Pichou asintió lentamente.
—El otro motivo es de tipo psicológico. Hemos hecho numerosos estudios sobre cómo reaccionaría la gente en caso de saber, positivamente, que no estamos solos en el espacio. Ninguno era alentador. Estamos hablando de pánico, pánico en grado sumo, capaz de provocar muchas reacciones físicas y psicológicas. El conocimiento de que estos seres son tecnológicamente muy superiores y pueden venir a ordeñarnos como vacas cuando les dé la gana generaría una situación internacional más que complicada. No creo que existan en la actualidad antidepresivos suficientes para satisfacer la demanda que se crearía.
—Sí, sí… —interrumpió Pichou—. Pero entonces, ¿qué sabemos de ellos, además del número de dedos?
—¿Son como los grises? —preguntó Lance—. Ya sabe, hombrecillos de cráneo hiperdesarrollado…
Jordan suspiró.
—No sabemos gran cosa, francamente. Tenemos una ligera idea de la situación general del
megaclúster
de donde llegó el mensaje, y en cuanto a cómo son… sólo tenemos los muchos casos de abducciones registrados, sobre todo antes de la década de los ochenta. El noventa y nueve por ciento son pura basura, pero otros… Otros parecen ser genuinos, y hablan de seres semejantes a los grises, con sutiles diferencias. Muchas de esas personas han sido estudiadas y sometidas a procesos de hipnosis que revelan que, al menos, están convencidos de que les pasó lo que cuentan. Nada concluyente, por supuesto. Un experto en hipnosis podría, por ejemplo, insertar experiencias en alguien que no las ha vivido. Podría hacerle creer a usted que es Benito Pérez Galdós, incluyendo toda la información relativa a sus recuerdos o cómo escribió sus novelas. Hasta podría dejarle ciego, si quisiera.
—Eso es difícil de creer… —soltó Pichou.
—Puede creer lo que quiera —respondió Jordan.
—Si no sabe de dónde vienen o cómo son, ¿por qué nos ha contado todo esto? —preguntó Pichou.
—Quiero que comprendan la situación tal y como es. Que mantengan sus mentes abiertas a todas las posibilidades. Usted, Pichou, ha demostrado ser bastante reticente a la hora de afrontar la posibilidad de una invasión alienígena. Aunque ha hecho muy buen trabajo con las fosas abisales y su relación con los ataques, creo que está cerrado a contemplar la posibilidad de que esas criaturas sean radicalmente diferentes a lo que estamos acostumbrados. Bien, ahora ya lo saben. Creo que las conclusiones a las que puedan llegar a partir de este pequeño ejercicio para abrir la mente pueden ser esenciales para determinar cómo nos enfrentaremos a esta situación en los próximos días.
Pichou se encogió de hombros.
—Me basaba tan sólo en la morfología de las criaturas que hemos visto hasta ahora —dijo con sencillez—. Son como crustáceos comunes… Si me apura, sus pinzas son como la de las cigalas que tantas veces he comido en Mugardos. Déjeme pensar un poco; está usted poniendo demasiada información sobre la mesa.
Se levantó de la silla y empezó a dar vueltas alrededor de la sala.
—Existe una serie de características que son casi universales en las especies —dijo—. Se repite de diferentes formas en todas las especies en la biosfera terrestre. Es lo que se llamaba evolución convergente cuando lo estudié. Entre estas características están la aparición de los sentidos, las extremidades adaptadas para diferentes medios o la fotosíntesis en el reino vegetal. Por eso precisamente hay que pensar en la apabullante diversidad de formas que podría adoptar la vida extraterrestre. La posición de los ojos, la nariz o la boca podrían no existir en una biosfera alienígena, porque se han formado por una necesidad evolutiva que responde a las características de este planeta. Y lo que tenemos aquí responde a un bioma manifiestamente acuático. La búsqueda de agua en el universo, medio primordial de la vida, ha sido largamente infructuosa, entonces… ¿por qué pensar que estas criaturas han cruzado el frío espacio sideral para venir a nuestras aguas? ¿Es posible siquiera la ciencia en un entorno semejante? ¿No era el fuego la base de toda tecnología?
Jordan sonrió.
—¡Ahí es justo donde quería llegar! —exclamó—. Pero celebro que haya llegado a la misma conclusión que yo sin haberlo mencionado. Sospecho que lo que estamos viendo ahora no es sino un primer contacto para las cosas que veremos luego. Por eso les he hecho estas pequeñas confesiones. Parte de lo que esperamos de ustedes es que piensen no sólo en eso a lo que nos enfrentamos, sino también en lo que vendrá después.
—¿Lo que vendrá después? —preguntó uno de los hombres— ¿Quiere decir que los grises podrían estar ahí abajo, con sus cientos de naves sumergidas en el fondo marino, jugando con alguna especie de pistola evolutiva?
Jordan se encogió de hombros.
