—Alguien ha avisado a la policía —dijo débilmente, retrocediendo un par de pasos.
—¡Márchese, aléjese de la playa! —luego se volvió al resto de la gente que, poco a poco, volvían sus rostros hacia él.
Comprobó con consternación que se trataba de gente joven en su mayoría. Era lógico, dada la hora; gente joven que vivía la noche estival malagueña yendo de un sitio a otro a medida que los lugares de moda cerraban sus puertas.
El hombre se subió al capó del coche de un salto, y de ahí al techo del mismo. Jonás levantó las cejas, y la mujer, aunque se apartó un poco, no protestó.
—¡Dejad los coches y marchaos! —gritó, girando sobre sí mismo para asegurarse de que establecía contacto visual con todo el mundo—. ¡No sabéis lo que viene por ahí!
Pero no tardaron mucho en convencerse. Por el extremo de la calle venía corriendo gente, profiriendo gritos histéricos. Algunos corrían dejando colgar los brazos, al borde de la extenuación, pero aun así no se detenían. En sus rostros, aunque todavía lejanos, se vislumbraba ya el terror desfigurando sus facciones.
Poco a poco, la gente empezó a dar pasos dubitativos en la dirección que venía siguiendo la masa de gente que corría, pero cuando el hombre colocó ambas manos alrededor de la boca a modo de bocina y gritó: «¡Corred!», muchos no lo dudaron ya.
Jonás se había incorporado y se acercó a él. El hombre se giró como si hubiera detectado su presencia. Desde esa posición, parecía mucho más alto.
—¿Puedes continuar? —preguntó.
Jonás sacudió la cabeza afirmativamente. Su camisa blanca estaba pegada a su cuerpo por una película de sudor.
—Pues vámonos. Vámonos de aquí.
—¿Adonde iremos? —preguntó Jonás al fin.
—Al monte. Cuanto más alto, mejor. Me gustará ver a esos cangrejos subiendo entre la maleza y la tierra suelta.
Jonás asintió.
El hombre bajó del techo del Corsa con un elegante salto. Cuando cayó al suelo, se incorporó con tanta rapidez que Jonás tuvo la extraña sensación de que el hombre era casi ingrávido. Sus facciones eran hermosas, y sus ojos grises y profundos, cargados de determinación y de fuerza. En aquel momento, Jonás decidió que seguir a su lado era, probablemente, una buena idea.
Se pusieron en marcha.
Pedro y Sebastián se encontraban haciendo la ronda por la zona del Limonar cuando la cadena de olas llegó. Como el truco de un prestidigitador, hizo desaparecer la playa bajo un manto de agua, arrastrando casi todos los vehículos que circulaban por la carretera hasta hacerlos chocar contra los edificios situados al otro lado. El coche patrulla, con el distintivo de Policía Local perdió contacto con el suelo y fue llevado cuatro metros por la carretera hasta estrellarse contra una vieja furgoneta de un color gris desvaído. El golpe les hizo rebotar contra los costados reforzados del habitáculo. No se lo esperaban; era como si la ola hubiese llegado sigilosamente.
—¡La madre que me parió! —exclamó Pedro cuando el coche recuperó la estabilidad.
El agua había entrado por la ventana abierta y les había empapado las piernas. La jaula trasera parecía una bañera. Sebastián, con una pequeña herida sangrante en la sien, se había quedado embobado viendo cómo un voluminoso Chrysler 300 con aspecto de tanqueta militar se mecía suavemente sobre su costado antes de caer pesadamente sobre sus ruedas.
—¡Sebas! —llamó Pedro. Empezaba a fijarse ahora en los estragos que la ola había provocado. Había gente en el suelo que empezaba a incorporarse, pero otros se dejaban flotar en el agua, mecidos por el reflujo. Empezaron a oírse gritos.
—Sebas, coño, pero qué…
Sebas le miró brevemente y cogió el aparato de radio del salpicadero. Pedro se dio cuenta de que su voz sonaba distinta, como si naciera de su garganta. No obstante, informó de lo que estaba pasando a la central y solicitó apoyo de Emergencias y ambulancias.
Mientras tanto, Pedro había salido del vehículo y corría a atender a la gente que parecía necesitarlo más. Dio la vuelta a una chica joven que tenía la cara hundida en el agua y comprobó con consternación que no tenía pulso. Miró unos breves instantes su rostro, con hebras de cabello todavía pegado a él formando bucles, y pensó que no debía tener más de diecisiete años. La dejó en el suelo y corrió a por otro.
Pasaron casi veinte minutos y, en ese tiempo, no recibieron apoyo de ninguna clase. Después de hacer el boca a boca a un hombre entrado en años que volvió a la vida entre toses, Sebastián se incorporó y estudió la línea de la costa. El desastre, ahora lo veía, llegaba a todas partes. Había ruidos de sirenas en la distancia, confusamente entretejidos con el rumor de los gritos que llenaban la noche, pero la secuencia de olas había arrasado con todo. A esas alturas sabía que el apoyo tardaría bastante en llegar; seguramente la central tendría que coordinar tantas llamadas de auxilio que estaría completamente colapsada.
