Paul asintió.
—Pero bien… fue un caso aislado. En los otros casos nunca se pudo determinar el foco. Como le decía, hay mucha basura relacionada con el tema. Los
conspiranoicos
de todo el mundo han creído que se debía a pruebas armamentísticas secretas del gobierno; los ufólogos, a que los platillos volantes nos sobrevuelan… no podemos verlos pero sí oírlos, etcétera.
—Bueno, cuando hay cosas inexplicadas, siempre hay alguien que señala y asegura tener delante algo inexplicable. No es lo mismo, y no me sorprende. Pero la gente de ciencia, ¿qué dice? —preguntó Paul.
—Hay de todo. Lo cierto es que nadie ha llegado a una explicación que sea concluyente. Aquí, por ejemplo, tenemos varios expertos, pero nadie parece querer aventurar nada. Básicamente han estado haciendo pruebas acústicas, mediciones magnéticas y electromagnéticas de todo tipo, y una infinidad de grabaciones. Los datos se envían a un montón de centros de estudio en todo el mundo, principalmente de Estados Unidos. Ni qué decir tiene que todo está debidamente orquestado por nuestro gobierno. Ahora mismo no soy más que un pelele, sólo debo asegurarme de que esta gente pueda hacer su trabajo.
—¿Y por eso no he visto nada en la prensa? —preguntó Paul.
—Bingo. Pero en cuanto a los informes que sí han sido emitidos y publicados, hay quien dice que se trata de deficiencias en el oído humano. Algunos de estos informes mencionan el
tinnitus
, ¿has oído hablar de eso?
—Me suena haberlo escuchado antes, pero te agradecería que me refrescaras la memoria —dijo Paul.
—Tinnitus
es el término médico para el hecho de
escuchar
ruidos en los oídos cuando no hay una fuente sonora externa —explicó Patrick.
—¿En serio? ¿Quieres decir…? —Hizo una pausa—. ¿Cómo explican esto? ¿Como una afección en masa?
—Ese es el problema. El
tinnitus
indica infecciones en el oído, lesiones por ruidos fuertes y contaminación ambiental, que suelen ser sus causas. La contaminación ambiental explicaría por qué afecta a miles de personas a la vez, pero no creemos que nada de eso se esté dando en Edenbridge… Por lo menos, seguro que alrededor de la población no. Ni siquiera estamos en primavera, que es cuando muchas de las plantas florecen y lanzan miles de esporas al aire.
Paul tenía los ojos entrecerrados; parecía estar considerando seriamente la idea. Patrick tenía razón: Edenbridge era manifiestamente rural. Las pocas casas diseminadas por la campiña eran villas independientes y las carreteras estaban casi siempre vacías. El medio de transporte más utilizado para ir a Londres era el tren, que funcionaba admirablemente.
—No parece muy plausible —opinó al fin.
—Oh, a los
conspiranoicos
les encanta esta explicación. Les es tremendamente sencillo desmontarla y reírse de ella, lo cual les permite reafirmarse en sus propias teorías sobre campañas de ocultación de algo mucho más… suculento, como las pruebas de armas sónicas sobre la población civil que mencionaba antes —se encogió de hombros.
—¿Y eso es todo lo que tienen? —preguntó Paul—. ¿Afecciones en el oído?
—Hay muchas más teorías, pero todas están igual de traídas por los pelos. ¿Sabe, Paul?, de todas las teorías
conspiranoicos
sobre todos los tópicos que se le puedan ocurrir, ésta es la única en la que la versión científica y la paranormal suenan igual de increíbles.
—Como la del hombre en la Luna…
—O la teoría de que el gobierno americano orquestó el ataque de las Torres Gemelas para invadir Iraq.
—O los helicópteros negros… —continuó Paul, divertido.
—O los rastros que dejan los aviones para rociar a la población con extraños compuestos químicos.
—Creía que ésa era cierta —bromeó Paul.
Patrick soltó una carcajada.
—¿Y de qué otras explicaciones menos
conspiranoicos
estamos hablando? —dijo Paul entonces, todavía con una sonrisa en su rostro bien proporcionado.
—Un poco de todo. Casi siempre fenómenos naturales como el movimiento de placas tectónicas, meteoritos que provocan ondas en el aire, o incluso la interacción del viento solar con el campo magnético de la Tierra.
Paul pestañeó varias veces, perplejo.
—Vaya. Debería leer un poco sobre esas cosas, en primer lugar, pero sospecho que aunque eso pudiera provocar este fenómeno, sería algo con lo que habríamos convivido desde siempre. Sería tan normal como las mareas o el otoño.
Patrick sonrió.
—Es justo lo que pienso yo —dijo—. Pero échele un vistazo a un papel que tiene ahí, en la carpeta. Es un papel verde con el sello de «Confidencial».
Paul miró entre los documentos.
