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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (24 page)

Y el látigo con su punta de acero de nuevo fue grano cuya seña decía del mal que caía sobre nosotros. El uso de la verga de toro por cualquier causa —insignificante que fuera— se hizo tradicional: por conversar en filas, atrasarse en el trabajo.

Y es cosa curiosa: en los primeros días el nuevo coronel fue bueno con nosotros hasta que llegó la primera fuga de su tiempo y le sacó de sus casillas.

Y aquí tengo que llamar la atención sobre el hecho de que en los primeros tiempos todo comandante nuevo es buena persona, hasta que se va haciendo poco a poco al ambiente negativo que lo termina corrompiendo totalmente hasta hacer un verdugo más. El señor Campos Lopez fue una excepción. El presidio hace verdugos y delincuentes. No perdona.

Pepita era un reo que ingresó sumamente joven al penal. Tenía 18 años el día de su ingreso. Le dio muerte a su esposa cuando ella contaba con nueve meses de embarazo. La sorprendió con otro hombre, que es el tema tradicional de los que matan por amor. Muchas veces, hablando con Pepita, le decía lo bueno que hubiera sido para él que la escuela le hubiera enseñado lo que es una cárcel. Si tal cosa aprende se habría evitado el tremendo tiempo de castigo que le esperaba.

Decía que él mató porque era un hombre muy hombre del que nadie se burlaba.

Pero aquí de él se burlaba todo el mundo.

Había matado porque no permitía burlas.

Y aquí la burla era sal en nuestra vida. Y en fin que hablaba con la eterna sabiduría de los matones cuando llegan. Son muy hombres libres y creen no tener miedo a la cárcel porque «ella se hizo para los hombres». Pero una vez dentro de la reja se hace con nosotros lo que se tenga en gana. El hombre que allá afuera no permite una mala mirada sin que de momento levante un pleito…, aquí, si escupe en un lugar no autorizado o sea en una escudilla de serrín, se le pueden imponer varios castigos y entre los más cómodos está un latigazo o que se le obligue a limpiar la saliva con su propia lengua sobre el suelo.

—Los huevos quedan en el muelle —dicen los guardianes cuando se nos anota en el registro de entradas en una forma bastante infame, inculta, pero cruelmente cierta y devastadora: el hombre ya no existe en un presidio.

Una vez aquí adentro, en una fila, todos, como un perro o peores que un perro.

Después de las fugas se tomaron alguna que otra medida de seguridad.

Pronto el penal se volvió a llenar pues había una ley que manda que la pena mayor de un año debía ser descontada en el presidio de San Lucas.

Allá en una tarde que se pierde en el tiempo, de una vez, en grupos de veinte hombres se nos conducía a una playa muy hermosa que tiene el presidio y era con la finalidad de saber el teniente si el reo sabía nadar o no.

Y nuestro buen compañero Pepita cada vez que se iniciaba una de esas visitas al mar sufría lo indecible. Era el hombre más sucio de nuestro salón. Su miedo al agua se le fue convirtiendo en una obsesión tal que cuando los oficiales estaban de buen humor y lo llevaban al muelle para tirarle de cabeza al mar, solamente por divertirse con sus gritos de espanto sacándolo tan pronto se pensaba que se iba a ahogar, era entonces cuando Pepita seguía todo el día lleno de temblores.

Y si él se resolvía a bañarse por sí mismo, lo hacía con un pequeño huacal, lo que nos provocaba mucha risa ver a este hombre que no permitía que una ola se le acercara más arriba del tobillo sin salir corriendo. Era cómico verle echándose huacalitos de agua salada sobre la cabeza «como se hace con un río que tenga tiburones».

Como de él se sabía que era un hombre al que las olas le inspiraban pavor y además no sabía nadar, se le permitía dar vueltas sobre la costa en busca de los residuos que lanzaba la marea como tablas y otros objetos que caían desde las lanchas que se dedicaban al cabotaje en el Golfo de Nicoya.

La costa que rodea nuestra isla está siempre vigilada por guardianes que se separan en garitas situadas a medio kilómetro las unas de las otras.

Pepita llegó un día como a las diez de la mañana a dejar el almuerzo a uno de los soldados que vigilaba en el destino Tumba Bote. Es el mismo lugar desde donde se divisa la libertad allá en la distancia. Una vez que Pepita le dejó el almuerzo al soldado de la garita, se apareció de pronto el comandante Leoncio en un caballo blanco. Rondaba junto con el capitán, el teniente y unos amigos de visita en el presidio.

Pepita, que siempre era muy dado a los ademanes serviles, acudió en ayuda del comandante para que desmontara del caballo y a éste le dio por hacer chanza del pobre reo.

—¿Cuánto tiempo hace de no bañarte?

—Bueno…, como tres días.

—¡Qué va, qué va, mentira tuya!

