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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (71 page)

BOOK: La hora del mar
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Encontraron el viejo campo de batalla vacío, vigilado tan sólo por los cadáveres de cientos de soldados, los restos de los blindados y demás parafernalia militar. La columna, sin embargo, se desvió ligeramente: había demasiados de sus hombres en aquel lugar como para que las ruedas y orugas les pasaran por encima.

Habían recorrido ya la mitad del espacio que les separaba de la maltrecha autovía y hasta empezaban a pensar que llegarían sin problemas a la línea de los edificios cuando, de repente, el suelo empezó a vibrar. Rápidamente, la columna se desplegó, formando líneas que se abrían como las ramas de una palmera. Uno de los camiones pareció tropezar con algo y dio un salto, con el eje delantero colgando, inútil, en el aire. Cayó de costado, se arrastró unos cuantos metros por el suelo y se detuvo. Para entonces, escenas similares sucedían por todas partes.

Fue un piloto de helicóptero el que vio en primer lugar lo que sucedía: el enemigo brotaba del suelo en enormes cantidades; era como si la misma tierra los escupiese en un número tal que empezaron a crearse pequeñas grietas y cráteres. Uno de los tanques perdió asidero y empezó a deslizarse por uno de esos cráteres, hundiéndose cada vez más en la tierra.

Los Eurocopter Tiger reaccionaron rápidamente. Hicieron un giro arriesgado y enfilaron hacia el enemigo que empezaba a emerger a la superficie. Los cañones Browning escupieron balas con una cadencia pavorosa, pero los proyectiles no hicieron gran cosa; su calibre no era diferente del de las balas de los fusiles que tantas veces habían sido probados en combate, por todo el mundo, con nefastos resultados.

Los sistemas de comunicaciones reventaban; todos chillaban a sus aparatos de radio. Las órdenes se cruzaban, mientras a unos se les ordenaba retirarse y resistir, a otros se les ordenaba avanzar. Pasó algún tiempo antes de que la cadena de mando se definiera y se concretara una única vía de acción, y esa orden fue: ¡avanzar!

Pero el enemigo les había sorprendido una vez más, y estaba ya encima de ellos. Como en el día anterior, las Rocas Negras trepaban por encima de los blindados, golpeando su blindaje una y otra vez. Sin embargo, muchos de esos vehículos estaban preparados para esa eventualidad. Unas pequeñas modificaciones en su armamento les permitía ahora estar preparados para repeler unos ataques ante los que habían estado indefensos.

Los lanzallamas empezaron a actuar, arrojando columnas de enfurecido fuego alrededor. Las criaturas se sacudían, agitando las pinzas con una velocidad asombrosa, perdían apoyo y caían al suelo, donde se encogían sobre sí mismas entre terribles espasmos. Los camiones de transporte de tropas que no conseguían escapar no tenían la misma suerte. Los soldados disparaban cuando las armaduras irrumpían en su interior, pero aunque a veces conseguían derribar algunas, a éstas les seguían otras, y entonces las pinzas chascaban, cortaban, desgarraban y hacían crujir los huesos.

En el Centro de Mando, los estrategas militares seguían repitiendo la misma orden.

—¡Avancen, Avancen!

Esta vez, los Eurocopter hicieron nuevas pasadas, ahora con una prueba de armamento diferente. El enemigo parecía brotar de túneles subterráneos, y allí dirigieron sus cohetes de sesenta y ocho y setenta milímetros. Éstos hicieron saltar por los aires los cuerpos de los invasores en mil pedazos diferentes. Finalmente, los terribles Hydra 70 provocaron explosiones salvajes; las columnas de fuego se elevaron en el aire, enredadas en espirales de humo negro, y colapsaron los túneles tan por completo que las eclosiones de Rocas Negras quedaron en esos puntos anegadas en una tormenta de tierra.

Sin embargo, no todos los enemigos surgían de las entrañas de la tierra. Desde el oeste llegaba ahora una nueva oleada de ataque, una horda espeluznante que corría hacia las columnas de efectivos a una velocidad sorprendente.

Esta vez, los reactores entraron en acción, rasgando el cielo a gran velocidad. Hicieron una pasada a baja altura y dejaron caer una lluvia de napalm que trazó una línea de fuego entre los monstruos y el resto de las unidades. A las criaturas les fue imposible detenerse a tiempo, eran demasiadas. Las que iban en primer lugar intentaban frenar su impetuosa carrera, pero las que venían detrás las empujaban cada vez más. Empezaron a arder, y en mitad de esa danza macabra donde los espasmos de dolor las cegaban, arremetían unas contra otras.

Mientras tanto, en retaguardia, los lanzacohetes y los morteros empezaron a funcionar. Las explosiones caían en mitad de la masa de invasores y los reducían a trozos irreconocibles. Algunos pasaban a través de las llamas y caían al otro lado, humeantes y renegridos.

Hubo bajas, sí, y cuantiosas, pero de alguna manera, la primera columna central consiguió llegar hasta el límite de la ciudad y empezó a adentrarse en las calles. Cuando eso ocurrió, los ánimos se exaltaron. Casi todo el mundo pensaba que la protección de los edificios jugaría a su favor. Pero se equivocaban.

