Estaba pensando en eso cuando vio pasar a un perro; uno pequeño, de color blanco. Ni siquiera sabía a ciencia cierta de qué raza era, pero estaba seguro de que los había visto paseando lánguidamente con sus amos por las calles en muchas ocasiones. Caminaba deprisa, mirando hacia todas direcciones con la lengua fuera y moviendo rápidamente sus cortas patas. Thadeus sintió lástima por el lastimoso chucho, pero no se arriesgaría a bajar a la calle por un animal. Cruzó la carretera y luego se perdió entre dos edificios.
Estuvo mirando durante un rato, esperando que volviese. Casi se sentía como el protagonista del
Soy leyenda
de Matheson, y en cierto modo, agradeció que ninguna de aquellas criaturas acudiera al anochecer a llamarlo por su nombre.
Después de un rato, el silencio fue demasiado. Empezó a parlotear sobre cualquier cosa, mientras se mantenía pegado a la ventana, mirando el horizonte.
—¿Sabes? —decía—. Estamos muy orgullosos de toda nuestra tecnología, pero la biología nos enseña continuamente que aún tenemos muchísimo que aprender.
Rebeca asintió. Al principio había escuchado su monólogo pero había perdido ya la capacidad de absorber información. Ahora movía la cabeza afirmativamente y mostraba una actitud cortés, aunque su línea de pensamientos corría en paralelo, como si estuviese funcionando en modo automático.
—Por ejemplo, la avispa —siguió diciendo Thadeus—. Su dardo es tan agudo que ni siquiera los instrumentos microquirúrgicos más avanzados pueden compararse a ella. Son mucho más romos. El aguijón de este himenóptero es tan afilado que ni el microscopio más potente puede descubrir una sola meseta en él. ¿Puedes creerlo? Naturalmente una avispa no puede moverse a la velocidad adecuada, pero… Pero si pudiera, te aseguro que sería capaz de punzar el blindaje de acero más resistente.
—Aja —dijo ella.
—Esos bichos a los que nos enfrentamos —continuó diciendo Thadeus—, apuesto a que esconden muchas maravillas.
Rebeca dio un respingo. Por primera vez en un largo rato, se giró para mirarle.
—¿Maravillas? —preguntó—. Son… Son monstruos —dijo.
Thadeus asintió.
—Si son monstruos, no son diferentes a nosotros. Piénsalo. Vivimos en un planeta cuya superficie es, en su mayor parte, agua. Nosotros mismos salimos del agua hace millones de años. ¡El planeta podría ser suyo por derecho! Quizá su rama evolutiva sea más antigua que la nuestra, quizá nosotros somos los monstruos y ellos los que intentan defender su mundo —hizo una pausa, como si estuviera reflexionando más para sí mismo que dando conversación—. No sé, mira lo que hemos hecho con el planeta en los últimos tres mil años. ¿Quién te dice que no se han dado cuenta y han decidido poner solución al problema? Y piensa otra cosa: si hubiéramos sabido de su existencia antes del ataque, ¿no crees que habríamos invadido su habitat hace tiempo? Por supuesto en nombre de la ciencia y el saber humano. Como cuando
descubrimos
América…
Rebeca no contestó inmediatamente; seguía mirándole como si estuviera ante un desconocido.
—Son monstruos —repitió al fin, como si no tuviera otra forma de recalcar el hecho inequívoco de que se enfrentaban a criaturas hostiles que habían declarado la guerra a la Humanidad.
Thadeus iba a añadir algo más, pero de repente, un extraño sonido llenó el aire. Era un sonido grave y distante, como el runrún de un motor que alguien hubiera conectado en alguna parte.
Rebeca empezó a mirar alrededor, súbitamente lívida. Sus ojos giraban en las cuencas como si hubieran enloquecido. Su cuerpo se puso en tensión; sus brazos, largos y delgados, se aferraron al sofá. Parecía a punto de chillar, y Thadeus se encontró más preocupado por su reacción que por el sonido en sí.
—¿Qué es eso? —graznó ella.
—Tranquila… Tranquila —susurró Thadeus—. Es el ruido de un motor, ¿no? Entonces es bueno; debe de ser algo que nosotros hemos puesto en marcha. Que yo sepa, esas criaturas no utilizan motores.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó ella. Ahora miraba las paredes de la habitación—. ¡Suena aquí mismo!, ¡está aquí mismo!
Thadeus no respondió nada. Mientras hablaba, había dado vueltas sobre sí mismo un par de veces, y ahora inclinaba la cabeza concentrado en escuchar, pero lo cierto era que no podía localizar la fuente del sonido. Primero pensó que venía de la calle, pero luego le pareció que llegaba desde algún lugar al otro lado de la pared del salón. A veces creía percibirlo detrás de él, pero cuando se daba la vuelta, perdía el foco.
—No lo sé… —dijo al fin—. No lo sé.