—Se lo juro por esta cruz en la que murió Dios —musitó Pepita haciendo la señal de la cruz. Y al momento recogió la alforja del almuerzo e hizo el intento de tomar el camino que le llevaba al penal. Pero la cuadrilla de bromistas, instigados por el comandante, le tomaron por el cuello y pese a sus ruegos, súplicas, pataleos y clamar a todos los santos, lo lanzaron al agua pero con tal suerte que la corriente iba arrastrando un gran palo y Pepita se afianzó a él. La corriente lo llevó como a diez metros de la orilla y Pepita no dejaba de dar desaforados gritos pidiendo que lo salvaran por el amor de Dios en tanto que se agarraba fuertemente a su palo salvador. El comandante y sus amigos se morían de la risa.

—Se lo está llevando la corriente —anotó el teniente.

—¡Caray, es cierto! —reconoció el comandante.

—¡Tírate y lo sacas, él no sabe nadar! —ordenó el capitán a uno de sus compañeros que sabía mucho de agua.

Precisamente ese era el lugar donde se lanzaban al mar los desperdicios de los chanchos y era fama que todo estaba lleno de tiburones. El ánimo de los presentes comenzaba a inquietarse ante los gritos desesperados de Pepita. De un momento a otro y como a tres metros de donde chapatea el infeliz reo, la aleta de tiburón se asomó aunque uno de los espectadores aseguraba que no era tiburón sino un delfín. Pero Pepita también la vio y lanzó un desesperante quejido que conmovió a todos.

El comandante le gritaba que tuviera ánimo, que nada le iba a pasar y al mismo tiempo sacó el revólver y disparaba sobre unas formas negras que rondaban el palo donde iba el reo, y como el palo se alejaba cada instante más y más, entonces solicitó un rifle y con una puntería certera daba cerca de los lugares donde sobresalían esas aletas.

El mar siguió arrastrando al recluso. Ya estaba a trescientos metros. Ese fue el momento de asombro para todos ya que Pepita hizo el gesto más increíble: a pesar del peligro en que estaba soltó el palo y pareció como que flotaba un instante.

—¿Qué hace? —gritó un soldado.

Pues sencillamente que como si llevara un motor amarrado en la espalda, Pepita, el hombre que se bañaba con huacal por no saber nadar y del que se burlaba todo el mundo, estaba braceando contra la corriente. Pero no buscaba esta orilla sino la otra. Había iniciado su natación cuando calculó que los tiros del rifle ya no le podían alcanzar. El comandante, furioso, le disparó más de ochenta tiros, pero Pepita siguió alejándose hasta llegar a la otra orilla donde poniénso de de pie se quitó la camisa y le hacía señas de burla al comandante que en esos momentos se ahogaba de cólera.

Es verdad que nunca más se volvió a saber de él a pesar de las patrullas con perros que peinaron la montaña.

Un año después, cuando descubrieron a un hombre bañándose con un huacal en la playa, el comandante lo mandó a azotar quizá por una rara coincidencia de ideas.

Es que no entiendo por qué usted me dice que yo cuento las cosas con un dejo de rencor en mis palabras.

Recuerdo que cuando le contaba a usted de los días lindos de San Lucas que es cuando vienen los vientos y las hojas se vuelven doradas, entonces le pareció que yo estaba enamorado de esta isla de los infiernos.

En el mundo de los reos todo era así y así…

Y no he cambiado nada porque no hay necesidad de hacerlo. Cuento las cosas como han pasado, con todo el amargo del tiempo que me ha tocado vivir.

El tiempo en que Dios miraba para otro lado.

El tiempo en que todo fue bueno y la vida dentro del penal se fue haciendo así y así…

Claro que algo cambió.

Cambió la ley. Cambiaron los hombres en Costa Rica.

Creo que por el año 1941 vino otra reforma de las leyes y así nos quitaron muchas de las cosas horribles que habían inventado en las penas de 1924.

Nos enteramos que la pena indeterminada que era la ley de antes del 41, ahora se podía descontar con treinta años. Eso con buen comportamiento, que no hubiere intentado fuga ni hecho maldad alguna.

Mi expediente tenía varios castigos y un intento de fuga por lo que a mí no me favoreció esa forma en gran cosa. Pero las penas que no eran determinadas al estilo de «para siempre jamás» y que antes eran favorecidas con un día de libertad por cada día de trabajo en modo tal que diez años se hacían con cinco, fueron suprimidas. Era el sistema que se llamaba el ciento y que significaba bendición para los hombres no sentenciados a toda una vida.

Ese sistema de penas fue gran alivio para el recluso hasta que un crimen terrible vino a terminar con la garantía que se brindaba al reo. Ese delito fue lo que provocó esa reforma de 1941 entre otras cosas.

Fue un asunto del que los periódicos hablaron bastante y se trataba del triple asesinato llevado a cabo por un ex presidiario llamado Ciriaco.

