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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (7 page)

—¿Qué?

—La Agencia Atómica Internacional también ha empezado a investigar. Nos han avisado hace veinte minutos.

Marianne se sentó a la mesa, frente a él, y distribuyó el pequeño refrigerio y las servilletas que había recogido.

—¿Quién?

—Es la agencia que controla los residuos radiactivos en aguas internacionales… los que depositaron en las fosas del Atlántico a principios de los ochenta.

—¿En serio?

—Supongo que tienen que comprobarlo todo.

—Supongo que sí. Pero ¿a quién mandarán aquí?

—El contacto en España es el Consejo de Seguridad Nuclear, pero esta gente sólo vigila los niveles de radiactividad en tierra. Tienen estaciones de muestreo y cada tres meses evalúan el grado de radiación.

—No creo que sea nada de eso… —aventuró Marianne. Intentaba sujetar el bocadillo con ambas manos sin que se le deshiciese; era de pan de soja integral y se rompía con facilidad, especialmente empapado en tomate natural como estaba.

—Yo tampoco. Pero supongo que todo el mundo quiere movilizarse. Nadie quiere que se les culpe de negligencia. Esto va a traer cola…

—Desde luego.

—Y el CSIC quiere los informes tan pronto los elaboremos.

—El CSIC es…

—El Centro Superior de Investigaciones Científicas.

—Vaya. Supongo que dentro de una hora te llamará alguien de Green Peace.

—No, pero mira… —dijo, señalando la televisión.

Marianne giró la cabeza. En la pantalla entrevistaban a un hombre y el rótulo, debajo, rezaba: «Carlos Bravo, experto en materia nuclear. Green Peace».

—Vaya… —repitió Marianne mientras hacía desaparecer un buen trozo del bocadillo—. Espero que no tengamos que entretenernos recibiendo a políticos que quieren marcarse un tanto dejándose ver ante las cámaras y expresando su más profunda repulsa ante este desafortunado incidente.

Thadeus rió. Era una risa grave y modulada que arrancó una sonrisa a su compañera.

—En serio. Espero que no tenga nada que ver con un impacto radiológico —dijo al cabo—. ¿Sabes que hay plantas de reprocesado en La Hague, en Francia, y también en el Reino Unido, verdad? Pues se pueden encontrar trazas de elementos radiactivos en lugares tan lejanos como la costa oeste de Groenlandia y en el litoral noruego. Y las algas…

Pero Marianne había dejado de escucharle. Se había girado para ver la pantalla, con los ojos y la boca muy abiertos. Thadeus se interrumpió, sin comprender qué ocurría. La tez de la científica era pálida por naturaleza, pero de repente, Thadeus tuvo la sensación de que su rostro estaba esculpido en cera.

Cuando se giró y vio las imágenes en pantalla, también él palideció de inmediato.

Y todo lo que habían conocido, cambió para siempre.

Cerca de las islas Filipinas, el desastre de los peces muertos era del todo desmoralizador. En las últimas horas, las corrientes habían dispersado la mancha original de cincuenta kilómetros de diámetro y los pescados habían empezado a dispersarse y llegar a las costas. La Organización Marítima Internacional había fletado dos buques a la zona, donde varias embarcaciones filipinas coordinaban las tareas de vigilancia e investigación. Desde su residencia en el Palacio de Malacañang, el presidente de la República solicitaba desesperadamente fondos de la ONU para encarar el problema, ya que se estimaba que la oleada de cadáveres inundaría las playas desde Cagayán a Sorgoson en un plazo de cuarenta y ocho horas, superando completamente a los efectivos disponibles.

Corresponsales especiales llegados de Sudamérica, México y Estados Unidos se encontraban ya en la zona cubriendo la noticia.

El primer ataque sucedió tan rápido que se emitió en directo casi por casualidad: el cámara estaba filmando a uno de los responsables de la operación, que estaba siendo entrevistado en la cubierta de uno de los barcos, y una de las fragatas situadas al fondo fue literalmente succionada, desapareciendo en cuestión de segundos. Los espectadores que estaban atentos a las noticias (y que para entonces representaban muchos millones en todo el mundo) vieron un movimiento extraño con la vista periférica y después tuvieron la sensación de que algo había desaparecido, como si se tratase de un truco de magia.

El cámara lo percibió perfectamente y avanzó corriendo hasta el borde del barco, dejando de lado al entrevistado y al reportero de la cadena, que enmudecieron de asombro. Pero todo lo que se veía ahora era una masa de agua desplazándose con rapidez para llenar el hueco que el barco había dejado. Los gritos de asombro de los marineros empezaron a oírse por todas partes.

En otros canales, los presentadores de los boletines especiales que estaban volcados con la noticia interrumpieron su monótona verborrea y pusieron cara de consternación; algunos se llevaban la mano a la oreja, como si quisieran asegurarse de que sus aparatos receptores funcionaban correctamente. Otros, miraban las pantallas que empezaban a conectar en directo con los corresponsales de Filipinas con manifiesto estupor.

