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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (44 page)

Mientras tanto, las Rocas Negras comenzaron a ganar terreno rápidamente. Las endurecidas corazas ya no brillaban al sol: estaban cubiertas de polvo de derribo y de cenizas de las violentas explosiones, hasta tal punto que casi parecían una subespecie diferente. Pero sus pequeñas patas eran capaces de correr a buena velocidad por el suelo desprovisto de hierba y progresaban por el campo de batalla.

Estévez estaba a punto de dar orden de retirada cuando uno de sus enlaces tiró de su manga con un fuerte estirón. Estévez se volvió.

No tuvo que decir nada: lo estaba viendo él mismo, aunque tardó todavía unos segundos en comprender lo que pasaba.

Eran los Leopard. Estaban avanzando en formación hacia el enemigo, dispuestos en hileras. Las poderosas orugas estaban levantando una pequeña polvareda.

—Pero qué… —dijo, sin poder terminar.

—General, los Leopard…

Estévez estalló.

—¡Joder, ya lo veo! ¿Quién ha dado esa orden?, ¿quién ha dado esa puta orden?

Los Leopard eran una pieza clave de su recién formado plan de ataque para la Operación Mahoma. Había sido franco con su equipo: no necesitaban una buena estrategia para vencer a aquellos bichos, precisaban de un milagro. Pero aun así habían empezado a esbozar una serie de argucias que podrían haber salido más o menos bien, y si hubiera tenido unos veinte minutos más, estaba seguro de que la Operación Mahoma hubiese tenido una mínima oportunidad. Pero hora, sin embargo, usados de aquella manera su eficacia se vería mermada drásticamente. Los cañones no podrían disparar si el enemigo se metía entre sus filas. Sería como meter un escarabajo en un hormiguero; el enemigo treparía a los vehículos, eludiría su potencia ofensiva, se enredaría con los engranajes de las orugas y terminaría por someter aquel prodigio de la ingeniería humana.

—El teniente Guerrero ha dado la orden, general —soltó el oficial.

Estévez se sintió desfallecer. A principios de verano había visto una película en la que salía Guerrero, sólo que allí no era militar sino funcionario de prisiones. Seguía siendo, sin embargo, el mequetrefe enchufado con el panel de luces de la maldita chirimoya con más bombillas apagadas que había visto en su vida. La película se llamaba
La milla verde,
y Estévez había sufrido con las chorradas del Guerrero de celuloide porque las había vivido en sus propias carnes en alguna ocasión. Luego había disfrutado enormemente con su destino: el tipo acababa con una camisa de fuerza o algo en esa línea. Pero la realidad nunca es tan poética, y Guerrero se había salido con la suya. Cabalgaba ahora a lomos de una de las brigadas mejor equipadas de todo el ejército español hacia un destino funesto. Estaba seguro de que se encontraba en el interior de uno de los blindados, chillando al oído del conductor para que avanzara más rápido y dejando que oleadas de adrenalina trotasen por sus venas.

—Por Dios… —musitó el general—. Comuníqueme con él.

—No responde, general.

Los Leopard avanzaban, lanzando salvas de proyectiles.

—Comuníqueme con el operador de radio de su brigada —exclamó entonces.

La cabeza empezaba a darle vueltas. Quizá el humo cargado de pólvora ayudase, pero definitivamente podía echarle toda la culpa al teniente Guerrero. Iba a añadir algo más cuando, de repente, el día perdió su luminosidad, como si se hubiera nublado.

Miraron hacia arriba, y durante un segundo, ninguno de los dos comprendió lo que estaban viendo. Luego, el concepto se abrió paso en su mente consciente. Era un autobús. Un autobús que descendía como un meteorito hacia ellos. El ojo derecho del oficial se contrajo; un antiguo vestigio de un problema nervioso que creía haber superado hacía mucho. Estévez, a su vez, se quedó mirando el logotipo impreso en su costado: una especie de sol picassiano realizado con brillantes colores. Pensó brevemente que no era aquello lo que hubiese querido ver antes de morir, y luego el autobús los aplastó, rebotó como una pelota de goma y pasó volando sobre el puesto de mando para volver a caer unos metros más allá, convertido en una especie de parodia de lo que había sido momentos antes.

Allí rodó todavía unos buenos veinte metros antes de detenerse.

—Por el amor de Dios —graznó uno de los oficiales.

Había visto cómo el autobús evolucionaba por encima de su cabeza, inmenso y terrible, para caer a unos escasos cinco metros más allá de donde él estaba. Se miró la entrepierna. No creía que esas cosas pudieran pasar de verdad, pero allí estaba, una mancha oscura que revelaba que su esfínter había dejado su puesto de trabajo.

—¡El general! —dijo alguien, señalando con el dedo.

Donde había estado el general de brigada Estévez sólo quedaba una especie de revuelto rojizo, similar a la carne picada en un plato de pasta, si bien éste se confundía con las ropas que una vez fueron un imponente uniforme. Un mechón de cabellos permanecían aún adheridos a un trozo de cráneo. A poca distancia, el oficial del
tic
en el ojo se había convertido en una atrocidad semejante: sus botas dejaban escapar un pequeño reguero oscuro que manaba aún de su interior.

