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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (31 page)

Decía el doctor Sánchez a un grupo de reos:

—Yo sé que la libertad no tiene precio…, pero la vida nos somete a muchas pruebas y de ésta tenemos que tratar de salir siendo mejores; sus consejos tenían un gran acento de bondad como cuando Teresa Valerio decía:

—Hijos míos, mañana todo ha de ser distinto, paciencia.

Imaginaba cuando así la escuchaba hablar, que su palabra siempre nos dejaba algo en la vida como la promesa que recibe el panal a cada regreso de la abeja.

Con la dirección de Defensa Social a cargo de los penales se fue depurando más nuestra situación hasta el extremo de que tres años después la gente se hacía lenguas de San Lucas y desde otros países venían hombres inteligentes para estudiar este nuevo tratamiento que se aplicaba en un afán de educar al hombre que cometió un delito.

Decía don Rodrigo que nosotros hemos venido de un mundo del que no supimos adaptarnos. Ahora se nos daba clase de lo que podíamos esperar de ese mismo mundo una vez que regresáramos.

Es que la gente buena que he citado no quería que nosotros fuéramos contados como en el contar de una piltrafa social.

Yo mismo no sé hasta dónde he recibido la lección que encierra una cárcel. Mi situación es diferente a la de los otros reos: soy inocente. Soy inocente, ¡¡¡SOY inocente!!!

Pero puedo medir el mal que un penal hace si le cuento a usted que aprendí a hablar a lo criminal y a pensar como ellos y a sentir cómo una reja hace que sienta el hombre.

Y el ambiente torvo y sin alma me enseñó por muchos años solamente a odiar y odiar.

Sé que la lección es buena.

Alguna persona oyendo con dolor la historia que hoy le cuento a usted me ha dicho que mucho más allá de donde termina Costa Rica por todos lados, existen penales donde la vida es igual al sistema que imperó en San Lucas en tantos años.

Cuando los reos vienen hoy desde la penitenciaría, muestran un cuadro de espanto como el nuestro hace diez años.

Ojalá que todo cambie.

Ojalá que la lección del presidio de San Lucas, narrada en ese libro que usted me ha dicho ha de escribir, pueda abrir una ruta nueva en el camino y en el pensamiento de los hombres que tienen en sus manos el destino de los reos dondequiera a que al nacer de la mañana, se anuncie con el cantar de los gallos y en toda parte donde la vida de un hombre se vea limitada por las rejas.

El juez penal me sentenció como eran las sentencias de aquellos tiempos. Sentencia para toda una vida. No firmé porque ya he dicho que no sé leer ni escribir, pero si el juez hubiera podido ver hasta adentro de mi corazón, sabría que su sentencia me dejó muy triste.

Y le he contado a usted cómo de nuevo, poco a poco, se me fue renovando la esperanza.

El tiempo en que solicitaba al Dios bueno de los costarricenses una papa con que mitigar el hambre, ya se perdía en el olvido.

Ahora de vez en cuando huevos, medio jarro de leche cada día, carne una vez a la semana, sopa de avena.

Cierto, que la sopa de avena con leche era de vez en cuando, pero si la servían nosotros estábamos muy contentos.

Y el hambre se había marchado sobre la cresta de las olas.

Me fui haciendo viejo. Un poco más cada día y el pecho se me hundió.

Los ojos se me fueron acercando hasta el extremo de que el blanco de las paredes (años y años de encierro) fueron limitando la visión. Poco a poco sentía que la vida se me iba fugando de las manos. Ya no estaba muy seguro de que iba a morir en la isla y que se me enterraría en ese lugar de espanto que he contado: en el cementerio que no cambió. Ahora cuando un reo se enferma hay hospital, y si es grave, se le manda a Puntarenas o a San José.

Ahora pensaba lleno de tristeza lo que iba a ser el día de mi libertad.

Yo no maté a nadie.

Pero es cierto que cuando joven estaba lleno de ambición. Ahora esta ambición estaba muerta. Después de tantos años de vivir en la más grande pobreza imaginaba que un día me iba a decir:

—Jacinto, el mes entrante vas a trabajar recogiendo las hojas secas del parque en Palmares y por eso ganarás cien colones al mes.

Y entonces me iba a volver loco.

Porque el Consejo Superior de Defensa Social daba una especie de libertad a los hombres bien portados con la garantía de pasar todo el día en alguna obra municipal y regresar en la noche a la cárcel.

Pero yo no había aprendido ni siquiera un oficio en los últimos 30 años de cárcel, como tampoco aprendí a leer y a escribir.

¿Dónde ir? Por eso me siento como un hombre derrotado. En una finca manejando el hacha y machete me podría defender.

En Defensa Social soñaban con un patronato de ayuda al ex presidiario, pero estaba haciendo falta dinero para lograrlo.

Papá y Mamá, por noticias, han muerto hace muchos años.

