifle al hombro y nos lanzaba miradas llenas de curiosidad.
Ella misma se acercó a donde yo estaba.
Ya no tenía miedo, me dijo dándome las buenas noches.
Yo era el único que estaba ahí, pues todos se habían ido para sus casas o pabellones y me explicó que teniendo mucho calor en el cuarto había salido a buscar un poco de aire fresco, pues también padecía asma.
Cuando la mujer se acercó mí sentí de repente como cuando tenía trece años. Su voz sonó extrañamente dulce, como que era la primera mujer que en los mil años pasados dentro del penal se acercaba para hablar conmigo, solamente conmigo. Viendo a esa mujer así, en la noche, tan cerca de mí, ni siquiera me pareció fea: es hasta un poco bonita, me dije.
—Buenas noches, señora.
—Juanita, me llamo Juanita.
—Y yo Jacinto…
Y desde ese momento se sentó a la par mía y aunque usted no lo crea, en el mismo banco donde yo estaba; y aunque usted lo crea menos, me tomó una de las manos y aunque usted sea incapaz de creerlo, Juanita, ella, la mujer, me dijo que le gustaría mucho hablar conmigo porque no tenía sueño. Sí, aunque a usted le parezca mentira y no lo crea, ella me dijo así en estas mismas palabras con que se lo estoy contando.
Mirándola atentamente casi adivinaba su cuerpo de mujer y toda mi sangre hervía. Hasta tenía anhelos, muchos, de ponerle estos dos dedos sobre una de sus pantorrillas, pero no lo hice. ¿Sabe por qué no lo hice? Porque me dio un poco de miedo que me diera una bofetada. Olía a mujer y el olor a mujer es un olor que casi había olvidado por muchos y muchos años.
—Padezco de asma y el estar ahí adentro encerrada me hace mal… Me encuentro cansada, muy cansada.
Le respondí que «¡sí, que sí!» Pero no le dije nada más.
Ardía en deseos de decirle que deseaba estar con ella y me permitiera acompañarla al cuarto, pero las palabras se me atoraban en la garganta. ¿Cómo decirle que se fuera conmigo para la cama? Jamás le había pagado a una mujer. Solamente una mujer se había dormido entre mis brazos en toda mi vida y fue María Reina.
Sobre este punto de Juanita yo tenía pensado lo que iba a hacer cuando caminaba lentamente en la fila de espera: le daría los tres colones de mi caja alcancía y luego abriéndome la bragueta sin decirle más nada sería mía. Los que iban saliendo contaban que ella estaba desnuda tirada sobre la cama y sin un trapo encima.
Pero ahora esta mujer tan cerca de mí estaba vestida y no encontraba palabras como para invitarla a ir al cuarto. Al final de largos minutos en que no pronunciamos palabras le pregunté:
—¿Tiene hambre, Juanita?
—Sí, un poco.
Entonces me fui para el cuarto, saqué de una lata el pedazo de pollo que me costó seis reales y dándoselo de dije:
—Aquí tiene; que pase buenas noches, señora.
Ella tomó mi obsequio entre sus manos y no me respondió nada sino que lo empezó a morder. Yo di la vuelta y regresé a mi casa en donde pasé largas horas pensando las palabras de la mujer.
Al día siguiente les conté a los compañeros que hablé a solas con Juanita y que me saludó y hasta había comido conmigo, pero ellos se rieron y me dijeron que yo era un gran mentiroso.
Pero todo lo que he dicho es cierto. Que se muera usted si no es verdad todo lo que he contado.
La semana entrante, cuando el día sábado se asomó por entre las rendijas de mi cuarto, fue un esperar igual.
El director nos dijo que ahora sí era verdad que vendrían como cincuenta mujeres y todo iba a ser mejor.
Cuando Juanita regresó a Puntarenas y sus compañeras escucharon de sus labios cómo eran los reos y al verla con tanto dinero y regalos, se les abrieron los ojos y comprendieron que hasta sería un buen negocio venir a la isla.
En el momento del desembarco de la lancha y ver tantas mujeres, nuestros ojos no daban suficiente crédito a lo que miraban. Eran muchas, muchas, como más de cuarenta.
Lucían vestidos bonitos y muy perfumados; otras aún mostraban la huella de una mala noche de farra y hasta estaban olorosas a aguardiente.
Unas eran sumamente jóvenes, entre los quince y veinte años. En el primer momento se mostraron ariscas, con un tantillo de miedo. Y creo que en verdad todas eran muy bonitas, sí, muy bonitas.