Y entonces, cuando hasta tres de los cámaras estaban enfocando ya la zona donde segundos antes había estado el barco, éste volvió a emerger, pero saliendo expelido como un cohete, rompiendo la superficie del mar con una explosión blanca de agua y elevándose en el aire unos veinte o treinta metros. Estaba partido en dos, con la estructura completamente achaparrada, como si fuera el delicado juguete de un niño que ha quedado aplastado por un pisotón.

Mientras evolucionaba en el aire y perdía velocidad para volver a caer, millones de personas en todo el mundo enmudecieron. Sólo la capacidad de combustible de un barco de aquellas características era de cuatrocientas toneladas, lo que daba una idea del peso descomunal del navío. Verlo volar hacia el cielo, quebrado y desmontándose en un millón de trozos, era una imagen que ni siquiera las películas de ciencia ficción más catastrofistas habían mostrado.

A ese breve período de
shock
siguió una oleada de exclamaciones de horror que dieron la vuelta al planeta. La gente se levantaba de sus butacas. En los bares, dejaban caer las bebidas al suelo, y los que seguían los boletines informativos en sus radios empezaron a ajustar la recepción de sus aparatos, sorprendidos por el súbito silencio que se había producido. Pero después, todos los periodistas empezaron a narrar lo que acababan de contemplar atropelladamente.

En el lugar de los hechos, marineros, científicos y profesionales de los medios de comunicación empezaron a experimentar un súbito ramalazo de miedo. Josh Covin, de cincuenta y seis años, que había estado sirviendo en la marina americana durante catorce años y trabajando en la industria mercante durante más de veinte, no había visto jamás que un barco fuera succionado debajo del agua de una forma semejante. Sólo la energía necesaria para desplazar esa ingente masa de agua en tan poco tiempo requería una capacidad que casi atentaba contra las leyes físicas. Y sin embargo, cuando se apoyaba contra la baranda en su embarcación, intentando digerir la imagen que estaba grabada a fuego en su retina, otra fragata sufrió un destino similar.

Esta vez hubo gritos de terror por todas partes. Fue como si algo tirara del enorme barco hacia abajo, pero ahora de la parte trasera. El resto se levantó sobre el agua unos sesenta grados y fue arrastrado hacia dentro a una velocidad asombrosa. Como antes, el agua se precipitó sobre el hueco dejado por la embarcación produciendo un sonido explosivo, breve e intenso, como el tapón de una botella.

La tripulación del resto de los buques —los más grandes— corría de un lado a otro. Los cámaras ofrecían ángulos penosos, entre abandonar su puesto o seguir filmando. Los responsables de narrar lo que veían sus ojos desde la seguridad de sus estudios balbuceaban, intentando dar una explicación a los televidentes, pero sus expresiones eran vacías y demudadas, con el feo rostro del terror dibujado en sus facciones.

De pronto, como la vez anterior, la embarcación fue expulsada del fondo marino, veloz como un proyectil disparado por un rifle, en medio de una confusa nube de pescado muerto. En esta ocasión salió despedida en un ángulo cerrado, casi en paralelo a la superficie, y acabó estrellándose contra el buque más grande. El sonido fue atroz y ensordecedor, tan fuerte que daba la sensación de que era el mismo cielo el que se precipitaba sobre sus cabezas. Era el ominoso clamor de hierros entrechocando, de ferralla restallando brutalmente a medida que los barcos se abrazaban. El
Princess of Sea
se escoró peligrosamente hacia el lado contrario y pareció acariciar el agua mientras resistía el envite; casi toda la superestructura había sido arrancada de su base y salido despedida más de cien metros hasta impactar contra el mar, con una enorme explosión de agua.

Herido de muerte y soportando el peso adicional sobre su cubierta, el enorme buque terminó por sucumbir y acabó cayendo sobre su costado. El espectáculo era pavoroso: objetos de toda clase, entre ellos figuras humanas, caían al agua, donde eran aplastados por los hierros retorcidos que llovían sobre ellos después.

Y más tarde… más tarde la imagen que les llegaba en directo se distorsionó, volviéndose ininteligible y difusa, como si la cámara que la reproducía hubiera sido lanzada por los aires a cuatrocientos kilómetros por hora. Hubo algún plano entrecortado y, al verlo, la mayoría de los espectadores giró la cabeza instintivamente, pues mostraba la escena desde el aire, y después, una ensalada de colores estridentes, rayas horizontales, y nada más.

—Hemos… —dijo el comentarista—,… hemos… perdido la conexión… parece que…

Se pasaba un dedo por el cuello de la camisa, pulcramente abotonada y rematada por una corbata, como si, de repente, le costase respirar, pero no terminó la frase. Y varios millones de personas en todo el mundo, boquiabiertas delante de sus televisores, sintieron exactamente lo mismo.

