En el tiempo en que tomé parte de la aventura con Carey estaba de comandante un tal Chico Guardiola. Era uno más de los tantos comandantes que conocí: indiferente a todo lo que no fuera recibir el sueldo y hacer los ojos a un lado para que perseverara toda clase de miseria en el penal.
Trabajaba en ese tiempo en Hacienda Vieja, uno de los destinos, junto con el negro Carey. Se iniciaba un método de cercar tierras y nuestra labor era desenrollar el alambre viejo que traían los
angarilleros,
compañeros que andaban con una angarilla por toda la isla y hacían las veces de bueyes con sus cajones cargando de todo: desde arena hasta comestibles de un destino al otro.
Siempre me gustó mucho visitar Hacienda Vieja y lo hacía para revivir viejos recuerdos y pasar horas y más horas escuchando el caer de la única cascada que existe en toda la isla y que remeda a una catarata de verdad. Esta, aunque es en miniatura, tiene todo el encanto con su chorro tamizado por el arco iris y envuelto en una bruma de todos los días.
Allá, frente a la playa de Hacienda Vieja, mirando al mar, rumbo al sur y a una distancia de dos o tres kilómetros, se encuentra la Casa de Nicoya y por lo tanto la libertad. En días de calma, cuando la marea está llena o en plena vaciante, hasta nuestra isla llega al palabrerío de la gente que vive allá al otro lado de unos ranchos que mirados desde aquí, remedan un portal.
Se escucha el llorar de los niños, la voz del viejo espantando un perro, el dulce canto de una chiquilla y el pausado tableteo al remar del bongo que al final choca su maderamen sobre las piedras destartaladas formadas por el muelle improvisado. Hasta se escuchaba el cacareo intermitente de la gallina avisando que ha puesto un huevo.
—¡Qué lejos, qué lejos está la libertad!
—Ni tanto, ni tanto —decía el negro Carey respondiendo a mis palabras de nostalgia y después repetía con una sabiduría admirable—: Para nosotros estar lejos… pero para el gusano o para el caracol, estar más lejos todavía. Pensar en eso.
Cuando Carey pensaba que no se le estaba mirando, pegaba los ojos allá como deseando calcar en un mapa invisible de su cerebro todos los pormenores de la costa por donde tantos hombres se han fugado.
En el centro del brazo del mar que separa nuestra tierra, hay una isla pequeña que se llama Cocineras. Antiguamente, cuando un hombre intentaba fugarse, le llevaban a esa isla cargado de cadenas y lo dejaban ahí, como a la deriva, de modo que el pobre para sobrevivir tenía que comer cangrejos o buscar huevos de «buchón» esperando todos los días que viniera un poco de agua del cielo.
El nido de las gaviotas existe por miles eso salva los pobres desgraciados a morir de sed, pero a que los de hombres de poca iniciativa (raras veces, ya que los de poca iniciativa no intentan una fuga), morían de sed.
Alguna tarde en tanto que miraba las gaviotas, buchones o pelícanos que abundaban en este brazo marino por miles de miles hasta formar línea sobre el mar, me decía con su palabra enredada:
—Este pájaro se más valiente que tú y que mí. Tener más corazón que ningún reo. Saber su tiempo de vivir. Su tiempo de morir. Nosotros no saber el tiempo de vivir y el tiempo de morir y ser más miserables al par de esta ave.
Yo entendía muy bien sus palabras. Los «buchones», nombre con los que el recluso llama a los pelícanos, o gaviotas, por su desmedido deseo de comer hasta el extremo de que comen pescado suficiente para alimentar a doce hombres en un día, son esas tradicionales aves marinas que viven de la pesca sobre las olas del mar. Donde asoma una mancha de sardinas ahí está el buchón por miles de miles formando una línea de pesca que a veces se pierde sobre el horizonte del Golfo de Nicoya. Desde muy lejos divisan su presa y se dejan caer sobre ella con una velocidad de rayo no errando jamás una zambullida: siempre dan en el blanco sobre el pez que han escogido. Los pescadores están en lo cierto cuando dicen que si pudieran amaestrar a una de esas aves sería la mejor utilidad que se les puede dar como pescadores a beneficio del hombre. Pero llega un día en que el buchón se vuelve viejo y ya no puede pescar. Es el momento en que busca una roca de esas que la vaciante ha dejado descubierta en el centro del mar y se lanzan de cabeza sobre ella muriendo al instante.
Dicen los entendidos que esas aves, por ser tantas las miles de veces en toda una vida que se dejan ir de cabeza contra el mar, lo hacen con los ojos abiertos y que esos golpes poco a poco los va dejando cegados. Desde ese momento el buchón ya no le importa la vida y siempre escoge una sola roca y ahí frente a Hacienda Vieja está la Isla Aves que es donde van a morir los pájaros.
Un día como en la cosa más natural del mundo me propuso de sopetón:
—Es necesario que nosotros dos fugar de aquí.
—¿Fugarnos? ¡Estás loco!