Juanita fue la única que se quedó ahí sin encontrar pareja ya que nadie le hizo caso. Era una mujer muy fea y ese día venía más horrible que nunca puesto que según decía, pasó los últimos tres días con un ataque de asma. Ella misma demostraba gran enojo para con sus compañeras que les había hablado de esta mina y ahora la dejaban sin oportunidad para…
Bueno, y con tanta mujer que venía, ¿quién se iba a fijar en Juanita?
Pero la invité a irse conmigo y así pasó en mi casa todo el día sábado y el domingo, regresando a Puntarenas el lunes por la mañana.
Me contó parte de su vida: que cuando tenía trece años un compañero de escuela la violó y luego se convirtió en la mujer de todos los compañeros hasta que al final se le fue haciendo vicio.
Ella sabía leer y escribir; ya tenía un punto de superioridad sobre mí y por eso la empecé a mirar con más respeto.
No era vieja porque si acaso tenía unos 36 años, pero el vicio del alcohol y de los hombres la tenían ya en la cuesta de la vida en un oficio que en la juventud si acaso dura tres o cuatro años. Cada hombre que pasó por su vida la fue haciendo un poquito así como estaba. Tres veces intentó honrarse con un hombre. Uno de ellos se la llevó a un rancho para hacer vida de hogar con él a pesar de que no lo quería, pero el vicio la volvió a jalar del cabello para sumirla de nuevo en la cloaca de la prostitución: los bailes, la prángana, las farras, tenían para ella en tanto que fue joven, un encanto especial. La vida de alcantarilla le brindó de todo hasta una que otra vez la famosa enfermedad venérea.
Contaba que cuando joven era muy bonita, algo que yo, mirándola bien, dudaba que fuera la verdad.
En los próximos meses la visita de las mujeres se fue reglamentando. Y desde entonces también fue permitido que ingresaran a vernos nuestros padres, familiares o amigos.
Y
San Lucas dejó de serla isla de los hombres solos.
Juanita ya tomó como costumbre el hacer una visita cada semana. Allá en el puerto era la mujer de todos, pero aquí pronto se empezó a distinguir por su devoción para con mi persona. Me lavaba la ropa y ella misma la planchaba trayéndola los días de visita muy bien presentada en una bolsa de papel.
Estaba muy contenta.
Yo estaba también contento.
Un día dijo:
—¡Si yo pudiera tener un hijo!
—¿Qué si lo pudieras tener?
—Entonces dejaría esta vida: me gustaría tener algo que me quisiera mucho y para quien yo fuera todo en la vida.
No le respondí nada ya que entendía que después de tantas enfermedades que pasó, a la pobre se le había convertido el vientre en un saco estéril.
Pero para mí pronto fue más que una mujer: como una hermana, una amiga, una madre.
Cada sábado de visita hasta traía algunas cosas que sabía me gustaban mucho, como el arroz con leche aderezado con cascaritas de naranjo; y papas tostadas que siempre fueron mi locura, y cuando tenía algunos ahorros lograba permiso con el señor director y ella estaba conmigo hasta quince días.
Cuando regresaba al puerto tenía la cara con un tanto más de alegría, pero al regresar el otro sábado, traía sombras de muchos hombres que se le reflejaban en sus ojos y un temblor en las manos. No me gustaba verla con los vestidos manchados, sus manos de temblor, la boca maloliente a cerveza agria y con la frente llena de malas ideas. Le tenía en gran lástima pero poco a poco le fui tomando cariño hasta que un día le pregunté:
—¿Te casarías con un hombre si te gustara?
—Me casaría con cualquier hombre capaz de perdonarme el pasado, aunque no me guste, porque estoy harta de esta vida.
—Pues… si algún día necesito casarme, me casaría contigo.
Ella me miró con los ojos llenos de risa y una amargura en sus labios pensando que era mentira. Pero lo cierto es que ella y yo éramos dos terminados por la vida y bien podía ser que…
De eso no se debe hablar.
Es así como me lo han dicho. La gente de la ciudad sabe más de estas cosas que yo. Pero mi contar es que nace y es que muere aquí dentro donde yo tengo el corazón.
Hablar de aquí tiene que ser lo mismo que conversar sobre mi pueblo.
Para que usted conozca mi pueblo me ha sido necesario contarle sobre la historia de las cosas y de su gente.
La calle de las solteronas bonitas y encerradas como begonias.
El río murmurante y lejano.
Allá echadas abajo por mil socolas, la sabana entera y grande como una mano que se extiende, palmas arriba, hasta tocar a Dios.
El nido de las garzas y el asomar de los lagartos entre los bejucales del río. Y en cada esquina de mi pueblo algo como del eco de una marimba que canta o como el silbar de todos los pájaros que gritan con el asomar de la mañana.
Mi pueblo es lindo; para que usted se entere le he ido contando las cosas poco a poco, una a una.