Marianne había dejado caer su bocadillo. El tomate, de un color rojo intenso, asomaba entre los trozos de pan oscuro como una extraña lengua. No habían dicho nada durante toda la retransmisión, absortos en las imágenes que les estaban ofreciendo. Por unos segundos, Thadeus llegó a preguntarse si no sería una campaña de marketing viral de alguna superproducción americana, pródiga en efectos especiales e imágenes generadas por ordenador. Pero la idea no llegó a materializarse como posible. Sabía perfectamente bien que era real.

—Por Dios santo… —dijo al fin.

Marianne no se sentía capaz de decir nada. La violencia con la que esos barcos descomunales habían sido zarandeados como si fuesen patitos en una bañera la había dejado sin habla. En una de las imágenes, cuando parte del barco más grande había salido despedida, le había parecido ver diminutas figuras que recordaban vagamente a hombres y mujeres, desmadejadas y arrojadas al agua como cagadas de mosca. En ese momento, supo que podía vivir mil años, y aún cerrar los ojos y revivir esas imágenes con total nitidez.

—¿Qué coño…? —siguió diciendo Thadeus.

Se incorporó lentamente, pero no supo decidir qué hacer a continuación. Fue el joven Conrado, el miembro más joven de la tripulación, quien irrumpió en la estancia con una expresión de franca expectación en el rostro.

—¿Habéis visto…?

—Sí… sí… —dijo Thadeus.

—Sssh… —pidió Marianne. Seguía con los ojos fijos en la pantalla.

Estaban repitiendo las imágenes que acababan de recibir mientras el presentador intentaba ordenar la información que le llegaba por su auricular y los mensajes del
teleprompter.

—…Ninguna explicación para los sucesos que hemos tenido la oportunidad de presenciar en directo, aunque las imágenes que hemos recibido, lamentablemente, nos hacen pensar que nuestros corresponsales, nuestros compañeros que cubrían la noticia en la zona, han podido seguir la misma suerte que los…

—Esto no se explica… —exclamó Conrado, llevándose las manos a la cabeza.

Repasaron las imágenes dos y hasta tres veces, mientras el reportero hacía hincapié en la salvaje brutalidad con la que las enormes fragatas de metal desaparecían bajo el agua. Como científicos, sabían que no existía, en todo el planeta, una tecnología capaz de hacer algo semejante, a esa velocidad.

De pronto, el presentador se interrumpió.

—… Sí… Perdón, perdonen ustedes, pero parece que tenemos otras imágenes… Sí, estamos tratando de… Parece que… Sí, efectivamente, estas imágenes, cedidas por la NBC, han sido captadas hace escasos minutos y provienen de Puerto Rico, donde también se estaba investigando el fenómeno que hemos venido tratando…

Y de improviso, brotó de nuevo el horror en el aparato de televisión. Marianne no pudo evitarlo, y dejó escapar una expresión ahogada, sobrecogida por la impresión.

La secuencia parecía filmada desde el aire, quizá desde algún helicóptero. De fondo, mientras el presentador balbuceaba intentando aportar datos —bastante insustanciales— sobre el contenido de las imágenes, se escuchaban voces apagadas hablando en inglés. El cámara, mientras tanto, se concentraba en capturar la enorme superficie de agua plagada de cadáveres que les era ya tan tristemente conocida. Una panorámica les mostraba un barco equipado con altas antenas (Thadeus lo identificó como una fragata científica), y de pronto vieron cómo ésta se iba a pique sin perder la horizontalidad, como si hubieran acelerado las imágenes de un proceso que normalmente dura más tiempo. Todo ocurrió tan rápido que el agua se precipitó sobre el hueco físico que había dejado la embarcación levantando grandes olas en todas direcciones.

—¡No! —Gritó Marianne.

Thadeus se tapó la boca con una mano, como intentando ahogar una exclamación.

—…Escalofriantes imágenes… Sí, nos informan de que la fragata científica
Ice Lady
, que acabamos de ver hundiéndose en unos segundos, estaba explicando a su centro de operaciones en el momento de desaparecer que su radar se había «vuelto loco», ya que indicaba numerosos puntos móviles que se desplazaban a una velocidad de más de cien nudos, lo que…

En ese momento, el móvil de Thadeus empezó a sonar. En la pantalla apareció el nombre de quien llamaba: «Jefe Ariza», su director de campaña. Se llevó el aparato a la oreja, incapaz de decir nada.

—¡Salid de allí! —dijo la voz, imperativa.

Todos los miembros de la tripulación habían abandonado sus puestos de trabajo para acercarse a los aparatos de televisión distribuidos por algunos lugares del barco. Las imágenes de los navíos sufriendo su terrible destino se repetían incesantemente, y en aquel momento estaban dando la noticia de que habían perdido el contacto con otros barcos que se habían dirigido a los puntos de la catástrofe, desde las islas Kuriles a Nueva Guinea. Tanto Thadeus como Marianne corrían en ese momento a la cabina del capitán.

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