—¿Es que no poder imitar a la buchón?
—Pero el buchón saber nadar, nosotros no…
—En el mar haber miles de animales que no saber nadar y vivir solamente ahí…
—¿Cómo es eso?
—Fácil: ellos saber flotar.
Recordé que es cierto: sobre las olas van siempre un montón de animales que no saben nadar y viven flotando a merced de la corriente en busca de su alimento que son los desechos que viajan en el agua salada.
En mi memoria estaba la historia de cuando el negro Carey intentó fugarse. Entonces «sí sabía nadar». Ahora ya no podía. Ni lo puede hacer nadie con una cadena.
Pero él me recordó que, entonces, un palo le había servido de flotador.
—Haremos un balsa con estos alambres y en un forma tan mejor que con ella ser capaces de dar vuelta al mundo.
Todos los días desde ese momento repetía su invitación. No era una buena idea. Las fugas jamás son buenas ideas. Son el producto de la desesperanza, el miedo a la cárcel, el momento en que el reo siente que se ahoga; son a veces el único escape que le queda al ser humano reducido a barro entre las rejas de un penal.
Pero si bien era cierto que no era una buena idea… me di a pensar que tampoco era una idea mala.
Cada media hora se asomaba el soldado al lugar donde nosotros estábamos trabajando y un poco más alejado estaba el cabo de vara.
Era como lanzarse de cabeza imitando al buchón al decir del negro Carey.
No era una buena idea… pero sí endiabladamente tentadora.
Creo que en la historia entera del presidio jamás hubo una fuga con la característica que se imprimió en nuestra acción. Yo cojo y Carey manco y a más de carecer de una mano estaba medio inválido, aquejado por el reuma al extremo de que no podía ni enderezar el cuerpo y con una llaga tan terrible en una de sus piernas que fue necesario pasarle la cadena a la otra.
Se acercaban los tiempos del invierno y se estaba haciendo necesario cercar los potreros para hacer divisiones a los apartes, sembrados de millo para la fábrica de escobas y de modo que algunos días nos quedábamos hasta las siete de la noche en Hacienda Vieja desenrollando el alambre desgastado y anudándole hasta hacer tiras firmes.
Nuestro pensamiento era que a las siete de la tarde sería posible desaparecernos y tendríamos así una hora por delante antes de que se iniciara la persecución, montaña adentro.
Tres grandes troncos de espabel que el mar había arrojado con las primeras lluvias a la playa nos sirvieron y colocados en forma de «V» para empezar la aventura. Una vez hecha la balsa a hurtadillas en tiempos que nos llevó más de treinta días en ir y venir «un momento al monte» donde teníamos nuestro tesoro. Al final y terminada la balsa llegamos a la seguridad de que nuestra libertad era un hecho cierto.
Carey, que era experto en las cosas del mar, esperó hasta que la marea estuviera al punto o sea en el momento oportuno en que pronto a iniciarse la resaca, ésta nos lanzara al centro del mar para que después la creciente nos fuera sacando poco a poco hasta la tierra. No era necesario remar ya que con un timón improvisado se gobernaría la balsa.
Teníamos con nosotros una lima escondida en los matorrales para quitarnos la cadena y unas tapas de dulce que yo me robé de la cocina. Con dulce y tallitos de hierba tierna pensábamos sobrevivir en la montaña hasta llegar no sabíamos siquiera adónde.
Pero para nuestra desgracia un viento norte nos dio de costado. Era de esos vientos que cuando azota sobre el golfo interrumpe hasta la navegación haciendo imposible la descarga de los grandes barcos en el muelle de Puntarenas.
Cuando mil olas pasaron sobre nuestra cabeza sentí que el mundo se terminaría ahí mismo y tragué agua con sal suficiente como para purgar a un caballo. Cada instante pensé que el mar nos iba a tragar con todo y balsa, pero ambos nos agarramos bien duro a un par de argollas de alambre que hicimos pensando en esta situación.
Luego se nos vino otra dificultad: los tiburones que hasta entonces no habían aparecido por parte alguna, vinieron de la mano del diablo y rondaban la balsa. Y lo hacían tan atrevidamente que nos era necesario tomar una punta de nuestras cadenas y pegar duro sobre sus cabezas porque intentaban darle vuelta a la balsa. Y algunos tenían tan cara de malos que no dudé por un momento que de caer al mar nos iban a tragar con cadena y cuerpo.
Todo era oscuridad y las cadenas al chocar contra los alambres de púas daban al momento un sonido lúgubre que acentuaba nuestro miedo: al menos el mío, pues el miedo de Carey no se asomaba por ningún lado y me decía a gritos que al llegar a tierra lo primero que íbamos a hacer era limar nuestra argolla, para quedar libres de la cadena, y lanzaba al mismo tiempo maldiciones contra el mar, los tiburones y la cadena.
Pero la verdad es que en ese revoltijo ni siquiera podía saber si la corriente nos llevaba para adentro alta; si nos sacaba a la playa de nuestra ilusión o íbamos de retorno a la isla maldita.