—Es igual, ya se lo cuento yo. Hay informes que hablan de algo muy distinto. A ver cómo le suena: sistemas de frecuencias bajas usadas en los sistemas de comunicación, como en los submarinos militares, por ejemplo. Esas frecuencias son capaces de atravesar la tierra y el mar en cualquier dirección.
El señor Hobson dio un respingo. La palabra había sonado como un mazazo en su cabeza. De hecho, era bastante curioso que Patrick mencionara los submarinos, porque tenía la sensación de que él ya había pensado en algo así a lo largo del día. Intentó recordar…
No había sido ese día, después de todo. Había sido más atrás, unos días antes, pero… ¿cuándo?
¿Cuándo?
Y de repente, se acordó.
—Los objetos metálicos —susurró—. Las mediciones de radar del asunto de los peces muertos…
Patrick inclinó la cabeza.
—Disculpe… creo que me he perdido —dijo Patrick.
—Perdóname tú. Hablaba en voz alta. Leí algo sobre unas mediciones que se estaban realizando por todo el mundo… algo relacionado con la tragedia ecológica de los peces.
Patrick asintió despacio.
—Sí… yo también lo he leído, pero…
—Es una tontería. Cuando leí la noticia pensé en los submarinos nazis que tuvieron en jaque a los Aliados en la segunda guerra mundial. Hubo un momento de la guerra en la que estaban por todas partes, y provocaron muchos desastres.
—Y está diciendo… —dudó un instante—. Un momento, ¿qué está diciendo?
—Sólo asocié las dos cosas, Patrick. No tiene importancia. No es que sugiera que esas… sondas, o lo que sea, puedan estar provocando esos ruidos. No tiene sentido. No tenemos mar en Edenbridge y, de todas formas, sería un fenómeno mucho más extendido.
Patrick suspiró.
—Lo cierto es… que la noticia del desastre ecológico ha solapado estos pequeños sucesos sin importancia —dijo despacio—. Pero… Paul, está ocurriendo en muchos más lugares del mundo.
Paul tragó saliva, sin mover un solo músculo de la cara.
—No empezó aquí —continuó Patrick—. Por lo que sé, y no es ni la mitad del asunto, hay muchas otras ciudades donde está sucediendo. Esta misma mañana han llegado informes de dos ciudades más. Alguien está elaborando un mapa con los puntos. Impresiona. Un poco.
—Son… ¿son ciudades costeras? —preguntó Paul.
Tenía la sensación de que los oídos le zumbaban con delirante intensidad. ¿No hacía demasiado calor? El verano estaba llegando con demasiada rapidez. Ahora le parecía que podría pasar con una de esas camisas de manga corta que llevaba todo el mundo en verano y que él había dejado de usar cuando cumplió los setenta. Cuando uno llega a ciertas edades, el frío se mete en los huesos. Pero ahora…
Pero ahora…
—Algunas sí, Paul —contestó Patrick—. Como Sri Lanka… toda la isla está experimentado el fenómeno a todas horas. Pero la mayoría de las veces, el Zumbido se registra en el interior, como aquí. Sin embargo, todo esto está ocurriendo a la vez. Y si algo he aprendido en estos años como jefe de policía, aunque sea de una población pequeña como ésta, es que las casualidades no existen.
El señor Hobson asintió, pero durante un largo rato, no dijo nada.
El
Vizconde de Eza
, que pertenecía a la Secretaría General de Pesca Marítima, se encontraba de vuelta a su puerto base en Vigo tras una campaña de oceanografía. Cuando recibieron la orden de dar media vuelta y estudiar los incidentes ocurridos en el litoral Mediterráneo, se encontraban a bastantes millas de la costa, en alta mar.
Eran las siete y cuarto de la mañana del sábado.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó Thadeus. Acababan de despertarle tras recibir las nuevas instrucciones y había recibido la noticia totalmente confundido.
—Miles de peces muertos —repitió el biólogo.
El programa en el que estaban trabajando estaba incluido en la línea de investigación para el estudio y control de la contaminación marina, así que cuando Thadeus escuchó hablar de peces muertos, se pasó las manos por la sien antes de incorporarse.
—¿Y qué quieren que hagamos nosotros?, ¿de quién viene la orden?
—Es del jefe, Tad.
—Coño… —protestó—. ¿No puede hacer eso la Facultad? Podrían ser descartes de un barco de pesca.
—La cosa es grave, por lo visto. Quieren muestras exhaustivas. Biotoxinas, viremia primaveral, marea roja…
—Pero… no lo entiendo… —dijo Thadeus—. Que llamen a Emergencias y hagan el análisis ellos mismos. Si es un problema de aguas de baño, que se encargue Salud y Consumo. Si es un vertido, que se ocupe Medio Ambiente. Ya pasó algo así en Cambriles el año pasado y nadie movió un dedo.
—Mira, no lo sé —comentó el biólogo.