Ciriaco era vecino de un pueblo herediano. Allá, hace muchos años, por una disputa, mató a un agente de policía y fue sentenciado a cinco años de presidio y que gracias a la ley del Ciento, descontó en dos años y medio. No había pasado el tiempo de los otros dos años y medio cuando un nuevo crimen conmovió a toda la opinión pública ya que entre sus víctimas estaban dos de los más eminentes médicos de la capital.

La gente decía que a Ciriaco se le habían dado muchos miles de colones por matar a los doctores, pero es la verdad que yo conocí muy bien a Ciriaco y era un hombre incapaz de guardar un secreto.

De haber sido comprado por un mil colones lo hubiese pregonado por toda la patria.

El móvil del acto fue una operación efectuada por la que le quedó un brazo más corto que el otro. Los médicos estaban haciendo investigaciones sobre el injerto de los huesos y convencieron a ese campesino sobre esa idea entonces revolucionaria dentro de la ciencia. Cuando la operación salió mal, el alma del pobre hombre se llenó de odio al verse mutilado y con un brazo más pequeño que el otro. Decía Ciriaco que el doctor había hecho un experimento inhumano en su persona y que por ello le mató.

Pero después…

Bueno que la sociedad jamás se vengó tan cruelmente con un pobre delincuente como lo hizo con Ciriaco.

Antes de trasladar al reo a San Lucas, una lancha abordó al penal con sacos de cemento y varillas de hierro. Y así se hizo una celda de hierro cubierta de cemento que medía dos metros de fondo por dos de alto. Tenía una doble puerta de acero y dentro de ella iba a pasar el pobre diablo el resto de su vida, casi treinta años.

Una vez ahí adentro, Ciriaco, como no tenía más que hacer, se dedicaba a estar sentado o acostado y en esa forma pasado el tiempo perdió la habilidad para caminar o estar parado.

Ciriaco era un hombre pequeño, gordo, de barba cerrada y ojos mongólicos. Tenía la costumbre de reír a carcajada batiente por cualquier cosa sacando la lengua al mismo tiempo. Para él se tuvo en los tiempo modernos del presidio el máximo medio de tortura, como si los costarricenses todos hubieran olvidado que la piedades parte también del corazón humano. Nunca se le permitió hablar con nadie, ni siquiera con el celador que le vigilaba día y noche. Jamás en la mitad de los años pasados en el presidio recibió una visita.

Con el tiempo se le permitió sacar la cabeza por una ventana y entonces él aprovechaba la situación para echar discursos insistiendo una y otra vez que «él no era un monstruo: monstruos eran los que le tenían en esa condición». Las visitas, conmovidas por ese hombre al que se le trataba como un tigre, le daban algo de dinero.

Luego empezó a correr una idea por todo Costa Rica: que era permitido ver a Ciriaco. Y desde todos los rincones del país se organizaban visitas colectivas para ver al hombre que tenían como una fiera en un penal terrible.

Y yo todavía no atino a pensar quiénes tenían más corazón de fiera: si el pobre hombre aniquilado por su venganza, sentenciado a toda una vida de presidio y encerrado como un tigre en cuatro metros cuadrados, o ese cúmulo de personas con sentimientos de fieras humanas que venían desde muy lejos para gozar con el dolor de un solo hombre viéndole reducido a su calidad de coyote humillado.

Es de verdad penoso pensar que el pueblo desfiló por años para gozar del espectáculo que brindaba este campesino semianalfabeto encerrado entre las rejas.

El pobre hombre se pasaba desnudo casi siempre. Hasta que perdió la facilidad para caminar, estaba horas y horas parado con los ojos puestos en la reja mirando para el mar allá en la distancia.

Él, de tanto en tanto, tenía salidas sumamente oportunas y solía decir que los periódicos lo convirtieron en «el héroe de la desgracia, puesto que jamás reo alguno fue tratado así».

La pena que se le impuso a este campesino que mató por vengarse de los doctores que le dejaron un brazo convertido en un guiñapo, fue de cinco indeterminadas. O sea que naciendo cinco veces esas cinco tenía que pasar toda la vida dentro del penal.

Pero de un momento a otro, cuando había pasado casi doce años en esas condiciones, hubo una revolución en Costa Rica.

He dicho que en 1941, inspirados precisamente en el crimen de Ciriaco vino la reforma de la ley citada que favorecía en una parte al reo. Se quitó el descuento de la mitad de una pena y en ese mismo día se murió para muchos de nosotros la última esperanza que teníamos de una pronta libertad. Los penalistas consideraron que dar el descuento de un día de libertad por uno de trabajo era una alcahuetería.

Pero tiempos de mejor ayuda para el reo llegaron también con el Código Penal de 1941 y aunque estaba una luz de por medio para que nadie estuviera en la cárcel «toda una vida», nosotros, los de «para siempre» todavía teníamos que esperar mucho tiempo porque nuestras sentencias quedaban fijadas en 45 años. Pero una sentencia de 45 años, día con día y una pena perpetua es la misma cosa, de modo que en la práctica a nosotros en nada nos favoreció.

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