Hicieron lo que pudieron durante las dos horas siguientes, incluyendo controlar a un histérico que quería que lo llevasen inmediatamente a su casa.
—¡El mar, algo pasa con el mar! ¿Es que no lo ve? Por el amor de Dios, primero fueron los peces, luego los barcos y ahora somos nosotros, ¡somos nosotros!
—¡Tranquilícese! —pedía Pedro—. ¡Lo peor ya ha pasado! Intente tranquilizarse, o le juro por Dios que lo meto en la parte trasera del coche y lo dejo ahí hasta que todo el mundo esté en su casa con ropa seca y caliente.
—Por favor… —dijo otro hombre a su lado. La voz le temblaba y también las manos—. Mi mujer necesita una ambulancia…
—Se han pedido, llegarán en cualquier momento —explicó Pedro.
Pero la verdad es que no tenía ni idea de cuándo llegarían. La carretera estaba bloqueada por coches desplazados o volcados, los semáforos se habían doblado sobre sí mismos y atravesaban los carriles, y la gente había tumbado a sus heridos sobre el asfalto. Si eso pasaba en todas las carreteras cercanas a la costa (que en una ciudad como Málaga eran la mayoría) tendrían que trasladar a los heridos usando carros de bueyes.
La situación era desesperante. Había muertos por todas partes, y en un momento dado tuvieron que levantar un coche para sacar a un hombre joven que había quedado atrapado debajo. Sin embargo, a pesar de que levantaron el coche entre un grupo numeroso de voluntarios, no pudieron sostener el peso del vehículo y éste volvió a caer pesadamente sobre las piernas del joven, provocándole un
shock
fatal. Pero iban de una emergencia a otra y los dramas individuales se olvidaban pronto: necesitaban concentrarse en la siguiente tarea.
Cuando llegó el momento, como si fuera una señal sincronizada por alguna mente colmena, los monolitos negros empezaron a desplazarse fuera del agua. Tampoco esta vez los vio nadie hasta que empezaron a desplegarse, revelando sus monumentales pinzas de crustáceo y produciendo un ruido siseante y acuoso. Pedro estaba acuclillado junto a una pareja; ella tenía el hombro dislocado y el rímel corría por sus mejillas como surcos oscuros. Cuando se dio la vuelta, alarmado por los gritos de algunas personas, casi esperaba ver una nueva ola acercándose taimadamente sobre sus espaldas. Descubrió con sorpresa que se había colmado de resignación, pero no era una ola.
Eran una especie de cucarachas negras gigantes, provistas de pinzas como las que exhiben los cangrejos. Venían directamente del mar, formando una pared oscura y tupida que avanzaba a una velocidad considerable.
Casi todo el mundo corrió para alejarse de aquella amenaza tan manifiestamente hostil; las criaturas agitaban las pinzas y las hacían sonar por encima de sus corpachones acorazados, pero algunas personas eran incapaces de moverse y yacían repartidas por el suelo. Cuando la primera armadura cortó con implacable eficiencia el brazo de alguien y la sangre manó abundantemente en forma de chorro, Pedro dio un respingo y se puso en pie.
Sebastián estaba a pocos metros de él, con las piernas abiertas y flexionadas y su arma reglamentaria sujeta con ambas manos. Tan pronto la coraza negra se manchó con la sangre de su víctima, abrió fuego. La bala rebotó limpiamente contra la coraza que cubría el pereion, produciendo un ruido agudo y haciendo saltar chispas. La segunda dio en la pinza, que la criatura colocó delante de sus ojos, con un resultado similar. Dos balas más, disparadas en rápida sucesión, no tuvieron mejor resultado. Sebastián bajó un poco el arma, murmurando algo que Pedro no pudo oír.
Pero entonces, una de las armaduras pareció encogerse sobre sí misma, plegando las patas bajo su desproporcionado cuerpo. Pareció vibrar durante un par de segundos y, un instante después, el aire se llenó de un zumbido y un olor en extremo característico. Pedro sabía muy bien de qué se trataba: era olor a electricidad, olor a ozono, como cuando se ioniza el aire por efecto de un rayo. Miró a Sebastián, y lo encontró en una pose extraña, como si hubieran estirado su espina dorsal y sus brazos se hubieran congelado en el aire. Las manos crispadas ya no sostenían el arma, que había caído al agua junto a sus pies. Sus cabellos estaban erizados, y los dientes expuestos, apretados como si estuviera soportando un intenso dolor. Por fin, sin flexionar las rodillas ni la cadera, Sebastián cayó de bruces contra el suelo, tieso como un palo de escoba.
Lo han frito
, se dijo Pedro, sintiendo que se le erizaba la piel en los brazos y la nuca.
Lo han dejado achicharrado con una especie de ataque eléctrico.
