—Esto… ¿esto es bueno? —preguntó Marianne en voz baja. Al hablar, no pudo evitar toser un poco más.
—Ven… —dijo ella.
Marianne se dejó llevar. No veía gran cosa, pero permitió que la llevara por la sala. Se sentía extraña; empezaba a preocuparle el hecho de no poder encontrar la salida si lo necesitaba. Sabía cómo funcionaban esas cosas; en cualquier momento, un acceso de tos podría hacerle perder esa falsa sensación de control, y entonces sus pulmones reclamarían con vehemencia todo el aire que ya no tenían. ¿Y entonces qué?
Estaba a punto de decirle a Sonia que parara, cuando ésta le indicó, poniéndole las manos en los hombros, que se sentara.
Marianne lo hizo, pero no había allí ningún asiento. Se sentó en el suelo, intentando respirar con cuidado. Ahora le parecía distinguir formas neblinosas a su alrededor, como si estuviera rodeada de gente sentada. Eran como espectros, cimbreándose difusamente en los márgenes de su visión. Cuando intentaba enfocar la vista, desaparecían como si nunca hubieran estado allí.
El silencio era intenso.
¿Cómo es que huele tan bien?
, se preguntó. Ahora le parecía que el aroma le recordaba a algo que se escabullía en el trasfondo de su mente. Era como…
Como el olor de los porros.
Era algo así. Ese pensamiento le divirtió.
Vaya, no está mal para evadirse del estrés. Si los bichos vienen hasta el campamento, nos reiremos un rato antes de que nos pasen por las pinzas, eso seguro.
Suspiró suavemente, y cuando lo hizo, se relajó un poco. Empezó a sentir el cansancio en su cuerpo. ¿Había dormido algo? Creía que no, aunque de pronto no estaba segura. Realmente se estaba bien allí dentro, inmensa en la mayor humareda de porros jamás conocida en la historia de la Humanidad desde Woodstock en el 69.
Poco a poco, fue dejando su mente vacía. El silencio era agradable, y de repente, se encontró respirando con total normalidad. La garganta ni siquiera picaba ya. Pasó así un tiempo, aunque no supo decir cuánto. Cuando abrió los ojos pensó que incluso podía haber dormitado. Un poco.
Hey, hey. Eso es peligroso
, pensó. Recordó la gente que se moría dormida en los incendios, embriagada por el humo que se colaba subrepticiamente en sus pulmones. O la gente que se quedaba dormida en mitad de una nevada y moría congelada. Muertes dulces, pero muertes al fin y al cabo.
Una vez tuvo los ojos abiertos, descubrió que podía ver mejor. Quizá estaban sacando humo o metiendo oxígeno en el recinto, porque ciertamente, parecía que se podía respirar mejor.
Ya era hora, chicos, porque os habíais pasado un poquito con esta mierda.
Divertida, descubrió entonces que la sala estaba llena de gente, sentada en el suelo formando círculos alrededor de un punto central. La imagen no era nítida, pero le pareció ver que algunos de aquellos hombres y mujeres estaban desnudos. Le parecía ver sus espaldas desnudas, y la sagrada raja de sus traseros asomando a nivel del suelo. Esa idea le produjo, otra vez, cierta hilaridad.
Ponte seria, chica
, pensó, con un principio de sonrisa en los labios. Y luego cerró los ojos, volvió a relajarse y a sentirse amodorrada.
Después de un rato, le pareció que alguien, en alguna parte, estaba cantando. No sabía cuánto tiempo llevaba haciéndolo, lo hacía tan bajo que era difícil precisar si el cántico ya estaba ahí desde el principio o acababa de empezar a sonar. Era un susurro lejano, apenas audible, pero claramente musical. Tenía un toque melancólico que le resultaba reconfortante, y se concentró en eso durante otro rato más.
Estaba tan ensimismada que ni siquiera escuchó los helicópteros ni el ejército poniéndose en marcha con una algarabía mecánica ensordecedora. Tampoco era consciente del Zumbido. Ya no. Sólo estaban ella, la música, el humo.
Para entonces, Marianne ya no sentía las piernas, ni el suelo en el que se apoyaba. Transportada a un nuevo estadio mental, se sentía ingrávida, como si flotara. A ratos, tenía la sensación de que se movía por una corriente de agua, balanceándose suavemente a uno y otro lado. Era consciente del sonido de su propia respiración, de su corazón latiendo rítmica y serenamente en su pecho, y de su propia sangre que, al circular tumultuosa por sus venas, producía un sonido burbujeante.
Ahora imaginaba cosas. Pensaba que el caparazón-huevo ya no tenía la forma de media esfera, sino que el suelo había desaparecido y flotaba en el aire, con todas las otras personas. Era un pensamiento delicioso. Probó entonces a estirar las piernas, y descubrió que podía, así que se quedó suspendida, disfrutando de la sensación de no estar unida a nada, sólo al humo blancuzco que flotaba entre todos.
Y ahora…
¡Ahora todos cantaban!
