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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos

 

José León Sánchez, trata sobre las condiciones inhumanas del penal de San Lucas en Costa Rica.

En primera persona un hombre narra cómo es acusado injustamente de asesinato y es condenado a trabajo forzado, como es llevado al penal de san Lucas, su estancia en el temido lugar, las vejaciones a que es sometido y el hambre crónica pintada en cada una de las caras de los presos. El penal de San Lucas se caracterizaba por ser una isla donde sólo hombres eran encarcelados, las prácticas homosexuales y con los animales eran cosa común en el claustro, algunos hombres terminaban por tomar roles de mujer.

En el penal primeramente colocaban un grillete de varios kilos que terminaba por llenar de llagas el tobillo, ocasionando gangrenas e infecciones dolorosas. La comida era escasa, el hambre se enseñoreaba, al mismo tiempo que los malos tratos y las golpizas de los guardias. La muerte era la única forma de escapar de aquel lugar, las aguas infestadas de tiburones hacían imposible el escape; no por eso, no había intento fallidos de fuga.

En una ocasión llegó un preso nuevo que odiaba el agua, los guardias día a día se divertían con su miedo a las olas del mar, lo libraban de su grillete y lo empujaban al mar dejando que las olas casi lo ahogaran para rescatarlo posteriormente; en una de tantas el preso que odiaba el agua y no sabía nadar fue atrapado por la turbulencia de las olas y arrastrado mar adentro; los guardias preocupados lo veían manotear y a punto de ahogarse; lo observaban con la certidumbre que se ahogaría, cuando el preso empezó a bracear vigorosamente, nadando como un pez. Fue la última vez que se le vio, no pudieron capturarlo ni encontrar rastros de su cuerpo.

Era tanta el hambre que se comía lo que se podía, por tal razón las enfermedades menguaban la población carcelaria. En una ocasión llegó a la isla una comisión humanitaria que dio tanta papa a los presos que estos comieron a reventar; los efectos de la comilona no se hicieron esperar, muchos murieron a causa de tanta comida.

José León Sánchez

La isla de los hombres solos

ePUB v1.1

iBrain
25.07.12

Título original: La isla de los hombres solos.

Jose León Sanchez, 1967.

Editor original: iBrain (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0.

A mi hermano, hombre o mujer, que hoy sufre prisión en donde prevalezcan situaciones de tortura similares a que describe este libro. En cualquier parte del mundo en donde no tengas libertad, sé que sueñas, sufres, callas, esperas y tienes corazón. Y también que no te puedes defender.

Por eso dedico este libro a los hermanos que se pudren en las cárceles del mundo donde no existe esperanza.

José León Sánchez,

presidiario costarricense

Prólogo del Autor a su Primera Edición Clandestina

Penitenciaría Central de San José, 1950.

Un calabozo en altas horas de la noche. Llaves sonaron sobre los barrotes y se anunció que seríamos trasladados al Penal de San Lucas ubicado en el Golfo de Nicoya, en la isla del mismo nombre.

Entre mis compañeros algunos imploraron de rodillas que no les llevaran a ese presidio. El gesto de viejos reos me llenó de sorpresa y me hizo preguntar:

—¿Pero en realidad existe un lugar más inhumano, doloroso y horrible que esta penitenciaría?

Saber la respuesta me costó muy pocos días.

Efectivamente, San Lucas era para esos tiempos un sitio tan terrible, que recordar hace volver a sufrir. Desde que escribí este libro en 1963, no es sino hasta ahora que lo he vuelto a leer. Sentí la misma angustia. El recuerdo me ha hecho llorar a veces, ya que estas páginas no son invento. Sentí en mi propia carne el fuego del acero, los largos meses de calabozo, las manos atadas con hierros, el desprecio a mi condición de ser humano.

En el presidio llegué a saber que el hombre puede llegar a descender hasta convertirse en perro o menos que un perro.

Trabajaba en una cuadrilla de aseo cuando se nos encargó lanzar al mar un número grande de viejos libracos donde en los penales se van anotando todo lo que sucede: novedades, castigos, visitas, incidentes, órdenes. Todo. Uno de esos libros llamados
de Guardia
rescaté de la destrucción y así me fue posible conocer pasajes tremendos de una indiferencia para con el ser humano que parecía increíble.

Si en ese tiempo, 1950, el penal era doloroso, ¿cómo podía dudar de lo que mis ojos estaban leyendo?

Esta historia era necesario contarla para que a nosotros, los hijos de Costa Rica, nos sea imposible olvidar.

En 1950 había presos en el penal que tenía más de 28 años de estar ahí. No era sino remedo de persona.

Me fue fácil reconstruir la historia con toda su intensa tristeza.

El historiador costarricense don Anastasio Alfaro, en su libro
Arqueología Criminal Americana,
dedica unas páginas a San Lucas y nos cuenta: «Las fiebres palúdicas dañan en tal forma el organismo de los reos, que los que no sucumben en el presidio contraen daños permanentes que los imposibilitan para volver a entrar en el concierto de los hombres libres…»

«…Con una proporción así de un veinte por ciento de muertes cada año, el criminal que vaya a San Lucas por cinco años o más lleva todas las probabilidades de dejar ahí sus huesos».

Todo en conjunto, hasta el mínimo pensamiento de reo impuesto en estas páginas, forman lo que para mi modesto entender consiste en una tragedia que es ya enfermedad de la sociedad: el fruto de la indiferencia para con el ser humano encerrado entre las rejas, no importa el lugar o el nombre que lleve la institución penal.