El Monstruo avanzaba por el lado este de la ciudad, lo suficientemente apartado de las líneas de ataque como para no llamar la atención. Ni siquiera iba a toda la velocidad posible: el vehículo circulaba inclinado unos treinta grados por una pendiente y el piloto temía que el traqueteo terminara desmontando el camuflaje. Sin embargo, quien quiera que lo hubiese montado había hecho condenadamente bien el trabajo, y el disfraz aguantaba.

En el interior, nadie decía gran cosa. La tensión se palpaba en el aire.

El teniente estaba ocupado con el sistema de radio. Tampoco decía nada, sólo estaba concentrado en escuchar cómo se iban desenvolviendo los ataques.

—Han dado bien a nuestros chicos —explicó— en la columna central.

—¿Otra vez? —graznó Thadeus, sorprendido.

—Salieron del suelo —explicó el teniente—. De debajo de la tierra. ¡Vaya! No teníamos ninguna constancia de que hubieran hecho eso antes, en ninguno de los ataques documentados hasta ahora.

—Qué curioso… —exclamó Thadeus, pensativo—. Algunos cangrejos se entierran en la arena, cavando hacia atrás, al menos una o dos veces al año.

—¿Por qué lo hacen? —preguntó Pichou.

—Para mudar de piel. Se esconden, ya que son muy frágiles en ese período, sin su coraza.

—Oh, sí —dijo Pichou—. Había oído eso antes.

—Bueno, no es que salieran sin coraza, precisamente —dijo el teniente.

—Desde luego —reflexionó Thadeus—. Pero es interesante que compartan esa cualidad. Es como si la hubieran heredado…

—¿Cree en factores… evolutivos? ¿Cree que estas criaturas comparten un pasado común con los cangrejos que todos conocemos?

Thadeus se encogió de hombros.

—Es posible —dijo Thadeus, pensativo.

—Demasiada diferencia de tamaño, ¿no cree? —opinó el teniente.

—Bien. Sí y no. Puede que al evolucionar en las profundidades abisales del planeta, estas criaturas que compartieron ancestros comunes a nuestros cangrejos tuvieran que aumentar su tamaño para soportar mejor la presión. Antes se pensaba que el tamaño de los seres vivos aumentaba según éstos se hacían más complejos, pero en muchos casos se desconocía cómo funcionaba este proceso con exactitud. En este caso concreto, nuestros cangrejos probablemente fueron desarrollando órganos más y más complejos para soportar la presión en las profundidades, y al mismo tiempo, estos mecanismos biológicos hacían que pesaran más. Acabaron sumergiéndose cada vez más, y es fácil suponer que terminaron por ocupar los pozos más profundos. Bien, sólo estoy pensando en voz alta, pero cuando se piensa en animales que llegaron a alcanzar un tamaño descomunal siempre se acaba en los dinosaurios. Sin embargo, los animales marinos alcanzaron también tamaños espectaculares, superando a los dinosaurios. Hoy en día la ballena azul es uno de los seres vivos más grandes que existen.

—Eso es interesante… —dijo Pichou.

—Bueno, sin duda ya nos enteraremos de todo esto —exclamó Thadeus—. Alguien con muchos más medios que sólo una cabeza pensante debe estar estudiándolo.

Pichou sacudió la cabeza.

—No esté tan seguro —dijo, y luego, como si quisiera cambiar de tema, añadió—: teniente, ¿qué pasó con la columna central? ¿Los hemos perdido?

—No, han conseguido llegar a la ciudad. Con bajas, pero están dentro. Ahora lucharán en las calles, sirviéndose de los edificios para obtener una ventaja táctica.

—Bien… Bien está lo que bien acaba —exclamó Thadeus.

—Ya veremos. Me preocupa lo que esos monstruos puedan sacarse de la manga. Además, no se arriesgarán a utilizar el apoyo aéreo en la ciudad. Las posibilidades de que haya lanzaesporas es demasiado elevada.

Thadeus no había escuchado nada de los lanzaesporas hasta ese momento, pero captó de qué se trataba sin necesidad de preguntar nada. Después de todo, sabía que algunas plantas, como los helechos, podían lanzar sus esporas a diez metros por segundo, a modo de catapulta, y no quería ni imaginar lo que aquellos seres podían hacer con mecanismos similares.

En ese momento, el teniente activó de nuevo un pequeño terminal digital que formaba parte de los mecanismos de navegación del tanque. Era la única manera que tenía de saber qué ocurría en el exterior.

—Bien. En unos minutos sabremos qué tal funciona su invento —anunció el teniente—. Vamos a empezar a atravesar la ciudad.

Thadeus asintió, pero no dijo nada.

De repente, tenía serias dudas de que aquel burdo cúmulo de despojos, colocados aleatoriamente sobre una máquina humana, tuviera alguna posibilidad de funcionar.

Serias dudas.

El Monstruo descendió por la pendiente, arremetió contra una verja de rejilla y cruzó, sin detenerse, por un descampado lleno de materiales de obra. Un viejo perro guardián que llevaba dos días sin probar bocado llegó corriendo alertado por el ruido, vislumbró la forma oscura del tanque camuflado, y regresó por donde había llegado con el rabo entre las piernas. Después, el tanque giró bruscamente hacia la derecha, salió por el extremo opuesto a través de una pared de ladrillos y se incorporó a la carretera.

El estruendo dentro del blindado fue ensordecedor.

—Es un atajo —informó el teniente sin despegar la vista de su pantalla—. Si estos planos son correctos, yendo por esta avenida deberíamos llegar a nuestro objetivo. Sólo espero que el tráfico no sea un problema. No es que no podamos pasar con este cacharro, pero preferiría evitar el ruido.

Thadeus asintió. El corazón aún le bombeaba con fuerza en el pecho por el sobresalto.

—¡Teniente! —llamó el piloto a través de la reja—. ¡Eche un vistazo!

El teniente saltó literalmente hacia la entrada de la cabina del piloto y abrió la puerta del pequeño compartimento. El conductor tenía diferentes pantallas de lo que ocurría fuera, pero también tenía acceso visual directo a través de una pequeña rendija. Y a través de ella, el teniente vio un pequeño grupo de invasores ocupando la carretera. Parecían estar recogidos sobre sí mismos, ofreciendo la parte de sus corazas que era más dura, con las pinzas plegadas contra el cuerpo. En esa postura, casi parecían monolitos negros.

—Aminore… —pidió el teniente—. ¡Vamos, aminore!

El piloto obedeció, y el rugido del motor del tanque disminuyó su intensidad rápidamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pichou desde la entrada.

—Hay un grupo de esos bichos ahí delante. No hay forma de pasar como no sea por encima de ellos. ¡Bueno! Parece que ha llegado el momento de probar este invento…

Pichou giró la cabeza para mirar a Thadeus, que seguía sujeto a la agarradera con ambas manos. Estaba lívido como una pared encalada.

El Monstruo avanzó por la carretera, progresando despacio. A su alrededor había un buen montón de coches abandonados, pero la mayoría habían sido arrojados contra las paredes de los edificios. Las barandillas del paseo marítimo estaban destruidas, y por doquier había cascotes y deshechos de todo tipo. El teniente pensó, y muy acertadamente, que aquello debían haberlo provocado las inesperadas olas que alcanzaron las costas malagueñas hacía sólo unos días.

Ahora estaban tan sólo a unos cien metros, y los monolitos negros seguían sin moverse.

—¿Teniente? —preguntó el piloto. Y aunque en el interior del blindado hacía ciertamente mucho calor, no se debía a eso que su frente estuviera empapada en sudor.

—Continúe.

Ochenta metros.

El teniente tenía los ojos fijos en las criaturas, atento a cualquier movimiento que éstas pudieran hacer.

Cincuenta metros. El tanque avanzaba con su particular runrún.

Thadeus pensó entonces que el sonido llamaría su atención. O la ausencia de señales lumínicas en su estructura. Ellos no tenían los órganos de comunicación que los monstruos exhibían en sus corazas, y alguna de esas cosas los delataría.

Veinte metros.

Inesperadamente, los centinelas se estremecieron al unísono como si alguien hubiera accionado una palanca invisible. Las conocidas y temibles pinzas emergieron, desplegándose como si fueran las alas de un murciélago atrozmente mutado.

En el interior del tanque, nadie dijo nada. El teniente miraba sin atreverse siquiera a pestañear. Una gota de sudor resbaló por su frente y quedó atrapada en sus pobladas cejas.

Y entonces, las Rocas Negras empezaron a avanzar hacia el vehículo.

El piloto se estremeció.

—¿Teniente? —bramó al fin.

—Mierda —soltó éste—. No funciona. ¡No funciona una mierda! Al escuchar eso, Thadeus se sintió desfallecer.

Marianne acababa de entrar en el Temazcal, y al instante, empezó a toser. Sonia la cogió de la mano.

—Tranquila, querida —le susurró—. Pasará pronto, ya lo verás. Deja que tus pulmones acepten el humo. ¡Respíralo!

Marianne pensó que estaba loca. Ni siquiera podía ver alrededor; el humo flotaba formando grotescos jirones. Intentó darse la vuelta, pero Sonia apretó su mano con fuerza, reteniéndola.

—¡Dale una oportunidad, querida! ¡Respira, respira normalmente!

Entre la neblina, Marianne distinguió sus facciones amables, y no pudo evitar hacerle caso. Aguantó las ganas de toser y empezó a controlar la respiración. La siguiente inspiración no fue tan terrible, aunque todavía tosió un poco, pero después… Bueno, hasta le pareció que el humo olía bien, como a incienso pero sin ese toque exótico que lo hacía tan característico. Olía a chimenea, aunque de fondo había un olor dulce y penetrante que le resultaba agradable. Por fin, después de unos instantes, encontró que estaba respirando en mitad de aquella humareda; aunque la garganta todavía cosquilleaba, si no inhalaba demasiado profundamente, la cosa funcionaba.

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