—Por el amor de Dios —repitió el oficial, y luego se giró con velocidad para lanzar un chorro de vómito que se escapó por entre los dedos.

Uno de los hombres se acercó a otro. De todos ellos, era el único que parecía conservar cierta integridad. Mantenía el mentón alto. El bigote daba a su cara alargada un aspecto marcial.

—Teniente, ahora está usted al mando…

—En efecto —contestó—. Póngame con los jefes de brigada.

—¿Retirada, teniente? —preguntó el hombre.

No podía evitar mirar al cielo mientras hablaba. Los proyectiles volaban por todas partes; los cañones disparaban proyectiles y las explosiones se sucedían. El espacio de control empezaba a llenarse de Rocas Negras, y en el lado más oriental del campo, los vehículos blindados avanzaban hacia el frente con determinación.

—Retirarnos ahora no servirá de nada —exclamó—. Ordeno la guerra total. Quiero a nuestros legionarios detrás de esos tanques, para empezar.

—A sus órdenes —dijo el oficial, dubitativo.

—Y otra cosa.

—¿Señor?

—Ordene a alguien que cubra esos restos con algo, por el amor de Dios.

Las órdenes empezaron a circular con rapidez. Cuando los legionarios recibieron instrucciones de avanzar, las aceptaron con determinación; preferían enfrentarse a aquellos monstruos en combate que permanecer en la retaguardia y confiar en que uno de sus lanzamientos no les aplastara como cucarachas.

Los Leopard fueron reduciendo la marcha. Hasta Guerrero había comprendido que avanzar hasta el final no tenía demasiado sentido. Cuando tuvieron a tiro a las criaturas invasoras, los artilleros utilizaron las ametralladoras de siete milímetros que iban montadas en los blindados. Su eficacia era aceptable: la cadencia de los disparos mantenía a las criaturas a raya hasta que los cañones podían hacerse cargo de ellas.

Pero iban ganando terreno, y todos lo veían.

Finalmente, los acorazados quedaron rodeados por las Rocas Negras y, aunque se mantuvo el perímetro durante un minuto interminable, cuando la munición empezó a escasear las criaturas acabaron por echárseles encima. Los cubrieron tan por completo que parecían pequeñas colinas negras, pero cimbreantes. Perdieron la capacidad de ver nada; los tanques que aún intentaron desplazarse chocaron unos con otros, o se alejaron con rumbo incierto describiendo eses en su trayectoria a ninguna parte.

Los legionarios tenían sus propios problemas. Los fusiles escupían fuego y hasta hubo varias docenas de explosiones realizadas con granadas y dispositivos lanzacohetes, pero cuando las corazas oscuras se acercaban lo suficiente, los débiles y frágiles cuerpos humanos no representaban ninguna amenaza. Poco a poco, los legionarios fueron empujados, derribados y aniquilados. Brazos, cabezas y torsos volaban por el aire en medio de pequeñas explosiones de sangre. El suelo era un tapiz espantoso, y el enemigo avanzaba cubierto de una mezcla de tierra y visceras, adquiriendo así una apariencia salvaje y brutal.

No hubo retirada, pero sí huida. Hasta los servidores de los cañones de gran calibre acabaron por dejar sus equipos y obligaciones y salieron corriendo hacia las colinas. Varios de los vehículos oruga emprendieron la marcha, alejándose de la zona de combate. Los camiones que habían transportado las tropas también volvieron por donde habían venido.

La Operación Mahoma había fracasado sin que nadie hubiera podido vislumbrar siquiera la montaña, y el camino hacia el norte quedaba así expedito para el invasor.

23 - El triunfo de la muerte

Despertó con el sonido lejano de los disparos de la artillería, sólo que cuando abrió los ojos, su mente fue incapaz de determinar de qué se trataba. Se incorporó en la cama, terriblemente asustado, pensando que el edificio se venía abajo. Los cristales temblaron cuando la siguiente explosión retumbó en el dormitorio como un trueno.

Thadeus pestañeó, intentando enfocar la escena.

No, no era un bombardeo como el del día anterior; eran explosiones. Tenían esa reverberación singular que las distinguía de las rocas golpeando ladrillo, acero y cristal, o eso le parecía. Eran explosiones, decidió al fin, y eso sólo podía significar una cosa: que el ejército estaba respondiendo al ataque de los invasores. Esa idea le animó un poco. Ni siquiera dedicó un pensamiento al hecho de que podía estar en peligro encerrado en aquella casa en mitad de una zona de guerra: si el ejército estaba sacudiendo toda su artillería contra los bichos, es que las cosas empezaban a ir bien.