En esos instante imaginábamos que en la isla todo sería revuelto en nuestra búsqueda y así era.
De un momento a otro una ola tan grande como la oficina del comandante nos tomó por los aires y cuando nos dimos cuenta, estábamos sobre unas rocas con el cuerpo lleno de dolor.
¡Era la tierra!
Ni siquiera tuvimos la oportunidad de estrenar la lima.
Regresamos en un bote bien custodiados al presidio. No hubo maltrato. No hubo insultos. Seguramente el jefe de cuadrilla dijo para sí mismo:
—¡Pobre par de inválidos!
Nos había encontrado vencidos debajo de unos matorrales.
Habíamos perdido el coraje y nuestras pobres fuerzas eran inferiores al peso de la cadena. Por una extraña acción de esas que a veces el reo no puede explicar por ir contra todas las reglas, el jefe de la guardia que nos encontró en vez de pegarnos un tiro, obsequió cigarros y un pedazo de dulce más una media buena botella de agua fresca. Luego miró a nuestras cadenas y después de un pequeño examen y ver que estaban intactas se fue a sentar en una esquina del bote.
El mar iba sereno, y ya estábamos abocando a la bahía que es la entrada a San Lucas. Carey no hablaba nada desde el momento de su captura. Observaba obstinadamente al vaivén del remo que se hundía en el mar y de momento a momento miraba su cadena que descansaba como una culebra que duerme tomando de sorpresa a los soldados se lanzó al mar. La única persona que lo pudo impedir fui yo, pero no lo hice. Todo fue tan rápido que cuando los soldados se movieron para rescatarlo ya lo único que quedaba era un puño de burbujas que brotaba desde el fondo del mar ahí con una profundidad de cincuenta metros.
El peso de la cadena lo arrastró hasta el fondo.
El jefe de la guardia ordenó a los remeros parar. Dos soldados me agarraron creyendo que iba a imitar el gesto de Carey. El jefe de la guardia al ver lo imposible de rescatar al negro hizo otro gesto extraño: se puso de pie y quitándose la gorra saludó al lugar donde Carey fue tragado por las olas y luego ordenó continuar.
Yo volví la mirada al lugar donde quedaba mi compañero de fuga. Al final todo fue como lo hacen los «buchones» que no pueden vivir cegatos y conocen su tiempo de morir.
Se me condujo directamente al calabozo donde iba a pasar seis meses.
Después de un tiempo me pusieron una cadena doble que no me permitía caminar ni llevarla de un lado a otro, sin ayuda de un compañero. Creo que duré como tres meses para domarla y caminar luego como lo hacía con la otra de menos eslabones.
En los próximos cinco años tendría que cargar esa cadena un tiempo en que llegué a olvidar cómo era que se caminaba. Algunos muchachos admirados de nuestra aventura intentaron también fugarse. Siempre que una fuga tenga éxito o no, despierta en el presidio un deseo de escape de todos los demás. Unos logran la libertad, otros no. No se sabe. El mar no suele contar si los hombres que en su desesperación se arrojaron en sus aguas lograron éxito, o por el contrario…
Pero cuando un reo intenta una fuga imposible y lo logra a medias como nosotros, un intento de rebeldía corre por todos lados hasta formar escuela de fugas. Cuando los jóvenes preguntaban sobre nuestra acción, tenía para ellos la siguiente recomendación:
—Lleven un poco de carne de tiburón descompuesta y se la atan al cinturón cuando se lancen al mar: el olor descompuesto de esa carne hace huir a sus hermanos, y no se olviden de llevar unos cuantos limones para chupar por si les es imposible ganar la costa y las corrientes del golfo empiezan a llevarlos de aquí para allá. Si alguna parte del cuerpo se les llega a acalambrar, que el compañero le dé duros golpes en el lugar del calambre para después ponerse a flote y no perder la serenidad ni un momento.
—Y para las tintoreras, sierras, gavilanas ¿qué es?, ¿bueno?
—¡Ah, para esas fieras y la tormenta del mar… rezar!
Un sol alumbró toda la mañana.
Y esa luna rodeada de estrellas ya no fue tan negra como antes.
Y ese sol que rodeó con yema de huevo la mañana también fue tiñendo de rosa, de malva, de lila nuestros corazones hasta que el nombre de San Lucas fue eco de dolor y de angustia por todos los caminos de la patria.
Fue un sol de sangre pero siempre el preludio de una vida caliente y diferente.
Creo que así empezó todo.
Fue un tiempo muy doloroso pues nunca habíamos tenido tantos padecimientos juntos.
Pero después de ellos vino el sol.
Se conocen en la historia del presidio como los días en que una sombra de muerte se nos vino encima.
El domingo por la mañana cuando hacíamos fila para ir al trabajo, uno de nuestros compañeros se vio precisado por una obligación intestinal repentina. Solicitó permiso para salirse de la fila, pero el cabo de vara le respondió: