Usted solamente debe de pensar que todo cuanto yo le cuente tiene una huella, un rencor, una herida callada en mí. Mi propia vida no es más que una parte de las cosas que le cuento. Es muy cierto, ya lo ha visto, que cuando Dios no estaba mirando para otro lado y posaba sus ojos divinos en nosotros los reos, la gente era buena; vienen los meses del verano; una persona cumple su promesa de dar una papa dos veces al día en tres días al año; vienen los vientos buenos para barrer con todas las miserias; hay campanas de recuerdo en lo más amable del alma y una voz de ternura se hace madejita de asomo en nuestros sueños.
En uno de esos meses cuando vienen los vientos fui un hombre libre como desde entonces ya nunca más he vuelto a ser…
El año de los presidios es terrible.
Todos los días del año para nosotros eran iguales.
Pasé años enteros en que no supe distinguir entre el lunes de otro cualquiera de la semana y si me hubieran preguntado de repente la fecha y el día me hubiera quedado asombrado sin lograr decir nada.
En el presidio solamente existen dos días importantes: el día en que uno ingresa y el de su libertad. Ese cuento de la rayita que hacen los reos en el inicio de su pena para contar de cinco en cinco, después de un tiempo ya deja de tener razón de ser, pues siendo una pena como la mía —para siempre— y no he de encontrar jamás un camino de esperanza, ¿para qué contar palitos?
Ahora que tantas cosas han pasado no sé si será posible que las cuente como usted desea: unas sí y otras así, digo que no hay nada que convierta a los hombres solos en un estado de ánimo tan miserable que esa igualdad de la vida en un penal: igual la cadena a los latigazos; los días a los meses; la comida, el insulto. ¡Los insultos! Son los mismos de hace diez años, pues la falta de imaginación hace que los verdugos se aferren a ellos como una letanía a la que no hay necesidad de cambiar para decir más ni en un modo más terrible.
Ni siquiera solían estrenar insultos nuevos. Siempre eran los mismos gritados a todo galillo ante el chispear requemante del látigo al sonar sobre nuestro cuerpo. (Lomo, piernas, cabeza, rostro como lo señalan los ojos estallados por la punta acerada del látigo al chocar contra ellos).
Bueno, era el tiempo de los vientos y hacía tres días que un hombre estaba atado a una palmera. Así solía suceder; atar a uno de esas palmeras y darle una tunda hasta que la sangre le corriera por los talones y dejarle ahí hasta que uno al mirar al reo no atinaba a saber si estaba vivo o muerto.
No recuerdo cuál de los crímenes imperdonables del presidio, antes de atarle a la palmera, había cometido. Primero se le aplicaron veinte vergazos en la palma de las manos y otros tantos en la planta del pie; luego se le untó sal y limón para después dejarle atado a la palmera no sin antes repetir la paliza sobre su espalda.
Pero sucedió que este recluso, de apellido Barrientos, tenía en Costa Rica un familiar allegado al señor Presidente y se quejó.
Y así fue posible nuestra extraña aventura.
La fila de presidiarios regresaban desde el monte.
En ese momento el centinela dio tres golpes sobre el riel, lo que significaba que se acercaba el bongo de la capitanía del puerto.
En el bote venía un capitán que después de anunciarse con don Venancio le hizo entrega de un sobre y dentro del sobre venía una esquela, donde el señor Presidente de Costa Rica enviaba a decir al comandante de la isla de San Lucas hasta de lo que iba a morir.
El coronel Venancio mandó a desatar al reo de la palmera y entregándolo con una carta al capitán visitante le dijo a gritos como para que le oyéramos muy bien todos nosotros:
—Y diga usted al m… del señor Presidente que desde ahora en adelante le ha de enviar órdenes a la p… que le… porque yo, junto con mi ejército,
nos declaramos independientes.
Media hora después de la marcha del capitán la corneta tocó formación general. Era una especie de lista que se pasaba cuando un nuevo comandante se hacía cargo del penal. Todos en fila y de pie. Cuando un reo estaba muy enfermo y no le era posible sostenerse en pie, otro compañero le ayudaba, pero todos de frente. Luego el cabo general de vara llamaba a los reos uno a uno su número, nombre, oficio, crimen cometido, tiempo de estar en el penal, apodo y otros detalles. La formación se hacía frente a la guardia del presidio.
Luego de que todos estábamos en fila y no se escuchaba el más leve de los murmullos, ni un ruido ocasionado por la cadena al chocar, apareció frente a nosotros don Venancio.
Vestía uniforme de gala con espada dorada, espuelas de plata, polainas negras, pantalón blanco, guerrera azul tachonada de medallas y otras cosas así de vistosas. Sobre la gorra una pluma blanca le caía a un lado. Sus botas negras de charol reflejaban los rayos del soy y el plumaje blanco de su gorra se mecía suavemente al empuje del viento que también levantaba la punta de la guerrera por detrás.