De pronto, su vista periférica detectó un bulto a su lado. Era Rebeca. Estaba tumbada junto a él y dormía profundamente, encogida sobre sí misma hecha un ovillo. No sabía en qué momento de la noche ella se había escabullido hacia allí, pero después de la reacción que tuvo, le resultó extraño. Después de unos instantes, sin embargo, cambió de opinión. Debía haberse despertado en mitad de la noche (probablemente porque la herida en la pierna debía escocer como si le estuvieran hurgando con un palo) y se encontró a oscuras. Pudo imaginarla cojeando hacia allí y buscando algo de compañía humana, de
cercanía
. Así que Thadeus abandonó la cama moviéndose muy despacio y luego empezó a cubrirla con la colcha. Mientras lo hacía, reparó en la herida de la pierna. Estaba impregnada de sangre de un tono oscuro, y hasta le pareció percibir por un segundo el olor intenso de ésta. Arrugó la nariz. Cuando despertase tendría que volver a lavarla. En algún momento, pensó, tendrían que salir de allí y Rebeca tendría que valerse por sí misma si no querían quedar derrengados en alguna esquina, otra vez.

En ese momento Rebeca gimió. Otra explosión resonó en la distancia, levantando ecos ominosos. Los cristales volvieron a protestar un poco. Thadeus entrecerró los ojos; de repente le preocupaba que la joven no se hubiera despertado con el sonido. Tampoco sabía cuánto había dormido él mismo mientras la habitación se llenaba con el sonido de los impactos, así que no supo decir si aquello era normal o no. La otra posibilidad es que ella tuviera fiebre; el cerebro que duerme puede anular todos los estímulos externos si determina que el cuerpo necesita descanso.
Como cuando hay una infección
, pensó lúgubremente. Entonces acercó la mano a su frente. Antes de posarla, sin embargo, dudó unos instantes, pero luego terminó el movimiento; si ella tenía fiebre era mejor enterarse cuanto antes, aunque despertara en ese instante y le mirara con ojos acusadores por estar prácticamente encima de ella. Resultó que estaba caliente y pegajosa, pero aun así no supo determinar si eso significaba fiebre o no (
¿cuan caliente es caliente?
) y se sintió un poco estúpido por haber intentado tomarle la temperatura.

Lo cierto es que hacía calor. Por las noches, en el Sur suele refrescar un poco, pero no en la ciudad: el calor del asfalto se vuelve insoportable y sigue caldeando las calles incluso cuando el sol hace horas que se ha ocultado. A veces resulta imposible dormir, sobre todo si la brisa se empeña en desaparecer. Entonces respiras y sientes el aire arrastrándose entre los pelos de la nariz, resistiéndose a entrar en los pulmones. Thadeus había estado demasiado exhausto para recordar todo eso, pero su noche había estado marcada por todas esas cosas. Se tocó su propia frente y descubrió que tenía el mismo tacto desagradable, como si hubiera pasado la noche sudando. Pensó que, probablemente, había sido así.

Pero está encogida como un pajarito, y ésa no es la postura de una persona que ha pasado calor. Es la de alguien que ha pasado frío. Frío mientras la frente se llena de sudor hasta el punto de quedar pegajosa.

Decidió que la dejaría dormir. Al menos un poco más. Si los ruidos de las explosiones no la sacaban de su sopor en un rato, seguramente la despertaría para ver cómo se encontraba. La venda tenía un color oscuro y desagradable, demasiado preocupante; no quería dejar pasar mucho más tiempo sin limpiarla. Se imaginó retirándola de la pierna y descubriendo hilachos de algodón separándose de la carne renegrida y tumefacta, y eso hizo que se estremeciera.

Fue al cuarto de baño para asearse un poco. Abrió el grifo y se quedó mirando el tubo estéril del cual no manaba nada. Entonces recordó que no había agua. Aun así, orinó en el retrete y luego tiró de la cadena. Cuando vio el agua correr, abrió mucho los ojos: había sido un gesto instintivo, pero de repente pensó que podrían necesitar el agua de la cisterna si las cosas se ponían realmente mal.

Tranquilízate
, se dijo.
El bloque entero está vacío. Si se acaba el agua, puedes entrar en cualquier otra casa; no hace falta meter el hocico en la pútrida cisterna de un váter de una casa extraña. Seguro que hay un montón de bebidas. Y comida. Y medicinas, llegado el caso.

Medicinas, sí.

Estaba pensando que despertaría a Rebeca de todos modos cuando un grito desgarrador le hizo dar un brinco.

Salió del cuarto de baño a la carrera, con el corazón bombeando sangre a toda potencia. Cuando llegó al dormitorio, Rebeca estaba sentada en la cama, mirando alrededor con una expresión ahogada; parecía un pez varado en la arena que boquea para intentar sacar algo de oxígeno a un medio que no es el suyo.

Se giró para mirarle.

—¡Rebeca! —exclamó, casi sin aliento.

Miró alrededor. Casi había esperado encontrarse a uno de aquellos seres entrando por la ventana después de haber escalado la fachada con ayuda de sus monstruosas pinzas. Después de todo, ¿quién podía saber de lo que eran capaces?

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