Aunque mi edad no se puede llamar la de un viejo, he tenido tantas enfermedades, tan mala alimentación, que cualquiera que mira mi rostro duda si tengo sesenta años.

Hace como quince años un compañero escribió una carta en mi nombre dirigida a una hermana y ella jamás me respondió.

Pero ahí arrinconada estaba Juanita.

Juanita la buena, la pobre, la igual a mí y también derrotada por la vida.

Los años que he padecido de reuma me tienen frecuentemente postrado en cama y hay días en que la pierna cortada me duele terriblemente, no sé por qué.

En el tiempo lejano, cuando era libre, iba con papá a trabajar en una voltea de montaña en el verano; echábamos abajo muchos grandes árboles que luego dábamos fuego hasta terminar todo en un incendio.

Recuerdo había árboles muy duros que después del incendio quedaban de pie chamuscados como si no les hubiera hecho nada el llamerío, pero sucedía que cuando uno les palmeaba con la plana del machete, se venían abajo. Se quemaban por dentro con todo su corazón y solamente el remedo permanecía de pie. De cerca semejaba como que el fuego no les hacía nada, pero la verdad es que eran muertos de pie, listos al menor empuje del viento para venirse abajo.

Yo era como un árbol de esos que se quedan de pie después de haberle dado fuego a la socola.

Se me fue quemando el corazón hasta dejarme esta cáscara que en cualquier momento se venía al suelo.

San Lucas es ya una colonia penal para hombres fuera de peligrosidad. Y para lograr un traslado a la colonia abierta de Sarapiquí o de San Carlos era necesario tener esposa y energía para trabajar en la montaña.

Allá no hay muros, rejas ni guardias y los hombres habitan con su familia haciendo vida nueva y trabajando a un tiempo para la colonia.

Para mi condición, si lograra un traslado a una de esas colonias, sería como ganar el cielo. Me impedía, según la ley, una vez en que intenté la fuga.

Pero adelante tenía la promesa de una libertad condicional que seguro iba a lograr en un año.

Un día don Rigoberto Urbina Pinto, director general de Defensa Social, dijo que él me iba a ayudar a ver si era posible que me dieran el descuento de la pena por los tiempos en que me porté mal y en que no existía ningún tratamiento para el reo, ni Consejo Superior de Defensa Social.

Cuando me dijo eso, mi corazón empezó a latir a toda carrera y soñé que ya era libre.

Una semana después el señor Urbina me anunció que el Consejo Superior acordó dejarme en libertad condicional.

Y se me hizo fiesta el corazón.

Por la libertad estaba dispuesto a dar una pierna y la mano. La mano y un ojo. Y quizá las dos manos. Y quizá los dos ojos.

De acuerdo con la ley me faltaban quice años para ser libre. La libertad condicional es una gracia que se le da al reo para vivir fuera de la cárcel en su tiempo por descontar, siempre que sea un buen hombre.

Un asistente social, don Adán Argüello, me visitó y explicó lo que tenía yo que hacer: nada de tomar licor, ni pelear, ni otro acto malo, y que cada mes tendría que presentarme a una autoridad del lugar donde ellos me iban a enviar a vivir.

No tenía más que prepararme.

Juanita bailó conmigo y yo bailé con ella de contento.

Ya en ese tiempo solamente era mujer mía y no se vendía a nadie.

Yo fabricaba corazones de madera, joyeros, canastas, guitarras, todo lo que ella vendía allá en Puntarenas y con un trabajo que hacía por las mañanas en la oficina de un médico, así íbamos pasando.

Logré que un compañero conversara con su madre y ella quiso alquilar a Juanita un cuarto humilde y bonito.

T odo el mundo me la respetaba y nadie se recordaba de los años que se fueron, cuando ella fue la primer mujer que se vendió en un penal de Costa Rica. Ya no tomaba licor y sus vestidos eran mejores. En una Nochebuena el director de Defensa Social, señor Urbina, me regaló una orden para que ella fuera a donde un dentista y allá le hicieron toda una hermosa dentadura con su calcita de oro en el medio. Tenía trenzas largas, negras, así de lindas, y cuando llegaba los domingos oliendo a bonito me ponía muy contento.

No era que le tenía amor. O puede que sí. Es que en los últimos treinta largos años fue el único corazón que se fijó en mi pobre persona de ex hombre.

Bueno: la verdad es que ya me hacía mucha falta y así se lo dije al doctor Sánchez que me aconsejó:

—Cásate, Jacinto, porque así es mejor y si no te dan la libertad es más fácil para nosotros enviarte a una colonia penal abierta por el tiempo que te falta.

Y así fue como un día nos casamos.

Ella tenía un vestido verde con sombrero y chal que nos regalaron. Personas del Servicio Social nos dieron muchos regalos y hasta el director del penal durante el baile que hicimos con la marimba bailó una pieza con mi esposa.

Ella estaba muy contenta y yo también.

—Te agradezco mucho, Jacinto —me dijo Juanita.

—¿Qué me agradeces, mujer?

—Pues…, pues —y no dijo más sino que recostada sobre mi hombro, su rostro tan seco, se llenó de lágrimas.

Ella merecía que yo la hiciera mi esposa.

Y yo ser su esposo.

El pasado, como lo pregonan los hombres de Defensa Social que guían nuestra vida, no cuenta.

Solamente cuenta el futuro.

Al fin y al cabo para todo el mundo yo también era dueño de un pasado muy negro.

Pero una mañana…

Don Rigoberto Urbina habló así como él hablaba: pausado y con una voz que venía desde tan lejos como el viento del sur que cuando azota nuestra costa a todos nos llena de angustia:

—Jacinto… La Sala Primera Penal de la Corte Suprema de Justicia ha negado tu libertad condicional… Yo te pido un poco más de paciencia, amigo mío.

Sentí como si de momento se me hubiera arrancado algo dentro de mí. Una ola de calor corrió la isla y subió a los montes siguiendo como una ruta sobre la columna vertebral de la montaña. El gemido de los cerdos que guiaban rumbo al abrevadero se escuchó muy distante.

El estallar de las olas se me hizo eco inmenso que se estrellaba contra mi angustia. Sobre las flores del mango un grupo de abejas silvestres hacía curvas simulando al colibrí. En la manga del señor Urbina un hilo de algodón blanco pendulaba suavemente. Un grupo de reclusos nos miraba sembrando en nuestra figura un signo de pregunta.

Tantos años de esperar y para nada.

¿Será que Dios estaba mirando para otro lado?

Me fui a sentar bajo uno de los árboles y, triste me puse a llorar como desde hace muchos años no lo hacía.

Una semana después caí enfermo y el doctor dictaminó una fuerte debilidad.

Hubiera querido que los señores magistrados de la Corte Suprema de Justicia pudieran mirar hasta donde tenía mi corazón de reo…, pero desgraciadamente ellos solamente pueden mirar las cosas con el Código Penal en cada mano y parece que mi causa no estaba a derecho.

Ellos no se podían brincar la ley, pero yo no lo quería entender.

En los últimos tres meses, momento a momento, había soñado con ser libre. Para solicitar limosna de puerta en puerta cuando no pudiera trabajar… Para arrastrarme por la calle de una ciudad lejana. Para ser como el polvo de todos los caminos o menos que el polvo, pero libre.

El mismo director del penal, un señor
Buenagente,
había prometido:

—En el momento en que venga la orden de libertad pongo una lancha a tu disposición para que no tengas que estar ni un momento más en esta isla.

Y lo decía así porque era el reo de más tiempo en el penal. Mis compañeros de un tiempo viejo salieron libres o han muerto: unos se fugaron y otros se fueron sobre la bestia indiferente de las epidemias o en los accidentes.

Un poco de mis viejos compañeros fueron trasladados a la colonia abierta de San Carlos y los que no merecieron estar más tiempo en San Lucas por haber retrocedido en un mal comportamiento, les enviaron a la penitenciaría.

Para Juanita también fue muy duro el golpe que me privaba de una libertad que ya me había otorgado el Consejo Superior de Defensa Social.

Ya su Jacinto no iba a salir libre.

¡La pobre!

En Alajuela, ciudad escogida por el Servicio Social para que me fuera a vivir. Juanita tenía unos parientes y a ellos les íbamos a alquilar una casita.

Hoy todo era como el chorro de humo cuando hay viento.

Juanita tenía recogida una balsa con semillas de toda flor que hay en la isla y soñaba con un jardín dondequiera que íbamos a vivir.

—Son para nuestro jardincito en Alajuela, lo has de ver, lo has de ver…

Me levanté de la cama gracias al cuidado de Juanita pues mi mayor dolor era esa pena que incuba el desaliento. El desaliento que es sin duda el mayor de los males que pueden habitar en el corazón de un reo.

En los siguientes tres meses Juanita fue cambiando poco a poco. Su mal de asma se le agravó como si la negativa de la libertad que se me hizo, le hubiera hecho mucho más mal que a mí. En las noches en que el viento norte deja pocotones de frío sobre la isla, la escuchaba toser insistentemente por lo que el doctor me dijo en confianza:

—Recomiende a su esposa que se cuide, que se cuide mucho.

Pero no se pudo cuidar y un día así, como suelen venir las cosas que duelen, recibí un telegrama del hospital San Rafael en Puntarenas en donde se me decía que mi esposa había muerto.

El señor director Buenagente gestionó permiso para que la fuera a enterrar, pero no acepté.

—Muchas gracias, señor, muchas gracias… Ella creería entonces que el esposo que la guía al cementerio está libre, lo que es mentira…, una gran mentira, señor…

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