Ñor Gumersindo y su esposa llegaron en un llanto suelto al rancho de papá y contaron que había llegado don Miguel preguntando a gritos por María Reina. Las muchachas salieron corriendo a esconderse en el momento y después de ñor Gumersindo no había otro en la casa. Y aprovechando la vejez del pobre hombre sacó el revólver y colocándoselo en la cabeza le advirtió:
—Si no aparece María Reina dentro de cinco minutos le abro la jupa como si fuera un chancho de monte.
Ñor Gumersindo le preguntó temblando el motivo por el cual quería ver a su hija, a lo que respondió el matón que eso al viejo no le importaba y que solamente deseaba verla sin tratar de hacerle daño alguno.
Doña Margarita, ante las amenazas del bruto y por temor a lo peor, llamó a las muchachas de donde se habían escondido, las que se acercaron temblorosas hasta Miguel. El hombre al ver a María Reina metió su revólver en la cartuchera y a la fuerza le pasó un mecate por las manos y atándola a la grupa del caballo subió de un brinco, diciendo que la conducía presa en nombre de la autoridad, y al mismo tiempo volvía a amenazar con el arma al primero que se interpusiera.
Así, María Reina, con las manos atadas, fue obligada a ir tras el bandido.
Todo lo contaba ñor Gumersindo con la desesperación metida en los ojos y tomándose las manos en ademán de impotencia.
Pasaron tres días.
Todo el pueblo comentaba con indignación lo que don Miguel había hecho. Algunos proponían que fuera una comitiva ante el señor Presidente, pero al recordar que nuestra Autoridad fue uno de los hombres que más lucharon en la pasada Revolución y que contaba con la ayuda sin límites del Jefe, se llenaron de temor ante las consecuencias. Algunos decían que de la audiencia en Casa Presidencial iban a pasar a la cárcel con grillos hasta en el cuello. Ñor Gumersindo, miedoso y agobiado por los achaques y la vergüenza, le visitó donde él estaba con María Reina y le pidió que se casara con ella.
—¿Estás loco, Gumersindo? —Le preguntó con sorna en la voz—. Y además ella no quiere casarse conmigo…, ; ni a mí me interesa ya como mujer! Diga usted al cuida chanchos de Jacinto que esta noche se la dejaré por el camino en el Alto del Zoncho, que venga por ella, pero solo…
Todo el resto de la tarde pasé con el corazón hecho un tronco en mitad de la garganta. No había aprendido ni siquiera a llorar para desahogar los sentimientos, de manera que se me fueron las horas pensando y pensando sin que quedara cepa de banano que no recibiera una estocada de mi cutacha a fondo, derecha, al otro lado…
Y fui al Alto del Zoncho donde se me citó, con una carretada de malos deseos entre pecho y espalda. Con el filo del machete me hubiera sido fácil cortar hasta un pensamiento. En el rancho de mis padres se quedaron esperando ñor Gumersindo, ña Margarita y los hermanos de mi novia. Llegué convertido en un temblor de tierra por la cólera. Cerca del árbol de aguacate donde era la cita, me encontré a María Reina sentada sobre una raíz en tanto que don Miguel, con aires de impertinencia, sobre la montura del caballo y con la mano derecha en la funda del arma, me saludó en la siguiente forma:
—¿Cómo te va cuida chanchas…? ¿No te dije que para los que sobran como hombres es que se han hecho las sobras…? ¡Ahí la tienes!
Y dando grupas al caballo se perdió en los matorrales.
María Reina continuaba sentada con la cara entre sus manos y llorando de aquedito. Un ruido como de quejidos salía también de la montaña entera. Yo no sé si era que la montaña había llorado como lo hacen las mujeres o si era el viento al pasar por el ramaje de los árboles.
Varios días don Miguel había tenido a María Reina escondida en el rancho que fabricó con tiempo para su proyecto de robarse a la muchacha. En todos esos días me preguntaba qué me iba a decir cuando me encontrara frente a ella nuevamente.
Me acerqué junto a su cuerpo, tomé su cara bonita entre mis manos para que levantando los ojos pudiera ver cómo iban naciendo ya las estrellas y le dije:
—Ya es muy noche, Reina mía… ¡Mira cómo está el cielo llenito de estrellas…! En el rancho nos están esperando.
Juntos, en cada noche de muchas estrellas, nos íbamos a la orilla del río para hacer planes y entonces tomándole el rostro bonito entre mis manos le rogaba que contara estrellas. Reíamos bastante porque las luces que tiene el cielo son muchas, y al llegar a cien, perdíamos la cuenta un poco errada por los besos o quizá también porque entre María Reina y yo solamente sabíamos contar hasta cien.
Ahora estaba indiferente: no observó las estrellas ni levantó sus ojos hasta mis ojos; hizo un ademán invitándome a caminar delante de ella. Escuchaba la suavidad de sus pasos sobre la hojarasca húmeda del camino. Varias veces tropezó contra pedazos de troncos medio muertos, pero no dijo ¡ay!; ni dijo «si», ni dijo «no», ni decía nada.
