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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (70 page)

Se saludaron cortésmente, pero no había tiempo para mucho más. El oficial había extendido ya un mapa sobre su mesa y pidió al teniente de los boinas verdes que expusiera su plan de ataque. Al parecer, los agentes especiales franceses iban a acompañarles en esa misión por si se producía un «contacto con el enemigo». Thadeus levantó una ceja. Había visto aquellas cosas en acción y dudaba de que cualquier contacto acabara de una manera que no fuera violenta.

—Bien —dijo el teniente, carraspeando brevemente antes de comenzar—. El ataque que lanzaremos sobre el enemigo se producirá en tres frentes distintos. Aquí, aquí… y por este lado, con un movimiento envolvente. El objetivo es sorprender a las criaturas de mayor envergadura que suelen mantener a la retaguardia y poder así eliminarlas, ya que ofrecen una cobertura extraordinaria a las criaturas-soldado.

«Nuestras unidades comenzarán diez minutos después de que el combate haya empezado. Lo hacemos así porque esperamos que el despliegue de tropas sea suficiente para llamar la atención de todo el ejército invasor en la ciudad, y que se olviden de nosotros. Recuerden que estaremos moviéndonos con cuidado, intentando mantenernos apartados de su vista. Tendremos cuatro rutas distintas de infiltración y cuatro equipos diferentes, con la esperanza de que alguna consiga el objetivo.

»En cuanto a esto, el objetivo es, naturalmente, la construcción que el enemigo ha estado erigiendo en los últimos días. Más específicamente, el objetivo es el pozo que hay
debajo
. Hemos recibido instrucciones adicionales mientras veníamos hacia aquí y se nos ha dejado muy claro que clausurar ese pozo es absolutamente esencial para que pueda existir cualquier posibilidad de victoria.

Pichou escuchaba con atención. Debía haberse producido algún descubrimiento importante en el tiempo que él había estado ausente porque la importancia de la clausura del pozo no le casaba con lo que había averiguado.

—¿Se sabe por qué es tan importante cerrar el pozo? —preguntó.

—No —dijo el teniente—. Imagino que algo en lo que el enemigo ha trabajando en secreto durante tanto tiempo es algo que querríamos destruir.

—Entiendo —dijo Pichou, volviendo a acomodarse en el respaldo de la silla.

—Bien, ¿cómo lo haremos? Nuestra unidad… eh… la Unidad Monstruo, se acercará por este flanco, manteniéndose lejos de los ataques principales. Utilizaremos este paso de aquí. Tendremos cobertura aérea para darle al enemigo una distracción mientras avanzamos, así que deberíamos llegar… aquí, sin problemas. Si la técnica del disfraz funciona, podremos ir por este lado y llegar a este punto —plantó el dedo índice en el mapa de Málaga con fuerza—. Bien, éste es un punto interesante, porque hay construido un ascensor que lleva a lo más alto del castillo, en concreto al interior. Según hemos podido estudiar por las imágenes topográficas del satélite, es el punto más cercano para acceder al pozo, que está a apenas diez o quince metros detrás del muro del hueco del ascensor.

«Nuestra arma secreta es el C41A. Es un tipo de explosivo derivado del conocido C-4 cuyo desarrollo es… era un secreto militar. Hasta ahora. Es diez veces más potente, y cien veces más estable. Puede moldearse, funciona bajo el agua y hasta huele bien.

Thadeus sonrió.

—Su principal encanto, lo que lo hace un explosivo muy, muy sexy, es que es direccional. Con un explosivo normal, la explosión subiría por el hueco del ascensor como un proyectil por el cuello de un cañón y lanzaría la cabina al espacio, perdiendo la mayoría de su fuerza potencial. Y habría otro riesgo, que la estructura del hueco se viniera abajo. Todo lo que conseguiríamos sería un cráter vagamente esférico que, rápidamente, se volvería a llenar de escombros.

»Con esta belleza, muchos de los problemas asociados a estas operaciones desaparecen. Colocamos la carga con su punto de ruptura apuntando a la dirección que queremos, y el explosivo estalla enviando toda su brutal fuerza destructiva en esa dirección.

—Tan fascinante como terrible—exclamó Pichou.

—No se preocupe. ¡Nosotros somos los buenos! —bromeó el teniente—. Bien, el resto es sencillo. Hacemos una abertura, llenamos las paredes del pozo de explosivo y lo volamos. Si esto no hace que se venga abajo, no sé qué lo hará.

—¿Cómo se detona? —preguntó Pichou.

—Por radio, claro —dijo el teniente.

—¿Por radio?

El teniente asintió.

—Los tiempos de los detonadores por cable se acabaron. Ponemos un pequeño receptor en cada una de las cargas y las hacemos explotar remotamente.

—¿Y después? —preguntó Pichou.

El teniente levantó ambas manos.

—¿Después? Después… habremos ganado.

Koldo divisó al sargento Torres entre el gentío, pero cuando intentó acercarse a él, dos soldados le detuvieron.

—¡Sargento! —llamó—. ¡Sargento!