Miró su mano derecha y se sorprendió al encontrar allí su pistola; la había sacado instintivamente. Ahora, sin embargo, el arma no parecía brindarle ninguna solución. Luego se encontró a sí mismo mirando sus propios pies. El asfalto estaba cubierto de una fina película de agua marina, y la confusión se trocó en un pánico creciente. Era como estar en una bañera a la que alguien está a punto de tirar una tostadora eléctrica.
—¡Salgan de aquí! —gritó, pero su voz sonaba demasiado ronca y débil, como cuando se intenta hablar en un sueño y la voz parece luchar por atravesar un complejo tejido de telarañas.
Se giró para ver la gente correr y se enfrentó con las miradas suplicantes de los que no podían hacerlo. Estaban en el suelo, apoyados contra los coches o sentados en su interior, con heridas de todo tipo, mas o menos graves, que les impedían ponerse en movimiento.
Jesús
, pensó.
Se dio la vuelta otra vez para encontrarse de frente con la muralla de corazas, que habían recorrido la distancia que les separaba a una velocidad sorprendente dado su tamaño. Levantó una mano temblorosa y apuntó a la criatura que tenía justo delante, pero el puño salió volando, con la pistola todavía atrapada en él. Ni siquiera experimentó dolor, como tampoco sintió nada cuando la pinza se cerró sobre su cabeza y apagó todas las luces con un crujir de huesos.
EL jefe del Estado Mayor de la Defensa colgó el teléfono apenas diez minutos después de que los primeros monolitos fueran avistados en las costas españolas. Había hablado con la ministra y le había dado la orden definitiva.
Sentado a la mesa de su despacho, echó una mirada furtiva a la bandera española y suspiró.
—Ha dado la orden —dijo a los oficiales que estaban reunidos a su alrededor. No fue una sorpresa para ninguno, así que la mayoría estaban ya de pie con sus carpetas en la mano, preparados para abandonar la habitación y comenzar a alertar a los diferentes jefes de región.
—Sí, señor —contestaron uno tras otro a medida que abandonaban la estancia con paso rápido.
Desde los incidentes de los barcos, todas las unidades operativas estaban ya en estado de alerta, y el ochenta por ciento de los efectivos debidamente acuartelados. Si todo funcionaba como estaba previsto, la estimación de tiempo para que las unidades empezaran por fin a movilizarse era de sólo cuatro horas. El jefe del Estado Mayor sentía un ligero hormigueo en la base del estómago; iba todo tan rápido que apenas daba tiempo a darse cuenta de la gravedad de los acontecimientos que estaban teniendo lugar.
Desde primeras horas de la tarde se encontraba ya en el prodigioso bunker de la Moncloa, una especie de cripta secreta de casi ocho mil metros cuadrados y más de diez plantas de profundidad. Un edificio subterráneo totalmente autónomo construido con paredes de hormigón armado, acero y titanio, de tres metros de grosor; y diseñado para resistir los envites de bombas nucleares, terremotos, armas químicas y radiación. Allí, el ordenador central militar, auténtico cerebro de la maquinaria bélica española, moraba como el Señor Oscuro en Mordor. El bunker contaba además con hospitales, salas de reuniones, bibliotecas, archivos, anfiteatros para proyecciones, cocinas y estancias para más de doscientas personas, incluyendo personal civil. Dos grandes depósitos de gasoil de ochenta mil litros proporcionaban electricidad a todo el complejo.
Cuando todos los asesores y generales habían abandonado la estancia, uno de los oficiales continuó sentado en su silla.
—Señor… —dijo, pasando unas hojas de papel en su tablilla—, con respecto a lo que veníamos hablando, el tercio Alejandro Farnesio en Ronda…
—Espere un momento, Enrique, hágame el favor —dijo el jefe del Estado Mayor—. Tengo que hacer una llamada.
—Sí, señor; por supuesto, señor.
—Cierre la puerta, por favor.
—Sí, señor —dijo Enrique, saltando literalmente de la silla y cerrando la puerta del despacho, como había pedido.
El jefe del Estado Mayor suspiró.
—Por fuera, por favor. Cierre la puerta por fuera.
Enrique pestañeó unos segundos hasta que captó el sutil mensaje, asintió brevemente y salió, dejándola cerrada tras de sí.
Por fin, el jefe del Estado Mayor suspiró nuevamente, descolgó el auricular y pulsó uno de los botones del terminal. Una operadora le atendió en pocos segundos.
—Por favor, póngame otra vez con ella.
Esperó unos instantes mientras su llamada era canalizada por servidores de la red militar y pasaba por varios filtros de encriptación de alta seguridad hasta llegar a otra sala del mismo nivel.
—Soy yo —dijo al fin. Había cogido una elegante pluma negra con la mano y jugaba con ella, haciéndola bailar entre los dedos—. Sólo tengo una pregunta: ¿son ellos?
Recibió la respuesta con una rapidez y una brevedad contundentes, y la encajó sin mover un solo músculo de la cara. Sin embargo, en su interior algo se venía abajo, como los ladrillos de una vieja casa abandonada que es procesada por una excavadora de demolición.