En cuanto al sonido en sí, pensaba ahora que era más parecido al de algo metálico arrastrándose por algún tipo de superficie. Pero debía de ser enorme para sonar así. Descabelladamente grande. Durante un desquiciante segundo, pensó en los barcos succionados en el mar, y en lo que vieron en el fondo, aquellas bolas metálicas. Su mente, entonces, voló demasiado lejos y dibujó, por una pequeña fracción de segundo, una escena del todo descabellada: una formidable máquina sacada de alguna hilarante secuencia de una película de Hollywood, un robot gigante que surgía del mar durante la noche, levantándose de entre las olas varios cientos de metros, y que maniobraba entre los edificios con sus poderosas patas metálicas produciendo pequeños sonidos hidráulicos.
Sacudió la cabeza.
Se fue hacia la ventana, y esta vez se asomó con extremada precaución. No vio nada, sin embargo, que no hubiese visto antes: la calle estaba tan desierta como unos momentos antes, y el solitario despojo que había sido una de esas criaturas continuaba como un centinela solitario de todo aquel despropósito.
—Pero… ¿qué es? —preguntó, confuso.
Durante un rato, lo continuaron escuchando, pero no consiguieron sacar nada en claro. Thadeus estaba ahora inquieto; se inclinaba por pensar que el sonido debía proceder de la parte superior del edificio, por descabellado que eso pudiera parecer, y creía además que lo que lo originaba debía estar a gran altura para que sonara de aquella manera por todo el apartamento: era lo mismo si se colocaba en una esquina de la habitación que en el dormitorio.
Lo que más le preocupaba, sin embargo, era Rebeca.
Parecía un león enjaulado, pertrechada en su sofá, con la pierna extendida y la cara desencajada. La venda de la pierna era una mancha de color rosa con un corazón oscuro en su centro. Estaba sangrando demasiado, y Thadeus pensó que podría estar bombeando demasiada sangre, o demasiado deprisa, por el estrés de la situación. Estaba aterrorizada, y cuando la miraba, le contagiaba algo de su terror. Acabó parloteando y caminando por el salón como había hecho temprano por la mañana; eso al menos eclipsaba parcialmente el extraño sonido, porque a veces tenía la sensación de que estaba metido en su cabeza.
Después de un rato, tuvo una idea.
—Debería ir al tejado —dijo—. Este bloque debe tener uno.
Ella abrió mucho los ojos.
—Quizá pueda ver algo. Quizá sea algún vehículo que el ejército ha desplegado por aquí cerca. No lo sé. ¿Quizá un generador? Uno grande, para restablecer la electricidad a algún edificio crítico —pensó unos instantes—. ¿Un hospital?, ¿sabes si hay algún hospital por aquí cerca?
—No —dijo rápidamente—. No lo hay.
Thadeus asintió.
—¿Y algún centro de salud?, ¿una estación de bomberos, o de Emergencias?
Rebeca negó con la cabeza.
—De todas formas, voy a subir —exclamó él, con determinación—. Estamos bastante altos arriba. No sé cuántas plantas tendrá este edificio, pero con un poco de suerte, tendremos una buena vista panorámica.
Rebeca soltó un bufido ronco.
—¿Vas a dejarme sola? —preguntó entonces.
La pregunta quedó suspendida en el aire, como el eco de un disparo. El biólogo sintió que un escalofrío casi imperceptible se abría paso por su columna vertebral.
—Rebeca… —empezó Thadeus.
De pronto se sintió tentado de soltar algo cortante, principalmente porque no quería volver a pasar por las fases de bipolaridad que la caracterizaban; estaba aburrido de andar con pies de plomo. Pero enseguida sintió remordimientos. Hizo un esfuerzo, respiró hondo y compuso una respuesta rápida:
—No voy a dejarte sola, sólo voy a subir a la terraza. Echaré un vistazo y estaré de vuelta mucho antes de lo que piensas.
Ella le miraba ahora con ojos atemorizados.
—No… Por favor… ¡No me dejes sola!
Thadeus cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, incómodo.
—¡Sólo será un segundo! ¿No crees que estaremos más tranquilos si sabemos lo que es este sonido?
—¡No, no quiero saberlo! —protestó ella—. ¡No quiero!
Thadeus torció el gesto. Pensó en acercarse y cogerle la mano, tranquilizarla, y quizá limpiar otra vez su herida mientras le hablaba suavemente hasta que se quedara otra vez tranquila. Pero su mente, sin embargo, le enviaba pensamientos de fondo que pulsaban con vida propia, imprimiéndole el enloquecedor impulso de salir del apartamento. Huir, con paso apresurado y la cabeza gacha, sin mirar atrás. Ella gritaría, pero acabaría encontrando la escalera hacia arriba y dejaría de escucharla en pocos minutos. Empezaba a pensar que entonces se encontraría mejor; hasta podría bajar a la calle y moverse por entre los edificios abandonados siguiendo la autovía. Quizá entonces encontraría a los demás, si es que no habían sido trasladados a alguna otra ciudad. Quizá encontraría al ejército en alguna parte. Si eso ocurría, sólo tendría que recordar el nombre de la calle y el número del portal para que fueran a por ella.