El sargento miró, confuso, y cuando descubrió al joven entre el grupo de civiles que estaban atentos a las maniobras de los militares, bajó la cabeza. Se pasó un dedo por la frente, pensativo, y luego se acercó a él dando grandes zancadas.

—¡Sargento, estoy listo! —exclamó, lleno de entusiasmo.

El sargento asintió, pero su expresión era apagada.

—Oye, chico. Te agradecemos mucho todo lo que has hecho, pero mi superior no quiere civiles en el monstruo —explicó.

Koldo cambió su expresión como si le hubieran dado una bofetada.

—Pero… ¡Pero si hice todo el trabajo! —exclamó.

—Lo sé, y el Estado español te lo agradece —dijo en voz baja—. Tendrás una condecoración por méritos, y…

—¡No, sargento, por favor, tiene que decirles que sólo quiero ir! ¡Quiero ir a la guerra! ¡Sargento, por favor!

—Lo… Lo siento, chico.

Luego se dio la vuelta y se alejó. Koldo siguió llamándole, suplicando y gritando hasta que el sargento desapareció de la vista. Después se quedó allí, tan confundido como perplejo. Todo lo que había hecho… los riesgos que había corrido… el haber estado a punto de
morir
por traer aquellos cuerpos, el haberse pasado la noche montando aquel montón de mierda… y todo para…
¿Para nada?

Se quedó quieto, callado, con una expresión neutra en su rostro.
Creo que no. Creo que no, hijo de puta
. Y entonces, inesperadamente, giró sobre sus talones y desapareció entre los civiles.

—¡Muy bien, todos preparados! —exclamó el teniente.

Un boina verde distribuyó unos cascos reglamentarios a los tres civiles. Iba tiznado de negro, y en su chaleco asomaban tantos cargadores, cuchillos y cachivaches varios que Thadeus se sintió otra vez fuera de lugar. Ajustarse el casco en la cabeza y cerrar la cinta alrededor del cuello no hizo que esa sensación desapareciese.

Luego miró la deforme estructura en que se había convertido el tanque Leopard. El sargento lo había llamado el Monstruo, y era justo lo que parecía: una especie de aberración salida de la imaginación de algún artista conceptual. Si tuviera algo parecido a una cabeza, con un par de ojos brillantes en alguna parte, estaría listo para desfilar ante las cámaras.

Estaba dando vueltas a esas ideas cuando, de repente, el teniente empezó a encaramarse por la estructura. Cuando él lo hacía parecía fácil: en un instante alcanzó la forma, terriblemente imprecisa, de la torreta. Pero cuando llegó su turno, lo hizo torpemente, hasta el punto de resultarle algo violento. Le gustó desaparecer por el hueco de acceso al interior y quitarse de la vista.

Lo primero que advirtió fue que el espacio era mucho más pequeño de lo que había imaginado. El piloto tenía su propio lugar y estaba apartado por una especie de reja metálica, pero en la cabina apenas había sitio para el operador de la torreta; su asiento estaba emplazado en una estructura que giraba trescientos sesenta grados y necesitaba casi toda la cabina. El resto era, en esencia, funcional: el metal estaba deslucido, rayado y avejentado, y por doquier se desplegaban docenas de cables, pequeños terminales con botones e indicadores y palancas que parecían sacadas de algún antiguo modelo de utilitario.

El teniente le esperaba junto al puesto del tirador.

—Está usted en su casa —dijo.

—Un poco apretado —dijo Thadeus.

—Sin embargo, es el mejor blindaje que tenemos —contestó el teniente—. He visto grabaciones donde el enemigo desgarraba con facilidad metales comunes de muchos centímetros de grosor, y les he visto derribar a empujones cosas tan grandes como furgonetas o caravanas. Así que su idea de utilizar un blindado como el Leopard 2E me parece excelente.

—Entonces, ¡no es sólo por su capacidad ofensiva?

—No creo que utilicemos la torreta de este cacharro en ningún momento, de todas maneras. Si llegamos al punto de tener que utilizarla, estaremos perdidos, de todas formas. Así que hemos dejado únicamente tres proyectiles. El resto lo hemos sustituido. Ese precioso hueco para la munición está lleno de nuestro explosivo milagroso.

Thadeus intentó sonreír, pero se sentía demasiado asustado y expectante como para observar las formas, y lo único que pudo componer fue una mueca extraña. ¡Cabalgaban en un monstruo mecánico atiborrado de explosivos! No sabía si la noticia había tenido que ver, pero empezaba a notar otra cosa: la temperatura era un par de grados más alta que en el exterior. Cuando la tapa se cerrara y fueran cuatro ahí dentro, imaginaba que la cosa se caldearía bastante.

Como si los hubiera conjurado, los franceses entraron en último lugar.

—¡Vaya! —exclamó Pichou—. Vamos a ir un poco apretados.

—De eso estábamos hablando —dijo Thadeus, haciendo hueco. Encontró una agarradera metálica y se sujetó en ella. Pichou, mientras tanto, tocaba en ese momento las paredes del habitáculo.