Un ruido de tanto en tanto, como quejido pequeño, salía no sé si del pecho de María Reina o si era el viento que se iba tamizando al cruzar las palmas del coyolar. Tampoco deseaba volver a ver. Mis pensamientos caminaban quietecitos.
¡Corazón, éramos dos!
Alguna palabra sucia, fea, de venganza, asquerosa si se quiere, como la grupera de una mula, también seguía dentro de mi cerebro al recordar la acción del matón.
Un frío de noche, con viento como el que sentí tantas veces en los desolados potreros en tiempo de las vacadas, helaba mi rostro y las manos. Allá, saliendo desde el rancho de ñor Gumersindo se miraban unas luces que señalaban lámparas de canfín que de las manos de papá y un hermano de María Reina pendían, moviéndose, como diciendo algo, o esperando.
Sentí su mano suave que se posaba en mi hombro. Volví a ver y sorprendí en cada uno de sus ojos una súplica; al igual que cuando se le terminaban las palabras y con la mirada deseaba expresar muchas cosas.
Su mano apretaba fuertemente. Entendí su ruego y gritando a ñor Gumersindo que su hija iba conmigo, crucé con ella por entre los tallos del coyolar y tomando un camino que conocía me dirigí al rancho de los Juanes, que había quedado en abandono durante la última fiebre amarilla que asoló toa la región desde el río hasta la costa lejana.
Su manita cálida iba acurrucada entre mis manos.
Era una manita caliente como gallito de frijoles recién sacados del comal y suave como el plumaje de un pollo de a mes.
Detrás de nosotros el viento seguía llorando al cruzar entre las ramas como si también intentara gritar una pena escondida.
Ella nunca lo decía, pero yo le adivinaba un dolor callado que la hacía sufrir y no faltaba nunca bajo la sombra de sus ojos llorosos como es el gotear por entre las hojas del rancho cuando se eterniza el temporal.
Caminaba siempre triste por nuestro rancho con aquellos sus zapatos de hombre que le compré en el Comisariato, para que los yuyos no siguieran haciendo fiesta en sus pies blancos como la cáscara del huevo.
Durante noches que nunca podría terminar de contar, entre tanto ella no podía dormir, yo simulaba hacerlo al escuchar a lo lejos el gritar de un grillo que intentaba desesperadamente hacer un hueco que taladrara la selva; que sonaba a veces cerquita y otras lejano como la mañana y siempre el mismo como una oración a la tristeza, marcando minutos en el horario de mi no poder dormir; y entonces le adivinaba en sus ojos cerrados el martirio de su mente con el recuerdo, que mi cariño no fue posible la hiciera olvidar.
Vinieron los meses y se fueron los meses.
Llegaron las alegrías tras de los meses y con ellas se marcharon las penas. Siempre me han gustado las flores y los jardines. María Reina regó de flores el patio y una enredadera azul se fue incrustando en las paredes del rancho. De la tranquera al arroyo, desde donde hacía llegar el agua hasta el brevadero por medio de una mitad del corazón del bambú y lo mismo que allá por donde nace el sendero que iba hasta el camino real, todo eran flores.
Teníamos un horno donde María Reina asaba el rico pan que aprendió de los
cartagos
y un cerro de gallinas a colores con un cerral de pollitos. Cada vez que salía al pueblo trataba de conseguir almanaques con figuras lindas de flores, animales y dibujos que mi mujer fue colocando en la esquina de los tres cuartos del rancho.
Ella estaba más linda que antes y más que como nunca yo la había admirado.
Me gustaba mucho sorprenderla en la quebrada peinando aquel su cabello de oro todo chirlos como los pétalos de las flores del frijolar y que caían a un lado de su frente.
Cuando la tarde era bonita y nos íbamos al río para pescar mojarras, yo le contaba historias y entonces reía asomando unos dientes más blancos que el reventar en flor de naranjo; y en las mañanas, cuando con mi hacha iba para la socola, antes de recoger del horcón mi calabazo de agua, en la que ella ponía unas hojitas de hierbabuena, siempre me daba un beso regalón y sabroso que era para mí como el alivio del tiempo duro que tenía adelante del día en los tocotales, en la milpa del maíz o por dentro de las aguadas regando el arroz.
Siempre tenía para mí un adiós hermoso con aquellos sus ojos llenos de un escondido agradecimiento, que guardaba dentro de esas pestañas limpias y juguetonas como las cortinas en casita de fiesta donde se iba a celebrar algo así como el cumple de los años.
El rancho es lejos del lugar donde estaba el pueblo y mucho más lejano que la última cuesta por donde se empieza a bajar al caserío y está la calle tan llena de niñas casaderas que la gente la ha bautizado con el nombre
Calle de las Solteras.