Era el mismo cántico, con su inconfundible y dulce melodía, pero llenaba la esfera tan por completo que ella misma se sintió parte de la música. Sí, ella era una nota más. Una pequeña nota en una secuencia musical que fluía y se complicaba a medida que cada una de aquellas personas se unía al canto. Extendió las manos, tarareando la melodía, y tocó otros dedos con los suyos: manos anhelantes que la cogieron y se cerraron, cálidas, sobre sus manos. Eso le gustó también.
Y después… Después le pareció que había palabras en aquella melodía maravillosa. Inclinó la cabeza y escuchó, intentando concentrarse en descifrar lo que decían. Era difícil, porque estaban llenas de ecos, y las palabras reverberaban en el aire como golpes de sonido que recordaban mucho a los latidos de su propio corazón.
—Madre… Madre…
Madre…
Tanto Thadeus como Pichou miraban perplejos cómo el teniente corría a uno de los mandos de la cabina donde estaban hacinados. El biólogo pensó que iba a operar la torreta, y se pegó a la pared tanto como pudo, pero no, el boina verde pasó de largo y abrió un panel cuya tapa se vino abajo con un sonido metálico.
—Aún tenemos un pequeño truco —dijo, ceñudo.
—¡Teniente, casi están aquí! —gritó el piloto desde su posición.
—Dios mío —exclamó Pichou—. ¿Qué es?
—Ahora lo verá —dijo el teniente.
Y entonces, empezó a accionar los controles.
Fuera, empezaron a escucharse unos golpes sordos. Era como si alguien llamara a la puerta, sólo que no había puerta; las criaturas estaban encaramándose a la estructura del tanque. Thadeus miraba a todos lados, como si esperase que una de las pinzas pudiera irrumpir a través del metal por cualquier lado. Respiraba con dificultad.
El teniente sacudía ahora los controles con inesperada violencia, hasta que, de pronto, los soltó con un bufido de desesperación.
—No funcionan —exclamó. Las palabras sonaron como una declaración de muerte en el recinto metálico.
—¿Qué? —exclamó Pichou—. ¿Qué es lo que no funciona?
—El lanzallamas. ¡El lanzallamas, joder! ¡No funciona!
Pulsó otra vez los controles y movió el mando de giro del pequeño cañón, pero estaba como trabado. Thadeus se sintió desfallecer.
—¡Como haya sido por el puto disfraz…! —gritó.
De repente, un golpe sordo en el metal les hizo callarse. Pichou extendió los brazos, pidiendo silencio. El teniente se tapó la boca con la mano… ¡había sido tan descuidado!
Se quedaron quietos, escuchando. Ya no se oía nada. Nadie golpeaba el metal blindado del Leopard, y ninguna pinza atravesó sus paredes para asomar como un punzón tenebroso. En la tibia penumbra del vehículo, los tres hombres se miraron.
Pichou señaló el techo con un dedo. Tenía los ojos muy abiertos. El teniente asintió.
—¿Qué…?, ¿qué pasa? —susurró Thadeus.
El teniente se acercó a su oreja para responder en un tono tan bajo que era casi inaudible.
—Los… tenemos… encima.
Thadeus comprendió. Estaban encima, efectivamente, encaramados al Monstruo como jinetes en sus caballos, pero por alguna razón, no atacaban. El tanque se desplazaba ahora a unos diez kilómetros por hora, haciendo girar sus rodamientos por el asfalto.
Thadeus abrió mucho los ojos. Se daba cuenta de que el plan parecía estar funcionando, al menos en parte. Las criaturas se habían subido al Leopard como si reconociesen en éste a uno de los suyos, uno de gran tamaño. Sin darse cuenta, habían construido algo que ellos parecían identificar como una especie de…
¿De autobús?
O una especie de mamá de alquiler
, pensó Thadeus mientras se agarraba las manos para disimular su temblequeo.
Vamos a dar un paseo, mamá. Llévanos a tooodos los sitios.
Y en la quietud del interior del blindado, se volvió para esconder una risa nerviosa. Pero sus ojos decían otra cosa.
En sus ojos había terror.
Con los ojos como platos, Dempsey y Helm vieron cómo el helicóptero aparecía por detrás de la fachada del hospital, envuelto en una nube de humo. Pero no era humo del motor, era el mismo aparato el que exudaba una especie de vaho, como si acabara de salir de una sauna turca.
—Pero qué… —dijo Dempsey.
No le dio tiempo a terminar la frase. Como si nunca hubiera sido diseñado para volar, el helicóptero se precipitó contra la carretera y se estrelló contra ella. No hubo explosión; simplemente, rebotó con un ruido desquiciante de metales retorcidos, volvió a caer, y se arrastró por el asfalto unos buenos diez metros. Las aspas continuaron girando en el aire durante unos segundos antes de detenerse del todo.
—¡Dios mío! —exclamó Dempsey. Estaba transportando unos contenedores con medicamentos inyectables, pero los dejó caer al suelo y salió corriendo hacia el aparato.
—¡Dempsey! —gritó Helm—. ¡Puede explotar!
Pero Dempsey no se detuvo: continuó corriendo hasta que llegó al aparato.