Ahora que se había despejado un poco, Thadeus comprobó que el aspecto de su compañero también era de agotamiento completo y, de pronto, no le pareció justo dirigirle a él sus protestas. Habían estado trabajando duro y haciendo muchas horas extra para cumplir con el programa, pues necesitaban contar con un informe preliminar en una fecha concreta para recibir unos fondos. Suspiró y se puso en pie.
—Está bien, voy a llamar al jefe.
—Son las siete de la mañana, Tad… —comentó el biólogo—. Ya hemos dado la vuelta al barco.
—Hala. Así… ya está. Desde luego…
—No es así —explicó pacientemente, frotándose los ojos enrojecidos—. Es grave. Ocurre en otras partes del mundo, y cada cinco minutos llega un nuevo informe.
—¿Cómo que un nuevo informe?
—Nosotros hemos tenido suerte, lo de nuestras costas no es nada comparado con lo que ocurre por ahí. Manchas de más de cincuenta kilómetros de diámetro. En Puerto Rico, Nueva Zelanda, Grecia, la isla de Java… Y no sólo hay peces, también orcas, delfines… cualquier cosa que estuviera debajo del agua. La zona más afectada está cerca de Cádiz, y no nos queda tan lejos. Hacia allí vamos.
Thadeus frunció el ceño.
—¿Puntos tan dispares? No tiene sentido…
—Lo que tú digas —concedió su compañero—, pero con semejante follón, los periodistas van a estar metiendo el hocico a todas horas. Supongo que por eso quieren nuestra presencia, ya sabes. Ondear la bandera.
—Bueno. Haber empezado por ahí, coño —suspiró largamente y empezó a vestirse—. Está bien, ¿hay café?
El buque, una preciosidad de color blanco, azul y rojo, llegó a la zona de la catástrofe algunas horas más tarde. Tan pronto se dieron a conocer y notificaron sus credenciales a las barcazas de la autoridad, los cuatro laboratorios y los once científicos de a bordo (entre físicos, geólogos, biólogos y químicos), se pusieron inmediatamente a trabajar. Las mesas para triado de pescado se llenaron de muestras y prepararon contenedores con agua marina para su procesado.
El espectáculo era desolador. En todos sus periplos marineros, Thadeus no recordaba haber visto nada parecido. La masa de peces expuestos y brillando pálidamente bajo la luz del sol se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el aire empezaba a contaminarse de un tufo penetrante. Amaba la vida sobre todas las cosas: el misterio de la prodigiosa ingeniería que impulsaba a todos los seres del planeta, la arquitectura casi mágica con la que habían sido diseñados y el equilibrio perfecto entre los ecosistemas. Ver toda aquella desolación allí, tan cerca de casa, le provocaba sensaciones de pérdida que apenas podía controlar, y con el corazón sobrecogido, se retiró al interior para concentrarse en los datos.
Mientras trabajaban, mantenían los sistemas de megafonía conectados para oír toda la información que iba llegando a través de las emisoras de radio, y en la sala de descanso y en el comedor había dejado puesto un canal de noticias en la tele. Nadie comentaba nada; preferían asimilar todo lo que explicaban en los medios mientras siguiesen dando cobertura al asunto.
—¿Qué es eso de las luces submarinas? —preguntó Marianne al pasar por la zona de la cocina para tomar un tentempié. Su especialidad era la química y llevaba un par de años trabajando en el programa.
Thadeus, que estaba sentado a una de las mesas revisando la información que iban recogiendo los investigadores en su portátil, se giró para mirarla.
—Pues es bastante extraño, a decir verdad —contestó—. Es fácil hacer caso omiso a ese tipo de cosas, pero hay gente informando de avistamientos similares en todas partes del mundo. Y está perfectamente relacionado con el fenómeno de los peces.
Marianne arrugó la nariz. Incluso cuando lo hacía y su rostro adquiría una expresión extrañamente infantil, Thadeus admiraba la delicada belleza de sus rasgos, perfectamente proporcionados. Sus ojos redondos, su aristocrática nariz, sus labios sonrosados y la delicada blancura de su piel.
—Podría ser Mar de Ardora —continuó Thadeus.
—Me suena… refréscame la memoria.
—Es un fenómeno luminoso. Se produce en el océano cuando grandes masas de agua emiten una característica luz azul.
—Vaya. Eso es muy conveniente.
—Seguro —exclamó Thadeus—. En los noventa se detectó una mancha fosforescente en las costas de Somalia. Tenía doscientos cincuenta kilómetros de largo.
—¿A qué se debe?
—A la proliferación de una bacteria bioluminiscente, la
Vibrio harveyi
, que está asociada a las microalgas de plancton.
—Ya. ¿Y hay algo de eso en los datos? —preguntó ella.
—Lamentablemente, no. Por ahora son perfectamente normales —dijo él, mirando la pantalla de su vetusto PowerBook, donde unas tablas de datos se actualizaban cada pocos segundos—, aunque siguen trabajando. Las peores noticias vienen de los muéstreos de sonar que Alfonso ha estado realizando… no hay ni una marca roja: ni un solo pez allí abajo. Y adivina…