Unos días antes de la noche de San Juan, los océanos de todo el mundo se llenan de peces muertos. El fenómeno llama la atención de las agencias medioambientales, que no encuentran explicación alguna. A bordo del Vizconde de Eza, de la Secretaría General de Pesca Marítima, un grupo de biólogos y geólogos parten hacia el Mediterráneo para realizar un informe, pero acaban asistiendo, con infinito horror, a una de las experiencias más increíbles de toda su vida. Paralelamente, los fondos marinos explotan: una cadena de seísmos submarinos asola los mares con fatales consecuencias en las costas. Esto, sin embargo, es sólo el principio de una serie de acontecimientos que pondrá a la Humanidad en jaque a medida que ésta se enfrente a un inesperado adversario: el planeta Tierra.
Carlos Sisí
La hora del mar
ePUB v1.0
AlexAinhoa17.11.12
Título original:
La hora del mar
©2012, Sisí, Carlos
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
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A la memoria de don Diego Sisí Clavijo (1931-2011),
a quien recordamos cada día con infinito amor.
Gratias plena, papá
El mar que hoy admiramos y que un día perecerá por nuestra mano en otro tiempo habría bramado fiero, engullendo nuestras tierras y alumbrando otras, limpias de su seno. Mas su venganza es lenta, naturaleza contra naturaleza. Nos deja hacer y se inmola sumiso, porque su fin es el principio que nuestro fin comienza.
Fina Ramos Doña
Aún faltaba una semana para la noche de San Juan, pero diseminados en la línea de la costa, despuntaban ya los resplandores rutilantes de varias hogueras, azuzadas por grupos de jóvenes que empezaban a vivir el verano. Jonás las observaba pensativo desde su barca mientras disfrutaba un cigarro; el color anaranjado de las llamas creaba un hermoso contraste con el azul oscuro del mar.
El aroma tibio, seco y ligeramente afrutado del tabaco se mezclaba con el aire salobre e incendiaba su espíritu de pescador con un sentimiento de felicidad que no podía sentir en ningún otro sitio. Era allí, en las noches de soledad, donde Jonás se embelesaba con el sonido del mar golpeando con arrítmica frecuencia el lateral de su pequeña embarcación, con la brisa marina, fría y húmeda, que le hacía sentirse tan vivo como podía estarse, y con los hermosos procedimientos de la pesca. Aquella noche, como tantas otras, contaba con la compañía de Miguel.
Aunque se conocían hacía ya cuatro años, no sabían mucho el uno del otro. Se conocieron en la playa, en una de las sesiones de pesca de mediados de septiembre, cuando las noches aún son cálidas pero las playas recuperan parte de la tranquilidad que las hace tan deseables. Esa noche hablaron del influjo de la luna en las mareas, de las fluctuaciones barométricas y su efecto en los peces, y de marcas de cerveza. Conversaciones triviales, casi siempre centradas en sus pasatiempos favoritos. Con el paso del tiempo, las cosas no cambiaron. Quedaban exclusivamente para pescar, nunca para hacer otra cosa. Y en esas noches, las inquietudes del día a día no tenían cabida, como tampoco hablaban de problemas de salud, de sus mujeres o de sus hijos. Ni siquiera entonces, tantos años después, ninguno sabía exactamente a qué se dedicaba el otro. Así era como les gustaba que fuera.
—¿Ya estamos lo bastante lejos, Jonás? —preguntó Miguel.
Habían estado concentrados en el sonido que producían los remos al batir el agua, que resultaba del todo embriagador para ambos.
—Ya puede valer… o un
poquillo
más,
Migué
, como tú veas.
Miguel asintió y colocó los remos en el interior de la embarcación, dejando escapar un suspiro de satisfacción. La noche era realmente hermosa y la temperatura muy agradable.
—De todas formas, con esta marea muerta no sé si veremos muchos peces —dijo Jonás después de un rato, estudiando la superficie queda del mar con los ojos entreabiertos.