En cambio este es un lugar hecho con el sobro de la vida.
Y para que se conozca he contado la historia de Venancio y la República de San Lucas; la del negro Carey; los caminos enteros de esta isla con toda su infinita miseria.
¡Con toda su infinita miseria!
Y he creído la vida de Cristino, con sus palabras. La vida de Juanita y sus palabras dicen más que cien páginas escritas ya que en su oportunidad esas palabras tenían sed de justicia y venían adobadas con el amargo entero que la tristeza puede dar.
Así pienso que la historia de cada vida es la misma historia del presidio en los largos años de angustia que hemos pasado en él.
Es necesario que le hable a usted de Estrugildo.
Sería necesario que le hable a usted de muchos hombres más. Pero deseo que la clase de persona que era Estrugildo Mora no la confunda con ninguna otra clase de recluso.
Era un criminal en el sentido más amargo de la palabra. Un hombre tonto. O mejor decir: era un hombre loco, ya que solamente los locos pueden hacer lo que a él tanto le gustaba.
Su locura, creía yo, era «gustar hacer el mal» y sin duda una de esa clase de hombres a los que la sociedad tiene mucho que cuidar y no dejarles salir nunca de la cárcel.
Caminaba siempre con los ojos pegados hasta el suelo y gustaba de mordisquear hojas secas y pequeñas que dejaban caer los árboles, lo que hacía por no tener tabaco. Cuando hablaba, lo hacía durante varios minutos, a veces una hora, sin parar ni dar la oportunidad a preguntas, y era un blablabla que aburría hasta a un santo que lo escuchara. Hablaba como si estuviera expresando el último deseo de la vida y cuando a veces lo dejábamos solo, seguía lo mismo habla que habla. Su vicio era hacer pedacitos al silencio no importa el lugar donde lo encontrara.
Siempre tenía las manos sucias, la ropa llena de tierra, las uñas de los pies y de las manos largas y negras con filo como las de un tigre. En el trabajo era muy bueno y cuando llegaba con la cuadrilla al lugar donde ese día era necesario volar machete, se inclinaba sobre la labor hasta el momento en que el cabo de vara antes o el capataz ahora, anunciara —antes con un grito y ahora con un pitazo— que el día de trabajo ha tocado a su final. De tiempo en tiempo se convertía en muy insolente con los compañeros, por lo que era necesario pasarlo a otra cuadrilla hasta que terminara con un saco al hombro y recogiendo hojas secas en el verano, y estiércol de vaca y de bueyes en los inviernos, por todo el ancho de los potreros.
En veinte años de presidio Estrugildo no recibió jamás una visita, ni una carta, como tampoco llegó a enterarse del destino de su familia. Fue uno más, como todos nosotros. Y hasta que se empezó a pagar un colón por día de trabajo, es que él tuvo la oportunidad de ver una moneda entre sus manos.
Se puede decir con mucho de cierto que Estrugildo, como tantos de nosotros, pasó catorce años sin tocar una moneda de 25 céntimos en sus manos.
Vestía una camisa que por delante estaba muy sucia y detrás totalmente rota. Su pantalón se le caía de remiendos hasta el día en que nos dieron uniforme azul, como ya lo he contado.
Y también, como me pasó a mí, conoció el tiempo en que por toda ropa tenía un saco de gangoche arrollado al cuerpo.
Sus ojos tenían el color de la tierra, como de un amarillo polvo en los veranos y negro barril en los inviernos. Este cambio de color en los ojos de Estrugildo nos llamaba siempre la atención. En la misma forma como las culebras cambian el cuero, así se iban cambiando los ojos de Estrugildo.
Cuando pelarse de coco dejó de ser una ley en el penal, los cabellos le empezaron a crecer hasta tener una maraña de espinas sobre el cráneo.
No miento cuando digo que de verdad daba un poco de espanto verle.
Tenía una costumbre que nos hacía meditar a todos: si trabajando le picaba un alacrán, una hormiga, una chía o le orinaba una araña pica caballo, tomaba el animalillo vivo y le colocaba cuidadosamente sobre un tronco donde se dedicaba a la paciente tarea de desmenuzarlo hasta dejarle convertido en la partícula más increíblemente pequeña que se podía… Luego levantaba sus ojos y nos miraba con grandes muestras de alegría como si al descuartizar ese animal estuviera pensando especialmente en algún ser humano al que odiara.
Una vez le pinchó una de esas víboras que había causado mi tragedia, pero Estrugildo sin tomarla muy en cuenta la partió en dos, le bebió la hiel, luego se untó un poco de saliva en la herida que le dejaron los colmillos y después la hizo trizas como lo hacía con los insectos que le picaban.