Estaba mi rancho un poco cerca del río y no se podía llegar a caballo, ya que era necesario bogar un tanto en bote a fuerza de remo.
Nunca salíamos hasta el pueblo porque, como muy bien lo sabía, el rumor de la deshonra de mi mujer corría siempre de boca en boca al no verla la gente, con esa terquedad con que en los pueblos pequeños nada olvidan.
La gente de mi pueblo era torpe al juzgar y allá había pecados que duran toda una vida cuando se lanzan sobre una mujer aunque como en el caso de María Reina, ella no hubiera tenido la culpa.
Una vez al mes recibíamos la visita de ñor Gumersindo o alguna de las muchachas hermanas de mi mujer, y entonces nos llenaban de bromas porque pasaba el tiempo y no venía nuestro primer hijo. María Reina hacía eco a cada broma de sus hermanas respondiendo que éramos muy jóvenes aún. Pero yo sabía que también esas bromas la molestaban un poco porque cuando la familia se iba, caía en una de esas tristezas que ya muy de tarde en tarde le solían dar.
En un rincón del rancho y adornada con muselina de colores estaba una cuna de niño que María Reina compró yo no sé dónde y llena de trapitos también de colores que ella bordaba en sus ratos de no hacer nada: eran escarpines, capas y mantillas.
Un año pasó desde nuestra tragedia y el cuento ya se estaba quedando dormido a no ser que salía entre las conversaciones de las viejas beatas que anidan los cuentos en el corazón y que cuando se lo sacan de ahí duelen a poquitos.
Una y otra vez me marchaba con María Reina para el corazón de la montaña y regresábamos con sienta
tinajas, tepezcuintes
y flores de varios colores para nuestro jardín.
Eramos dos corazones y nada más deseábamos en la vida.
¿Verdad que a usted no le molesta que cuente los días felices que he pasado en mi vida? Bueno, está bueno.
Y fue en una tarde.
Una tarde como esta, y no se me ha vuelto a apartar de los ojos porque hizo un hueco en la vida como el hoyo que el pico del pájaro carpintero hace en la dura corteza de los altos pejibayes.
Venía río arriba bogando. De repente vi frente a mí, bajando en un bote verde, a don Miguel. Verle y llenarme de dolor y de miedo fue todo uno. Dejé de bogar, pero él como si no le diera importancia al encuentro, me lanzó un saludo de diablo diciendo además:
—Hola —y una risa que llegó hasta el fondo del río—. ¿Cómo te va con mi paloma?
Y pronunció mi paloma con vidrio en la voz.
No respondí nada y entonces él se echó una carcajada con aquella su mueca negra y torcida como el horcón de un rancho abandonado.
Un presentimiento terrible me agarró con las dos manos por la frente. Me acerqué a tierra y dejando el bote para que se lo llevara la corriente eché a correr por el pedazo de
picada
que conducía a mi rancho.
Encontré a María Reina tirada sobre el cuero de nuestra cama. Lloraba desesperada con la cabeza metida entre sus manos y completamente desnuda. Enaguas, blusa, el delantal, todo estaba hecho pedazos y los muebles sacados de sus campos, lo que indicaba una terrible lucha entre esta chiquilla y la fiereza del hombre.
En una esquina del rancho, debajo del fogón, el gato jugaba con la pantaleta rosa de mi mujer también hecha jirones. Todo su cuerpo estaba lleno de cardenales.
Tomé el machete y corrí hasta el río.
Ya no era posible perdonar al bandido la segunda chanchada que me hacía. Pero por más que corrí solamente encontré al final de la carrera un bote amarrado en el linde de un viscoyal como si también se estuviera riendo de mi persona. El hombre no apareció por lado alguno, ni siquiera la huella de sus pies se había estancado en el barro. Lo único que estaba ahí era el bote que se mecía mansamente y con el que me ensañé hasta dejarle convertido en astillas.
Mi propio bote lo encontré haciendo arrumacos en una orilla del río que lo había retenido pegado a un raicerío de bijagual.
Mucho tiempo después me enteré por boca de un amigo de oficio que en tanto yo desahogaba mi furor contra el maderamen del bote, el bandido violador se escondía tras de una macolla de raicilla, riéndose calladito.
Regresé al rancho y tomando a María Reina entre mis brazos la cubrí con una manta y luego la acosté. Pasé varios días convenciéndola de que para mí era como si nada hubiese pasado.
Pero ya jamás volvió a ser la mujer que yo había conocido. Su rostro olvidó para siempre las risas sabrosas y juguetonas como esa espuma que hace el río al chocar contra las piedras. Ella, mi reina, que tenía las manos limpias como una orilla del río, se juzgaba manchada, desesperada y definitivamente humillada. Su alegría se había ido para siempre como van las hojas en la corriente del agua, río abajo quién sabe hasta dónde y para ya nunca regresar.
¡Matar!
Matar como se hace con lo que no sirve en la montaña y que hace mal.