Miguel sonrió, con un brillo de astucia en su expresión.
—Habla por ti… —contestó—. Yo, esta noche, triunfo.
—¿Y eso?
—Mira lo que he traído —dijo, hurgando en su bolsa.
—¿Qué es eso?
—¿Esto? —dijo, mostrándole un blíster donde se retorcían unos animales vermiformes—. Son gusanos americanos… ¡la hostia! Mira…
—No me jodas,
Migué…
—dijo con remarcado fastidio—, ¿gusanos americanos?
—Sí, sí… ya veremos quién pesca el más gordo.
Jonás echó un segundo vistazo al interior del envase.
—Coño… son grandes…
—Ya puedes decirlo: diez centímetros, la mayoría. Pero ¿sabes por qué son tan buenos? Echan la hostia de sangre y otros líquidos bajo el agua… ¡por eso son tan buenos! Atraerán a cualquier pez que ande medio dormido por ahí abajo. Y son nerviosos, casi tanto como los gusanos coreanos, ¿te acuerdas de los coreanos? Pues verás, éstos… Lo malo es… —cogió una de las piezas y la sostuvo entre los dedos, ceñudo. El gusano se retorcía girando sobre sí mismo espasmódicamente— que hay que esperar a que saque la boca para clavar la aguja, porque si no, pierden demasiada sangre y dejan de moverse enseguida…
Jonás rió con ganas.
—Vaya mierda te has traído,
Migué…
—dijo al fin.
—Qué sabrás tú… —dijo Miguel, buscando todavía el extremo correcto.
—Además, si buscas una pieza grande, haber traído
titas.
—Bueno, ya veremos.
Dedicaron casi media hora más a discutir las ventajas e inconvenientes de uno u otro tipo de cebo. Jonás se había aprovisionado con una nevera llena de hielo y cervezas frías, además de con unos bocadillos de jamón que había improvisado momentos antes de salir. Con todo ello, más un par de paquetes de tabaco, se sentían preparados para pasar la noche hasta que el día empezara a clarear.
Después de preparar los cebos y las cañas, dejaron que la noche transcurriera lentamente arrullados por los musicales sonidos del oleaje chocando contra el bote. No dijeron gran cosa, pero disfrutaban de la mutua compañía. A eso de las dos y cuarto de la mañana, los gusanos americanos de Miguel no habían conseguido todavía muchos éxitos.
—Claro,
Migué…
—dijo Jonás—, a nuestros peces no les gustan los gusanos esos tuyos.
—Qué perra tienes con los americanos —contestó Miguel con cierto fastidio.
Había pagado las dichosas lombrices a un precio desorbitado, pero pensó que merecería la pena si podía sacar un par de buenas piezas; un par más que su compañero, al menos, que era de lo que se trataba.
—Hombre, es como… no sé… intentar montar un McDonald's para peces, ¿no,
Migué
? —exclamó, soltando una sonora carcajada.
Miguel resopló pesadamente. Su cebo flotaba a cierta distancia, describiendo mansas ondas en la superficie del mar.
—Bueno, no es que a ti te vaya muy bien tampoco.
Jonás miró el cubo, completamente vacío. Era extraño, a decir verdad, que a esas horas de la noche no hubieran atrapado ya alguna pieza. No conseguía recordar días en los que no hubieran echado una mala sardina al cubo; piezas insignificantes en su mayoría que, de todas maneras, solían regalar a los gatos que les esperaban en la playa por la mañana.
—Será que va a soplar el viento de Levante —comentó Jonás, pensativo. Ambos sabían muy bien que, en las costas mediterráneas, en los días previos a los temporales de Levante, el pescado desaparece durante la noche; incluso los pescadores profesionales tienen serias dificultades para echar algo a las redes como no sea en los fondos de cascajo, fango y arena.