Estábamos presentes: reos, personal administrativo y tropa.
Juntando las manos como en ademán de acercarnos a todos los presentes, se rascó la garganta, escupió y dijo:
—Estas palabras van para todos: ustedes, chacales de la guardia —y señaló a los soldados—; y ustedes verdugos rastreros, esclavos del uniforme —y aludía a los oficiales—; y también para los reos, amados hijos míos, ladrones, asesinos, violadores, locos, sodomos, rateros, criminales, corrompidos, encadenados por orden de un gobierno despótico como no hay dos en todo el Continente de América.
»Hablo a todos ustedes a los que ahora quisiera dar un abrazo para decir primero a cada soldado: el que no esté de acuerdo con lo que voy a decir, que levante una mano».
Nosotros a una sola acción miramos a los soldados con la esperanza de que uno de ellos, ojalá de los más odiosos, levantara una mano por no estar de acuerdo con lo que pensaba el coronel que nadie lo sabía hasta el momento, pero ni un movimiento de respuesta recibió: todo siguió muy serio arma presente, pies juntos, todos rectos como soldados de juguete.
—Me agrada mucho saber que todos están de acuerdo conmigo —y luego con un ademán teatral y pausado sacó un papel que firmó ante todos nosotros y leyó:
»El abajo suscrito, Venancio Salvatierra López, Coronel del Primer Regimiento de Caballería del Alto del Monte y Ejército de Costa Rica, ex Comandante del Presidio de San Lucas, egresado de la Escuela Militar de Chile (digo esto para que ningún patán de ustedes imagine que soy un militar al «dedo») representante una vez y otra vez (dos veces) de Costa Rica ante el Gobierno de los Estados Unidos de América, en este momento, con la ayuda de Dios, soberano inspirador de mi conciencia, declaro Libre, Soberana, Independiente a la Isla de San Lucas que se encuentra en el océano Pacífico y la proclamo República Libre para la gloria de Dios y de los hombres. Me nombro Presidente advirtiendo que si alguno no está de acuerdo con este nombramiento me lo diga ya para hacer Consejo de Guerra por traición a la Patria Nueva y mandarlo a fusilar —mirada penetrante y silencio impresionante—.
«Y ahora en facultad de mis nuevos poderes como Presidente de la República de San Lucas, desde este momento queda prohibido en todo el territorio de la República, sus aguas hasta seis millas, playas, quebradas y montes, todo amago de esclavitud. Habiendo nacido todos los hombres libres y sin cadena, declaro que es un atentado contra la Divina Misericordia de Dios Todopoderoso poner cadenas en manos y pies de los hombres, sus criaturas humanas y cuya vista desde que poderes infames me designaron como militar a la comandancia de este presidio, me ha herido el corazón».
A esta altura del discurso nos mirábamos unos a los otros tanto entre la tropa como los reos. Un poco de soldados un tanto alejados, se colocaron en un balcón apuntando con una ametralladora al grupo entero siguiendo la orden de una consigna adelantada por don Venancio y como para que todos observaran que el asunto no iba en broma.
—El presidio de San Lucas ha muerto. ¡Viva la República de San Lucas! Ustedes podrán traer sus familias y amigos a laborar la tierra para lo que haremos un trabajo de abono, reforestación y rescate de la tierra que va al mar y embalses para las aguas del invierno con la finalidad de tener siempre agua pronta a las necesidades de la nueva patria.
¡Agua, reforestación, abonos, hermanos, es lo que necesita nuestra querida patria! Todos ustedes saben que hay lugares en la isla donde si acaso tiene tres pulgadas de tierra y donde se anota un máximo de la misma que no pasa de un metro…; luego todo es roca y arena con sal, maldición para todos los que hasta hace un rato eran presidiarios.
»Desde hoy vamos a cobrar un impuesto a todo barco que cruce nuestras aguas y este dinero será dedicado a fortalecer la economía de la tierra nueva, nuestra Tierra Prometida. Desde este momento en adelante ya todo ha de ser diferente: no hay presos sino colonos en esta isla de la nueva fortuna, que necesita de sus hijos para prosperar. Yo, en nombre de Dios, de nuestro médico San Lucas, les declaro libres como las olas del mar, como gaviotas sobre los manglares, como estos vientos que vienen del sur y van hasta el norte sin que nada les pueda detener y que hace embravecer los mares.
»Les declaro ciudadanos fundadores de la República de San Lucas y yo acepto gustoso el ofrecimiento que se me ha hecho para ser primer Presidente.
»Y quiero repetir que si alguno no está de acuerdo, que levante sus manos para mandarlo a fusilar inmediatamente. ¿Todos contentos? ¡Bien!»
Hizo una pausa y agregó en tono de poca broma:
—Todos los reos quedan libres. ¡Ex presidiarios: desde este momento les doy de alta a todos en el Ejército de San Lucas! Todos tienen que jurar la defensa de la patria y con sus vidas luchar por la libertad que les brindo en este primer decreto. Todo el que no quiera prestar su juramento será también fusilado.