El escritor Ernesto Helio ha dicho algo sobre el oficio de escribir y creo muy oportuno copiar en esta página:

«El escritor siente en sí mismo la paradoja torturante que es ansiar un ideal y encenagamos en una realidad miserable. Sacudiéndonos en la duda nos asienta en nuestras creencias.»

»Haciéndonos ver a lo vivo la realidad de la vida, nos enciende en ansias de ser mejores».

Presento en este libro el San Lucas desde principios de un siglo. El látigo y la cadena retumban sobre la espalda de reos que se creen muy hombres; los degenerados, los seminiños, y también alcanza a uno que otro inocente.

He querido marcar la personalidad huidiza y terrible de seres encerrados en una isla como fieras.

La finalidad de esta obra no es sembrar la amargura sobre un recuerdo pasado. Es una invitación para meditar en el futuro.

Cárcel de Alajuela, 25 de enero, 1967.

Me dice usted que ya se lo habían contado. Bueno, es cierto que no sé leer ni escribir.

Pero alguna persona tiene que dar a conocer estas penas que le he de ir contando a usted y que irán saliendo poco a poco.

De cosas como un libro no he sabido nunca nada.

Pero sé muy bien hablar y hablar de todo lo que he vivido y siempre lo hago con este tono de penar en mis palabras. En verdad toda mi vida ha sido como esa tristeza que se adivina en los ojos de un grupo de gallinas cuando tienen hambre y está lloviendo y desde hace muchos días han estado esperando que pase ese llover y llover.

Mil veces yo he contado esta historia.

¡Es que no sé cuántas veces!

Recuerdo que son muchas, y casi ahora la vuelvo a repetir de memoria como si fueran mil letras escritas en uno de esos periódicos de la capital.

Pero nadie antes me ha solicitado que le cuente la historia para dejarla entre las páginas de un libro lleno con todo lo que son mis penas y donde hombres muy sabidos, mujeres bonitas y personas humildes como yo, puedan llegar a saber lo que es la forma de vivir en un lugar donde no hay más que un mar por la derecha; un trozo de mar por allá al frente, mar aquí, a este lado, y un río verde, largo, grande y ancho todo lleno de mar.

Y nosotros metidos en esta isla donde además de los hombres solamente existe la tierra con sal, y piedras, tantas como para hacer bueno lo que es un camino maluco en mi pueblo y a todos los pueblos de mi provincia.

Es la historia de los hombres que hemos pasado muchos años llenos de soledad.

Donde cada día tuve que pasarlo más lleno de soledad que en ninguna otra parte o puede que acompañado por los recuerdos buenos un momento o por los recuerdos malos que nos hicieron llegar hasta el Presidio de San Lucas.

Además de las piedras y de los soldados —que son feas y que son malos— había allá algunas cosiquillas buenas: los caminos polvorientos y terronudos del verano; mañanitas frías; tardes de calor de una violeta en que el sol como una flor que se revienta hace un camino sobre el mar por el que se va y se va lentamente, poco a poco —como son todas las cosas aquí— hasta que viene una noche de humo, negra como los barriales del invierno, en que alguna vez se asoma la luna blanca como una de esas conchas del ostión flotando en el viene y en el va de la olas que tiene el cielo. Pero antes que le cuente todo lo que fue mi vida en ese presidio infernal, usted tiene que prometerme que por estas palabras nadie me ha de pegar otra vez. Nadie ha de hacer un impulso para regresarme de nuevo. Nadie se ha de sentir herido. Y se lo ruego mucho porque sería terrible que por decirle este montón de verdades a usted, como me lo ha solicitado, tuviera entonces que llorar de nuevo.

¡Es tan amargo el presidio y hay tanto sabor a fiera entre sus paredes!

Bueno, ya que usted me asegura que no debo tener miedo, le he de ir contando poco a poco, a como yo lo sé, esta manera de contar y contar lo que le sucede a uno en toda una vida.

Y usted me ha de perdonar este acento que voy teniendo en mis palabras y que se parece mucho a esa tristeza que se adivina en los ojos de una gallina cuando tiene hambre y desde hace muchos días es el llover y el llover.

Yo vivía más allá del río Morote.

Es un río metido en una de las tantas montañas a días muy lejos desde el Golfo de Nicoya.

En la orilla de sus aguas, cuidando el ganado de don Beto desde que era pequeño y recolectando bejuco de «tarzana» para vender en la tienda de los chinos, me hice muchacho y después hombre.

El río es pequeño pero largo, como uno de esos bejucos que aparecen en todos los rincones de la montaña y son parte de una madeja que la aprisiona toda y que se eleva desde las hojas negras del suelo hasta perderse en el arriba de las enramadas. Tiene, eso, sí, un poco hondo, en los lugares donde los lagartos han hecho una cueva y por eso cuando cuidaba el ganado de don Beto, me preocupaba mucho de los sitios donde creía que uno de los toros o caballos podía encontrar la muerte entre los colmillos del animal cuando se acercaba a tomar agua.

Es un río que no tiene nada de pesca pero sí mucha leña en cada una de sus orillas. A pesar de vivir en un rancho muy pobre, puedo decir que cuando cumplí los trece años ya era un hombre feliz. Cierto que no tenía la suerte de otros que ya a los doce años habían salido a conocer Santa Cruz, Cañas, Bagaces, Las Juntas de Abangares y otras ciudades más donde hay cosas tan raras que extrañaban a la gente sencilla y buena de nuestro pueblo, como aquello de las candelas metidas en un vidrio y que para encenderlas no es necesario prender un fósforo, bastando para hacerlo tocar un botón negro como la punta de los cachos que tiene el venado. Tampoco llegué a conocer esas cajas que dan música de guitarra como si dentro de su corazón se hubiera metido un conjunto de marimberos y cantores.

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