—Pues ya es mala suerte —contestó Miguel—. Ya veremos si a primera hora del día quieren comer, porque si no, no me lo explico.
Jonás apuró la segunda lata de cerveza de la noche, dejó pasar el trago amargo y áspero por la garganta y exhaló un suspiro contaminado de regusto a cebada fermentada.
—¡Ya picarán! Por mi madre —exclamó entonces, resolutivo, mientras echaba mano de sus cebos especiales.
Pero a las cuatro menos cinco, después de otro par de latas, muchos más cigarros y algo de conversación intrascendente, los peces seguían sin picar.
—Que me jodan… —exclamó Miguel entonces—. ¡Mira dónde tienes uno!
Jonás se dio la vuelta en la dirección que le señalaba Miguel, y allí, flotando a la deriva en la superficie, encontró un pez de considerable tamaño. Sus escamas brillaban a la luz de la luna como si estuviera revestido de plata.
—Vaya por Dios —comentó Jonás—. Tuvo que morirse de viejo sin picar en nuestro anzuelo. Qué hijo de puta.
Miguel rió sin poner mucho énfasis.
—Pues mira, allí hay otro…
Y así era. Estaba un poco más a la izquierda, junto a la popa de la embarcación. Era un poco más pequeño, pero de mayor tamaño que las raquíticas piezas que conseguían en las malas jornadas. Entonces, un sonido débil y acuoso les llamó la atención, justo a su espalda. Se volvieron instintivamente, a tiempo para ver los últimos coletazos de un enorme rodaballo que había emergido de las profundidades para quedar muerto sobre uno de sus laterales.
—¡Bueno! —exclamó Miguel, sin poder apartar la vista de la pieza.
—Mira el tamaño de esa cosa…
Y eso no era todo. A escasos centímetros del pez, una lubina todavía inmadura salió a la superficie con un ruido burbujeante; y luego, un pez pequeño que no pudieron identificar inmediatamente. A éstos les siguieron otros dos, y en cuestión de pocos segundos, la noche se llenaba con el peculiar sonido de los peces irrumpiendo a su alrededor. Jonás y Miguel giraban sobre sí mismos, mirando en todas direcciones. Por todas partes ocurría lo mismo, incluso a cierta distancia: primero decenas, luego cientos de peces afloraban entre las olas con sus panzas hinchadas y las branquias rojas destacando en el agua. Los había grandes, y los había pequeños. Ninguno parecía capaz de escapar al fenómeno, fuera lo que fuese.
—Hostias… —exclamó Miguel.
Jonás, a su lado, miraba el espectáculo con la boca abierta. En poco tiempo, estuvieron rodeados de tantos peces muertos que se hizo difícil alcanzar a ver la superficie del mar. El aire se llenó del penetrante aroma de las pescaderías de mercado, de las lonjas a primeras horas del día, cuando el pescado fresco se introduce en cajas enormes para su venta.
Miguel se pasó una mano por su poblada barba.
—Esto… ¿qué es,
Migué
? —le preguntó Jonás.
—No lo sé, macho.
Jonás espió la superficie, inquieto. De repente el agua oscura que tanto amaba le pareció misteriosa y hostil, como si encerrara un antiguo mal invisible y colérico. Pensó en los vertidos extraños que de vez en cuando asolaban las costas, pero en toda la noche no habían visto ni un solo barco alrededor, ni siquiera en la línea del horizonte, donde solían acechar grandes buques mercantes por su proximidad al puerto.
Aunque era Jonás quien debía ocuparse de la vuelta, Miguel tomó los remos y empezó a dirigir la barca hacia la orilla; sentía una imperiosa necesidad de salir de allí. Mezclado con el fuerte olor a marisma percibía algo más, algo invisible que erizaba el vello de su piel. La oscuridad a su alrededor empezaba a parecerle sofocante, y maniobrar en medio del pescado muerto, con el que normalmente se sentía tan cómodo, le resultó repugnante.