»Declaro que desde este instante queda instituida la pena de muerte como castigo al delito de deserción, robo, asesinato, violación o desobediencia.
»Todo ciudadano que intente abandonar la isla sin permiso del Estado Mayor, será fusilado sin más formación de causa… Ahora a todos les pido repetir conmigo: ¡Viva la República de San Lucas!»
—¡Qué viva, que viva!
—¡Viva Dios y nuestro Santo Patrón San Lucas!
—¡Viva, viva, viva!
—¡Viva yo!
—¡¡Viva el general Venancio!!
—¿General? No está malo, así tendré un grado igual al del imbécil que manda en Costa Rica, y como el título me lo confiere la voluntad de mi pueblo, ¡acepto!
Un rato después estábamos todos los reos en la herrería donde los herreros, ya sin cadena, sudaban la gota gorda quitando cadenas, grillos, carlancas, barras, grilletes, rueda de hombro y sacando a los hombres del cepo. Todo se hacía entre canciones y vivas al general. Un loco hace cien y yo hubiera puesto las dos manos sobre la fragua para asegurar que todo aquello era verdad y que estaba libre.
Un caso curioso sucedió cuando ya estuvimos libres de la cadena y es que nos costaba movernos. Se miraban hombres que al caminar hacían el movimiento lerdo de arrastrar la cadena que ya no tenían y otros se empeñaban en caminar con las manos en la espalda como si todavía las tuvieran aherrojadas. Muchos lloraban de alegría musitando vivas al general sin comprender todavía lo que pasaba. La guardia integrada por soldados, oficiales, ya tan acostumbrados a las famosas montoneras de América Central, soñaba con tomar por asalto Puntarenas que está en la República de Costa Rica y ser tenientes, capitanes, coroneles en dos días. Era el tiempo en que durante una de esas revoluciones centroamericanas si un soldado mataba a un coronel se ponía su uniforme y ya era coronel de hecho y derecho.
Aquella fue, lo reconozco ahora, una de las más hermosas alegrías de toda mi vida entre las rejas. En tanto que los herreros sudaban quitando barretas y cadenas de nuestros pies, otro grupo de ex presidiarios las tomaban en piñas para lanzarlas al mar.
Media hora después se levantó en armas el capitán de la guardia con gritos para la República de Costa Rica. Para su mala suerte solamente cinco hombres le respondieron, los que fueron acorralados en el mismo edificio de la guardia y luego de lograr su rendición atados en cadenas y sepultados en el calabozo. El soldado que denunció la conjura se acercó a donde estaba el oficial, le quitó la guerrera y poniéndosela se declaró capitán ante el visto bueno del general. Como medida de precaución se apuntó el único cañón que existía en el penal contra la puerta del calabozo, teniendo un soldado una tea lista para darle fuego en el momento en que desde la ventana de la comandancia asomara la mano del general con un pañuelo blanco.
Un consejo de guerra se integró al momento formado por el gabinete del señor Presidente. Algunos «ciudadanos» al verse sin cadenas tuvieron como primera idea ver la forma como renunciaban a la ciudadanía sanluqueña para siempre, poniendo al mar de por medio; pero la vigilancia fue redoblada y cada soldado tenía orden de disparar sin hacer preguntas de ninguna especie y además, el señor Presidente tuvo el buen tino de poner las armas lo más lejos posible de las manos ciudadanas de los recién liberados. De modo que se hizo imposible la salida sin el correspondiente permiso del Presidente o su Estado Mayor.
Un soldado de Miramar que sabía bastante de lanchas, bongos, botes y velas además de poseer un conocimiento profundo de los bajos del golfo y sus corrientes, fue nombrado Ministro de Marina quedando a su cuidado los cinco botes del presidio a los que de inmediato puso dotación y se les envió a patrullar las costas de la República. Un teniente, fiel a las ideas del general, se le nombró Ministro de Defensa poniéndose en el mismo momento a construir trincheras en puestos claves, ya que para todos era indudable que Costa Rica con todo y su ejército se nos iba a echar encima.
Nosotros, los nuevos ciudadanos, al ver todos esos preparativos de guerra nos llenamos de tristeza y empezamos a ver como una felonía nuestras promesas mentales de libertad.
Se daba como cierto que el Presidente de Costa Rica, un general de muy pocas pulgas, movilizaría el ejército cuando se enterara de lo que estaba pasando.
La bandera de Costa Rica se tiró al mar junto con el retrato, el escudo y demás payasadas del Presidente de Costa Rica. (Antes el general cual o pasaba frente a ese mismo retrato se cuadraba militarmente.) También se lanzaron al mar los libros de reglamento porque todo eso era parte de los signos de la esclavitud a que los costarricenses nos habían sometido por tantos años.