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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (25 page)

Pero es cierto que desde entonces ya a ningún hombre se le volvió a imponer pena para toda una vida.

Cuando después de la segunda guerra mundial llegó a nuestros oídos que la prisión en la que se habían inspirado los hombres para fundar el infierno de esta isla iba a desaparecer por el clamor de millones de seres en todo el mundo, nosotros nos alegramos mucho por tener la seguridad de que una vez desaparecida la Isla del Diablo, tenía también que dejar de tener razón esta Isla de San Lucas.

Pero aunque la Isla del Diablo dejó de ser presidio, nosotros tendríamos que esperar muchos años más.

La cadena había desaparecido, no así las esposas en nuestras manos.

Los calabozos siguieron siendo terribles. El látigo se suprimió pero ahora se nos castigaba con cintas de acero llamadas «cinchas». Y la celda de Ciriaco seguía ahí como un testigo mudo y cierto de lo que los hombres todavía podían hacer por el reo.

Vino la Revolución de 1948.

El mismo don José Figueres visitó la cárcel y prohibió en definitiva el mal trato para los reos. Desgraciadamente él no fue sino un Presidente provisional en una Junta de Gobierno y después regresarían de nuevo los malos tratos.

La Revolución trajo también para nosotros una mejor alimentación y aunque fue algo que al principio no creía, la promesa de dar papas todos los días fue una realidad. Y pan. Y carne una vez a la semana. Y arroz y frijoles que ya no se cocinaban una vez a la semana sino una vez cada día.

Y desde entonces los reos dejamos de pasar hambre.

Se hizo una labor intensa contra los piojos, las pulgas, la mugre, y se dotó a cada reo de tres mudas de ropa.

Después de la Revolución, don José Figueres visitó San Lucas y lo primero que conoció fue la celda de Ciriaco.

Encontró al reo medio loco y casi inválido y se le conmovió el corazón en una forma tal que ordenó de inmediato fuera sacado de ahí y tratado como todos los demás reclusos. Ciriaco, con lágrimas en los ojos, lloraba y reía al mismo tiempo.

Y ese fue un gesto del Presidente de Costa Rica que los reos no vamos a olvidar nunca ya que en esa forma se ponía punto final al último sistema de terror para incomunicados que tuvo el país.

Esta historia de Ciriaco es la parte angustiosa de lo que ya era la agonía del sistema creado por el presidio de San Lucas.

Seguiría siendo presidio por unos cuantos años más pero ya en una forma muy diferente.

Y una nueva esperanza se dibujó sobre las paredes blancas de cal.

La revolución del 48 traía también a todos nosotros una vida mejor, más llena de oportunidades, aunque no escasa de una que otra desgracia como de vez en cuando iba a suceder.

Un buen compañero nuestro de apellido Castillo fue el autor indirecto de una de las reformas más humanas que hubo en el presidio de San Lucas. Y eso fue lo que marcó el camino con el pasar de los años, a una institución social que llegó a finalizar con una de las más asquerosas lacras de los penales: el extravío sexual.

Él era como uno de nosotros: un número entre el montón de campesinos que en su pueblo, los sábados y el domingo, acostumbraban tomar su buena cantidad de licor. Según sus propias palabras tenía un «buen guaro»

Y la gran ventaja de que estando bajo los efectos del licor no se enojaba con nadie. Su alegría era que una vez tomada la media botella se echaba la cutacha al hombro.

Y marchaba por los caminos a rascar la tierra y solicitarle al primer amigo que le acompañara a la cantina donde se tomaba otras dos botellas y terminaba cantando sus canciones sentimentales.

Así olvidaba un poco lo pobre de su hogar donde tenía once hijos y de las penurias de su mujer que vivía haciendo tortillas, tamales, lavando ajeno para poder echarle un poco de ayuda en el tren de los hijos mutuos.

Si por casualidad en la cantina se aparecía una guitarra, pues mejor que mejor, ya que obligaba al guitarrista a darle compañía hasta que terminaba dormido sobre uno de los sacos de arroz o de frijoles, con los pies muy abiertos, los brazos cruzados sobre la barriga y una lluvia de moscas jugueteando entre sus mostachos.

Pero un día… El día que casi siempre llega en la vida de los enfermos del guaro, se le fue la mano y tuvo la desgracia de dejarle caer la cutacha a un vecino en uno de sus pies por lo que fue necesario amputárselo y por eso —nada más, nada menos que por eso— le echaron al presidio la bicoca de quince años.

Desde su ingreso se hizo compañero muy allegado. Sufría mucho ya que tenía un temperamento sexual exaltado y que allá en su rancho se acostaba con la mujer cada noche sin faltar uno solo en los quince de casados. Y además tenía otras mujeres por fuera, de modo que la cuenta de sus hijos se elevaba a veinte.

Hacía unos años que teníamos la iglesia fundada gracias a la bondad del padre Domingo Soldati y donde ahora un sacerdote los domingos venía a dar misa. Sobre la cruz y ascendiendo desde las gradas existía una enredadera de campánulas azules donde hacían su nido por cienes las palomas de Castilla que se chorreaban por el campanario y toda la iglesia.

Cada atardecer Castillo se acercaba a la iglesia, cogía un manojo de campánulas azules con lo que hacía un ramo para la Virgen del Mar y luego se hincaba a rezar un buen rato. Le pedía a Dios un montón de cosas a la vez y entre ellas que no le dejara caer en la tentación de los extravíos sexuales del presidio.

En las noches padecía alucinaciones terribles que lo hacían pensar en mujeres desnudas que se le entregaban y luego despertaba bañado en sudor y temblando.

Era la consabida tortura entre el recién llegado y el sexo. Los hombres que se dedicaban al comercio de la carne le hacían proposiciones deshonestas: se le ofrecían, le palpaban sus órganos genitales en la fila y durante la noche pasaban frente a nuestra tarima con sus nalgas al viento para lucirse, e incitarle.

—¡Qué hacer, qué hacer! —decía el pobre viejo. No quería caer entre la garra de la sodomía ya que sabía que de hacerlo una vez iba a seguir esclavo del vicio.

Y de un momento a otro Castillo dejó de contarme sus problemas sexuales.

No me contó nada más sobre el asedio de los maricones; imaginaba yo que ellos vieron en él a un hombre que no se iba a prestar a sus ofrecimientos y terminaron por dejarle en paz.

Pero también secretamente empecé a creer que el pobre amigo había caído en las manos de «una mujer» y que por eso ya estaba tranquilo.

No volví, pues, a interesarme en esos problemas de mi compañero hasta que tres meses después una noticia cayó por toda la isla como una bomba: había sucedido algo nuevo y el principal personaje de la aventura era mi amigo Castillo.

En la isla había una mula muy vieja que tenía amistad con todos los reos. Tan de vieja era en verdad que no se le ocupaba en los trabajos del campo y en la hora del rancho cuando escuchaba la campana corría a recoger su ración de arroz, frijoles, pan, aguadulce como si ella fuera una reclusa más. Bebía café, tomaba su fresco y tenía ganado el cariño de todos los internos.

Pues a mi amigo Castillo le sorprendieron en el acto de la posesión sexual con la mula. Por más explicaciones que dio sobre sus tormentas nocturnas no se le hizo caso. Trajeron a la mula y la pararon frente a todos nosotros formados en fila. Luego desnudaron a Castillo y le aplicaron treinta cintarazos. Al final lo ataron al animal y le dejaron expuesto a la risa de todos los compañeros que eran incapaces de comprender las congojas del pobre desgraciado.

Una semana después no solamente los reos sino hasta uno que otro soldado hacían uso de la mula. Y así fue como «Margarita» se convirtió en la mujer furtiva de una gran cantidad de hombres en la isla, para vergüenza de sus condiciones y rabieta de «las mujeres» que cuando se encontraban a «Margarita» le lanzaban piedras pues no había duda de que estaban celosos del animal.

Y al final de tres meses hasta la guardia hacía la vista gorda y la mula se fue acostumbrando tanto que bastaba con que un reo le apoyara su mano en el lomo para que el animal buscara un acomodo bueno y se hiciera uso de ella.

Cosa rara: en esos tiempos dejaron de anotarse violaciones de menores recién llegados y eso fue seguro lo que indujo al comandante para que los empleados hicieran la vista gorda cuando…

Sí…, yo también lo hice muchas veces pues al fin y al cabo
¡Margarita era una mujer!
Ya le dije que le contaría todo, todo, por cruel o cochino que fuera. Y de no ser así, ¿cómo ha de saber la gente que lea su libro todo lo horrible que es el presidio?

Hay que estar en la cárcel como me ha tocado a mí durante muchos años para comprender que el problema sexual es uno de los más graves que existen y que cuando se logra un escape emocional ya se puede decir que se ha dado en el clavo sobre uno de los primeros pasos en la cura de los delincuentes. La continencia del hombre encerrado va adquiriendo formas en su mente tan extraña, que llega el momento en que el reo, un simple maricón que imite bien a una mujer cuando camina, le hace bullir la sangre. Los maricones tienen además buen cuidado de hacer parecer en todo: desde el hablar hasta la ropa interior sín excluir un par de sostenes de pechos con relleno para «engañar» un poco más los sentidos del macho.

Y toda fotografía de mujer, desnuda o no, forma en la mente del reo un desasosiego que dura todo el día hasta que en las noches tenga la oportunidad de buscar un desahogo en la masturbación. Y así poco a poco va cayendo en un vicio cada vez más esclavizante.

La mujer viene a formar parte de la mayor obsesión del reo y se han visto casos de prófugos cuyo primer acto de rebeldía para con la sociedad es el atentado contra el pudor de una mujer sin importarles la edad ni la condición de la misma.

Ya he dicho cómo en el pabellón en una forma descarada teníamos siempre el espejo de los hombres que se besaban, hacían arrumacos como jóvenes recién casados, se tocaban las nalgas, lanzaban piropos y aun trasladados a otra cárcel o en libertad seguían escribiendo cartas y papelitos inflamados de amor.

En los inicios de mi prisión miraba pasar ante mis ojosla ondulante cadera y el andar felino de los menores sin barba y sin bigote que se creían mujeres en toda la extensión de la palabra; yo reconozco que en más de una oportunidad sentía las manos temblar bajo esa inquietante tentación.

¡Cómo se nos va anulando el pensamiento en esta pocilga!

En cambio los murmullos sobre aventuras sexuales…, los bailes callados ante la luz de una vela que hacía Marilú, el bailarín de nuestro salón y homosexual de alto grado; escuchar el beso silencioso y parco de dos compañeros que dormían junto a mí; algunas veces quedar mirando en una forma obstinada la pierna gruesa, sin vellos, palpitante, hasta rosada de un menor que ejercía la venta de su carne, sentía una rara inquietud en todo el cuerpo.

Una vez que le he contado todo lo anterior, tenga la bondad de anotar y abrir bien los ojos para lo que ahora le he de contar.

Cuando niño, Víctor Manuel trabajaba en la arrea de chanchos desde San Mateo a Esparta. Y vendía marañones en la estación del ferrocarril. Y entre recreo y recreo también vendió pasados, gallos de gallina y es hermano de una numerosa familia. Luego con sus sacrificios y con el pasar del tiempo este humilde arriero se convirtió en un abogado estudioso y humano.

Víctor Manuel Obando Segura fue nombrado director general de prisiones.

El presidio dejó de depender del Ministerio de Seguridad Pública y pasó a ser dependencia del Ministerio de Justicia y Gracia.

Don Víctor era un hombre joven, luchador y honrado.

Cuando visitó la isla y nos reunió a todos, habló de ideas que a mí me parecieron tan tontas que me obligaron a reír.

Dijo nada más y nada menos que el presidio debía convertirse en una escuela. Según él, existían solamente dos clases de criminales: unos que jamás deberían salir de la cárcel por santos y buenos que simularan ser, y otros que para salir de la cárcel-escuela era necesario demostrar que habían dejado de ser hombres equivocados.

Abogaba por la erradicación de las armas, los soldados, calabozos y hasta en lo que nos pareció el colmo de la tontería: que cuando un hombre cometiera un delito viniera a recibir su lección para una vida nueva en un lugar sin cercas de alambre, puertas de hierro, como un pueblo que tuviera iglesias, escuela, y todo con su familia.

Abogaba por sustituir la pena del reo y aplicar en su caso lo que él llamaba una medida de seguridad.

El presidio —gritaba— tiene que dejar de ser casa de horror y de miedo donde solamente se aprende el mal para convertirse en un lugar donde el hombre aprenda a ser útil a su familia, a la sociedad y a sí mismo.

Por supuesto que para nosotros todo lo que este hombre hablaba eran simples y rectas locuras. Oyéndole nos parecía su idea tan estúpida como la que una noche brotó desde el cerebro enfermo del general Venancio que un día declaró la República de San Lucas.

Pasarían muchos años para que esas palabras se convirtieran en una profunda realidad y costó mucho que tales ideas fueran germinando en el corazón de la gente.

Aunque yo no dejo de preguntarme: si fue posible que nos quitaran las cadenas…, ya ninguna otra cosa era rara.

Los reos fuimos los primeros en boicotearle sus ideas por lo que él un día expresó lleno de resentimiento, que el peor enemigo del reo era el presidiario mismo cuando se trataba de darle ayuda.

Palabras que recordé siempre.

Más cierto todavía que la sociedad tenía que vivir libre por el temor de la criminalidad organizada —decía—, es que el hombre tiene el mismo deber de pedir a la sociedad que le brinde el derecho para no convertirse en un delincuente y que una vez siéndolo —por una de esas infinitas desgracias que la vida tiene— debía darle los medios para dejar de serlo.

Pero nosotros los reos no creíamos en esas cosas y cuando don Víctor visitaba el presidio en compañía de amigos o estudiosos que compartían sus ideas, nos reíamos de él diciendo:

—Ahí está el calvo explicando sus locuras.

Y cuando pasaba a nuestro lado y nos saludaba con la mejor de las sonrisas, no ocultábamos nuestro desagrado ya que era el director general de prisiones y era lo mismo ante nuestros ojos que el hombre responsable de nuestra amargura.

Pero no obstante nuestra indiferencia, don Víctor seguía adelante con esa fe que es luz en el alma de los apóstoles.

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