—¿Su compañero? —preguntó el teniente.

—Alan ha decidido quedarse, teniente. Sufre un poco de claustrofobia.

—No puedo decir que vaya a quejarme. Así tendremos un poco más de sitio aquí dentro.

Pichou asintió. Estaba girando la cabeza, como si algo estuviera fuera de lugar.

—¿Estamos en marcha? —preguntó entonces.

—Aún no —dijo el teniente consultando su reloj—. Sólo un par de minutos.

—Es curioso. Entonces, ¿este ruido de motor?

El teniente le miró como si no entendiera.

—Creo que se refiere al
ruido
, ya sabe… —dijo Thadeus.

—¡Ah!
Ese
ruido. No tengo ni idea —exclamó, encogiéndose de hombros—. Es sólo el Ruido. Se escucha por todas partes últimamente. Los mandos no le dan mucha importancia. Algún tipo de… sonido… probablemente, algún efecto colateral de los ataques.

Pichou inclinó la cabeza.

—El Ruido… —masculló. De pronto, sus ojos se abrieron de par en par, reflejando una chispa de comprensión—. ¡Quiere decir el Zumbido!

—El Zumbido, sí —concedió el teniente—. A mí me suena a un grupo de piratas cojos arrastrando su pata de palo por un puente metálico.

Pichou escuchaba ahora con renovado interés, girando la cabeza en todas direcciones.

—¡Así que es así como suena! —exclamó.

—¿Tienen idea de qué lo produce? —preguntó Thadeus.

—No. Lo cierto es que el teniente tiene razón. Nadie parece darle mucha importancia. A mí me parece que la tiene. ¿Qué opinan ustedes?

Thadeus iba a decir algo, pero el teniente se puso en medio, formando una especie de letra T con ambas manos.

—Hablaremos de eso en el viaje, caballeros. Es la hora.

A continuación, se deslizó entre los hombres, levantó la mano y cerró la escotilla, asegurándola con una vuelta de volante. Mientras golpeaba la rejilla metálica del piloto para indicarle que arrancara y daba instrucciones por radio, Thadeus empezó a sentirse mal. Estaba acostumbrado a trabajar en barcos en períodos a veces superiores a los seis meses, y había dormido en camarotes tan estrechos que cuando se ponía en el centro podía tocar las paredes con la mano; pero aquel agujero metálico era demasiado angosto. No había ni una sola rendija de ventilación a la vista, y comenzaba a tener la sensación de que faltaba el aire.

Y había otra razón para su repentina claustrofobia: de pronto pensaba en ataúdes. Ataúdes metálicos.

La hora cero, marcada a las nueve treinta de la mañana, hora local de la Península, llegó.

Lentamente, el ejército se puso en marcha, creando una humareda de polvo que se levantó como un espectro terrible sobre todo el campamento. Los helicópteros empezaron a despegar, y el aire se llenó de una algarabía ensordecedora.

Las distintas brigadas empezaron a maniobrar hacia sus objetivos: unos hacia el sur, pero otros en cambio empezaron a marchar hacia el oeste, bordeando el límite exterior del campamento, ahora prácticamente vacío. Los tanques avanzaban a buen paso y parecían ganar velocidad a medida que progresaban por entre las colinas, seguidos de los camiones de transporte de tropas. Los vehículos que cargaban cohetes esperaban pacientemente para marchar en último lugar.

La población civil del campamento los veía marchar con expresiones atónitas: jamás hubieran imaginado que el ejército español pudiera desplegar una cantidad de fuerzas tan numerosas y de una apariencia tan fabulosa. Casi parecía un escenario de una película de la segunda guerra mundial; el despliegue del desembarco de Normandía, quizá. Los helicópteros tronaban y resplandecían como si estuvieran revestidos de una capa ígnea, y por si esa visión fuera insuficiente, cuando miraron arriba vieron pasar seis aparatos a reacción en dirección este-oeste, volando a tan baja altura que el rebufo les hizo encogerse. Algunos vitoreaban, vívidamente exaltados, pero la mayoría, incluyendo al musculoso Lando, se sentían algo estúpidos por haber solicitado armas al sargento: si todas aquellas unidades fallaban en el ataque, unos cuantos civiles no adiestrados no iban a suponer ninguna diferencia.

El Monstruo avanzaba lentamente hasta el Punto de Despliegue, y allí esperó a que las columnas hubieran empezado sus rutas de ataque. Se puso en marcha hacia su destino exactamente once minutos después de la hora cero, es decir, a las nueve cuarenta y un minutos, momento en el que un escarabajo pelotero que pasaba distraídamente delante de sus orugas se libraba de ser aplastado tan sólo por unos segundos.

Los primeros en llegar a la zona de Máxima Alerta fueron los de la columna central; tenían la misión de incidir en el mismo punto que atacaron el día anterior. Esperaban que el enemigo volviera a concentrar toda su capacidad defensiva y diera una oportunidad a las columnas que atacaban por los flancos. Y, por supuesto, a las unidades de boinas verdes que buscarían caminos secretos, ocultos a los ojos de las criaturas.

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