Cuando se acercó, lo primero que percibió fue el olor, a pesar de la lluvia. Olía como a ácido de batería, y a juzgar por el estado del aparato, eso era exactamente lo que parecía que alguien había arrojado sobre él. Pequeños círculos cóncavos, inmundos y humeantes, cubrían su superficie como agujeros de bala, rodeados de una sustancia en apariencia pegajosa y de un color verde pútrido, como el de las algas que se han secado al sol. Dempsey se cubrió la nariz con la manga y se acercó, no obstante el intenso olor a quemado. El helicóptero estaba tan retorcido como un avión de papel con el que se ha jugado toda una tarde, pero si existía alguna posibilidad de que quedara alguien vivo…
Una mano cayó de repente por la puerta del compartimento de carga y quedó colgando de un brazo, lacia e inerte. Dempsey se acercó corriendo, pero cuando llegó hasta allí, su corazón dio un vuelco.
—¡Sapkowski! —gritó.
No entendía. No sabía cómo. Sapkowski estaba allí, con el uniforme de combate humeante y recubierto de aquella sustancia verde. La cara estaba horriblemente desfigurada, como si la hubieran derretido, y los goterones de carne líquida se confundían con ríos de sangre. Pero era él. No tenía ninguna duda de que era él.
Retrocedió dos pasos, temblando de pies a cabeza, y luego se dobló sobre sí mismo para vomitar. Helm llegaba en ese momento hasta él y tuvo que saltar a un lado para evitar el vómito.
—¡Tío! —exclamó. Pero entonces giró la cabeza y vio los restos de Sapkowski, que seguían fundiéndose delante de sus ojos. Una masa de hueso blanco empezó a despuntar en la zona del hombro, redonda y reluciente como un pomo. Sin poder contenerse, empezó a chillar.
—¡Helm, Helm! —gritó Dempsey. Pequeñas gotas de saliva volaron por el aire y se confundieron rápidamente con la lluvia.
Helm dejó de chillar. Le miraba con una expresión descompuesta. Allí, con la boca entreabierta y los ojos desorbitados, parecía un lunático a punto de sacar un cuchillo.
—Dios… Dios… ¡Dios! —graznó Dempsey entonces, retirando un hilo de saliva blancuzco y espeso de sus labios.
—Pero ¿cómo? —preguntó Helm.
—Creo que consiguió su helicóptero —exclamó Dempsey con aflicción. Ahora se estaba mordiendo el labio inferior, embargado por una rabia insondable; sus mejillas habían adquirido el color de las manzanas madurando al sol.
—Cómo… —repitió Helm.
—Lo derribaron, ¿vale? ¡Eso es todo! —explotó Dempsey—. ¡Mira toda esa mierda verde! ¡Lo derribaron como a nuestros aviones! ¡Le lanzaron mierda y se lo cargaron!
Se quedaron callados durante un rato. La lluvia caía sobre el ácido verde y emitía un sonido siseante.
—Ya no tenemos nada que hacer aquí —dijo Helm al fin.
Dempsey iba a decir algo, pero en ese momento, la tierra empezó a sacudirse. Helm extendió las manos para recuperar el equilibrio, pero fracasó en su intento y cayó de culo contra el suelo encharcado. El helicóptero se estremeció, y con un sonido chirriante y agudo, se inclinó con rapidez hacia un costado. Helm gritó y se cubrió con los brazos, pero en el último momento, el aparato terminó su movimiento, quedándose a escasos centímetros de Helm.
—¡Hijo de puta! —bramó Helm, saliendo de la trampa usando brazos y piernas para gatear. Más que arrastrarse parecía dar patadas a un enemigo invisible.
—¡Qué coño pasa ahora! —gritó Dempsey.
A su alrededor empezaron a escucharse crujidos; la tierra gemía amenazadoramente. Trozos de balcones y distintos elementos decorativos de las fachadas se vinieron abajo y explotaron contra el suelo lanzando fragmentos por todas partes.
—¡Dempsey! —gritó Helm. Estaba mirando el hospital, y en su fachada, una grieta oscura y sinuosa se abría paso a ojos vista, haciendo explotar los cristales de las ventanas a su paso—. ¡Hay que largarse!
Dempsey no pudo estar más de acuerdo. Costaba trabajo correr con semejantes temblores, pero de alguna forma consiguieron llegar hasta el autobús. Allí, el personal del hospital abandonaba a la carrera el edificio. Uno caminaba ayudado por una de las enfermeras, cubriéndose la cabeza con una mano. La sangre manaba a través de sus dedos. En silencio, Dempsey dio gracias por que todos los pacientes hubieran sido ya trasladados al autobús.
—¡Subid al autobús! —gritó. Estaba mirando con terrible fascinación cómo el suelo se levantaba debajo de éste, partido por una fisura que se agrandaba por momentos.
—¡Vamos, vamos!
Helm identificó a la doctora Lynn en la puerta trasera.
—¡Doctora!
—¡Falta Frank! —le dijo.
El temblor parecía ir en aumento. El rugido que contaminaba el aire los envolvía como si estuvieran tras una cascada. Dentro del edificio, algo se desplomó con un estrépito terrible, y una nube de polvo atravesó el pasillo que conducía a la salida con una violencia terrible.