—No digo nada. Ése es su trabajo. Yo sólo pongo los datos sobre la mesa, para que ustedes les den vueltas. Hagan un bonito punto de cruz, pero no olviden que tenemos el misterio de las sondas metálicas. Viajaban a grandes velocidades y eran capaces de operar giros que desafían las leyes de la física que conocemos, sobre todo en un entorno acuático. No sé ustedes, cuando vi el vídeo pensé en los avistamientos belgas que les he relatado. Y no olviden tampoco que nuestra efectividad, nuestra capacidad de respuesta a nivel mundial, se ha visto mermada gravemente por la… ¿casualidad? de la tormenta solar que ha frito los satélites. Una vez más, no me pronuncio. Podría ser el azar. No quiero pensar siquiera que lo que sea que esté provocando esto tenga esa capacidad.
—Quizá no puedan crear una tormenta solar —dijo Pichou—, pero sí podrían tener la tecnología para prever algo así. Podrían haber hecho coincidir su ataque con esa circunstancia, sabiendo que dependemos tanto de nuestros satélites.
Una vez más, Jordan se encogió de hombros.
—Ahora le veo más receptivo —dijo, con una sonrisa.
—Pero, al mismo tiempo, si aceptamos que tienen inteligencia y la tecnología suficientes como para hacer volar ingenios mecánicos, podrían simplemente haber eliminado nuestros satélites. Que yo sepa, están ahí flotando pacíficamente en el espacio… nada los defiende.
—Yo no le encuentro el sentido —dijo uno de los hombres—. Alguien capaz de desafiar las leyes de la física de esa manera y acercarse a nuestro planeta sin ser detectado debe tener una tecnología que no podemos imaginar. Supongo que un enemigo así no lanzaría cientos de miles de millones de crustáceos a nuestras playas, armados con… —hizo una pausa— … ¡por Dios!, piensen en ello: pinzas y descargas eléctricas. Creo que una invasión extraterrestre se asemejaría más a lo que tantas veces ha descrito la ciencia ficción en innumerables libros y películas. Posiblemente, un bombardeo masivo desde la estratosfera sería el paso preliminar más lógico. Pichou asintió.
—Esos avistamientos y experiencias que han comprobado —dijo—, ¿tenían elementos comunes? Quiero decir, ¿hay algo que les haga pensar que podrían pertenecer a una misma especie alienígena, o hablamos de algo más?
Jordan le miró con una enigmática sonrisa en el rostro. Se sujetaba la barbilla con la mano derecha, y Pichou se fijó que no tenía alianza de matrimonio. Supuso que ciertos senderos de la vida era mejor recorrerlos en solitario.
—De hecho… no, no tenían gran cosa en común, como bien dice.
—Es interesante… —añadió Pichou, pensativo—. Por mi parte, sugiero que nos centremos en este primer ataque antes de seguir teorizando. Parece suficientemente serio como para representar una amenaza potencial. De todas maneras, usted ya ha plantado su semilla, que es lo que se proponía.
—Es lo que yo pienso —dijo de repente el coordinador del grupo—. Transmitiremos a todas las naciones la Teoría de las Fosas, a ver qué piensan sobre eso, y mientras tanto pensemos en darle a nuestros soldados algo que les dé una ventaja significativa, que es de lo que va todo esto. Tenemos biólogos examinando esos cangrejos mutantes y, aunque ciertamente son duros, afortunadamente parece que podemos emplear un gran número de armas contra ellos. Pero pensemos en su plan, basándonos en su despliegue.
—Un momento —pidió Pichou—. Si vamos a volver con los crustáceos, he estado pensando algo: la mayoría de los peces abisales tienen sus huesos poco desarrollados, y cuando existen, están descalcificados. El tema de la presión se explica fácilmente: tienen el cuerpo lleno de agua. Los líquidos son casi incompresibles, y por eso los peces pueden aguantar el peso de la columna de agua. Simplemente mantienen igualadas las presiones externa e interna. ¿Coincide eso con lo que hemos aprendido de los cuerpos que hemos analizado? ¿Podrían tener un sistema para expulsar esa agua una vez han llegado a superficie?
—En principio… —dijo Lance. Había abierto una de las carpetas que manejaba y estaba repasando los informes que contenía—. Podría ser. Supongo que los biólogos podrán confirmarlo. Pero ¿qué importancia tiene?
—Saber cómo funcionan sus organismos es vital para buscar sus puntos débiles —explicó Pichou. Había puesto los ojos en blanco, como si fuese demasiado obvio.
—Bien, me ocuparé de eso —dijo Jordan—. Les tengo preparados informes clasificados de avistamientos, etcétera, etcétera. Tengo varios informes UMBRA que les resultarán interesantes. También les conseguiré toda la información que exista sobre fosas abisales y las criaturas marinas que vivan a esas profundidades. Coño, les traeré algunos números del
National Geographic
y todas las revistas basura que huelan a «No estamos solos» que pueda encontrar.