Con ese último pensamiento, se decidió.
—Voy a subir —anunció—. Y luego volveré contigo.
—¡No! —gritó ella.
Ese grito terminó por ponerle en marcha. Como biólogo, había estado estudiando formas de vida durante toda su vida profesional, pero todavía le asombraban ciertos comportamientos y reacciones del ser humano. La forma de vida por excelencia en el Gran Patrón de las cosas, pensaba ahora, seguía siendo un alucinante misterio para él.
Se giró y empezó a caminar hacia la puerta. A medio camino, recordó los prismáticos y abrió el panel para cogerlos. Ella le miraba atónita, como si esperase que en cualquier momento fuese a anunciar que todo había sido una broma, pero él continuó su camino. Los primeros pasos le costaron un poco más, pero después de unos instantes, se encontró caminando con paso decidido. Ella explotó:
—¡No, hijo de puta, no me dejes sola!
Dos metros hasta la puerta.
salir de aquí salir salir de aquí
Un metro.
MEEEE LOOO PROOOMEEETILLLSTEEEE
Thadeus salió al rellano y cerró la puerta tras de sí, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Estaba apretando los músculos de la barriga, como cuando era pequeño y esperaba una buena bronca de su padre por cualquier cosa que hubiera hecho. Entonces el grito lastimero de Rebeca se amortiguó, y él se dio cuenta de que había cerrado del todo. Chasqueó la lengua. Tenía que haber dejado un pequeño resquicio para que la joven no tuviera que levantarse cuando volviera, pero no había pensado en ello. Tampoco se le había ocurrido echar un prudente vistazo por la mirilla. Eso había sido un error. Podía haber encontrado cualquier cosa al otro lado.
En cualquier caso, mientras ascendía lentamente escalón a escalón, empezó a sentir una suerte de alivio. El grito desesperado de Rebeca se fue desvaneciendo con cada peldaño superado (
ELVEEE HIJOO DEE PUU
), y cuando hubo subido ya un par de tramos, descubrió que no quedaba rastro ni de sus gritos, ni asomo del remordimiento que había temido.
Encontró la puerta del tejado un par de tramos más adelante, después del octavo piso. Había habido suerte, el edificio era tan alto como podía desearse. Para su sorpresa, sin embargo, el misterioso ruido de motor sonaba allí con la misma intensidad que en el apartamento, lo cual no dejaba de tener un componente inquietante. Era como si el Zumbido sonara en todas partes
en mi cabeza
lo que no le daba ninguna pista sobre su procedencia.
La puerta, una rudimentaria plancha de metal del tipo que se instala provisionalmente en locales comerciales, estaba cerrada solamente por un cerrojo, lo cual agradeció en silencio; si hubiera encontrado una cerradura o un candado, no estaba seguro de haber podido forzarlos sin localizar primero las herramientas adecuadas, y eso le habría llevado su tiempo.
Salió así a un luminoso día. El calor lo envolvió rápidamente. A través de las zapatillas deportivas sintió la calidez del suelo, intensamente castigado por los rayos del sol. El suelo había sido reparado con una especie de brea negruzca que zigzagueaba a intervalos irregulares por todas partes, y su olor intenso y penetrante llenaba el aire.
Escudriñó con cuidado a uno y otro lado, miró hacia el cielo y luego echó un vistazo a los edificios lejanos, pero no vio nada fuera de lugar como no fueran columnas de humo que se elevaban lentamente desde diversos puntos. Imaginó que los bombardeos debían haber causado graves destrozos. Podía imaginar gasolineras estallando, tuberías de gas expuestas al sol y cortocircuitos en las instalaciones eléctricas que trepaban confusamente por las fachadas medio derrumbadas. Casi podía imaginarlas soltando chispas al lado de las ondeantes cortinas de las ventanas. Málaga se había convertido en un polvorín, y ese pensamiento lo llenó de desazón: la ciudad estaba herida de muerte.
Con paso lento, caminó entonces hacia una de las barandillas. A medida que se acercaba, la ciudad comenzó a revelarse ante sus ojos, descubriéndose gradualmente. Era el extremo sur, el más castigado por los bombardeos, y casi se sintió desfallecer cuando lo tuvo finalmente a la vista. La respiración se le cortó en el pecho, la cabeza le daba vueltas y las piernas le empezaron a flaquear. Se llevó las manos a la cabeza, y una lágrima luchó por abrirse paso en sus ojos.
Era una especie de campo de batalla, mucho peor que lo que había visto por la ventana del apartamento. Si antes había pensado en los documentales de las ciudades maltratadas por la guerra, aquella nueva visión se asemejaba más a Stalingrado después de la invasión nazi. Por todas partes se vislumbraban áreas enteras que ya no eran más que un confuso montón de escombros; y asomando entre ellos se levantaban restos de edificios convertidos en complejas estructuras deformes, como dientes cariados. Había fuego, y humo, y esparcidos por las calles pudo ver centenares de vehículos volcados o aplastados. Y cadáveres. Cadáveres de ambos bandos.