El comentario arrancó algunas risas, pero Pichou estaba mirando la pantalla, como absorto. La información centelleaba con preciosistas iconos y bandas luminosas delimitando las diferentes zonas, y éstas insinuaban patrones en su cabeza. Empezaba a pensar que había aún mucha información que rascar de esa configuración de datos. Notaba esos patrones, entretejidos entre los símbolos desplegados; podía intuirlos, como el hombre de campo percibe el frufrú de las nubes cargadas de lluvia antes de que ésta se produzca, pero necesitaba un poco más de tiempo.
Sólo esperaba que aún pudieran disponer de él.
El mundo estalló en guerra.
Nadie la había buscado; nadie la había esperado siquiera, pero ahí estaba, extendiéndose con una rapidez fulminante por muchas de sus costas, asolando zonas atestadas de turistas, pequeñas poblaciones junto al mar y ciudades del tamaño y la envergadura de Barcelona, Ciudad del Cabo, Hawai, Niza o Río de Janeiro.
Los lugares donde los invasores aparecían por sorpresa se llenaron de un olor nauseabundo; arrastraban un profundo hedor a marisma y a pescado en descomposición que podía percibirse a kilómetros de distancia, y junto a este rebufo pestilente se entretejía otro, mucho más sutil. Era el del ozono, producto de las descargas eléctricas que lanzaban contra todo el que encontraban en su camino. Los resplandores de los fogonazos centelleaban con ese sonido crepitante y pavoroso que helaba la sangre. Las pinzas de sus poderosos miembros chascaban. Los gritos y el ulular de las sirenas eran el introito a un nuevo período que habría de sumir a la Humanidad en una contienda tan decisiva como terrible.
El mundo entero movilizaba sus ejércitos. La operación, que involucraba ya a la práctica totalidad de continentes y naciones, empezaba a mover una cantidad tan abrumadora de tropas y material de guerra que dejaba períodos de intensa actividad bélica como la Gran Guerra a la altura de una escaramuza entre niños.
Y mientras tanto, ocultos de los ojos del hombre, los invasores trabajaban, incansables. Se esforzaban para culminar los últimos estadios de la siguiente fase de su Plan: irrumpir allí donde nadie los esperaba.
En la primera mitad del siglo XIX, el mar llegaba mucho más adentro que en la actualidad: toda la zona de la enorme rotonda que cierra el Parque de Málaga y la extensión de éste fue ganada al Mediterráneo utilizando escombros de derribo y tierra de montes y canteras, según un plan concebido por el político Cánovas del Castillo en un intento de impulsar los servicios portuarios de la ciudad. En concreto, el agua llegaba hasta el pie de la montaña donde estaba emplazada la fortaleza árabe de la Alcazaba, y allí se ubicaba también el antiguo puerto. Tras la monumental reforma, la ladera de la montaña fue tomada por un barrio de casas de arquitectura vernácula; encaladas y encaramadas a la ladera del monte que más tarde se dio en llamar La Coracha. En la década de los noventa, este barrio se demolió para ser reemplazado por un conjunto de escalinatas y senderos ajardinados por donde los turistas subían a los miradores, desde los que aún se obtiene una impresionante vista.
En uno de esos miradores, Jonás y casi un centenar de personas sentían que sus esperanzas desaparecían.
Habían visto los aviones militares llegar con las primeras luces del alba. Como le ocurrió a Marianne, esa visión les llenó de coraje y alegría porque la noche había sido difícil, y habían estado observando cómo las Rocas Negras tomaban las calles sin que nadie pareciera ser capaz de evitarlo. El desastre causado por el tsunami había dejado el servicio eléctrico inestable, y un poco antes de las cinco de la mañana, sin que nadie supiera por qué, casi dos tercios de la ciudad quedaron a oscuras. En ocasiones se escuchaban disparos, pero lo peor eran los gritos. Era como si la ciudad entera gritara, y mientras todos asistían a lo impensable desde los miradores, muchos no pudieron soportarlo más y se retiraron.
Ninguna de aquellas cosas intentó trepar por el monte.
Cuando los aviones descargaron las bombas sobre la línea de la playa, sin embargo, hubo un estallido de gritos eufóricos. Las explosiones se elevaban en el aire levantando una humareda densa y negruzca que el viento se encargó de esparcir rápidamente. El sonido de los propulsores era atronador y hacía que sus pechos vibrasen como en las primeras filas de un concierto. Las terribles ametralladoras de gran calibre descargaban con una cadencia abrumadora, y con cada ráfaga, el miedo acumulado durante la noche parecía remitir un poco más.
Pero entonces, el primer avión se estrelló. Lo hizo en algún lugar demasiado a la izquierda como para que nadie pudiera ver nada, pero su trayectoria era inequívoca, el estruendo fue ensordecedor, y una columna de fuego y humo se elevó en el aire disipando todas las dudas. Jonás, que había estado sintiendo una suerte de euforia delirante, enmudeció de repente. No entendía cómo había pasado y, por un instante, dudó del hecho. El silencio cayó sobre todas las personas que lo acompañaban, y cuando se dio la vuelta y vio sus expresiones de sorpresa y asombro, supo que no se equivocaba.