—¡Coño! ¡Claro que es la cadena! —exclamó, divertido—. ¡Es que no está! ¡No hay cadena! —Se volvió para mirarle. El Sol incidía en la cabeza del joven y le ocultaba el rostro, pero le prestaba una especie de aura iridiscente. Tenía las manos extendidas hacia él, y tuvo que pestañear varias veces para ver lo que le estaba enseñando.
Era la cadena. La cadena que olía a grasa de motor y le tiznaba las manos.
Joseph quiso decir algo, pero inesperadamente, el joven saltó sobre él. El conductor perdió apoyo y cayó de espaldas, sin entender qué estaba pasando. Soltó un sonoro «Buf» cargado de sorpresa, mientras el joven se apresuraba a lanzar sus manos alrededor de su cuello. Notó el metal frío de la cadena sobre la piel; los eslabones se clavaron en su carne, y el olor a gasolina y a aceite subió hasta su nariz.
Estiró las piernas como un acto reflejo, proyectando una fuerte patada en el aire. Ésta sólo consiguió desequilibrar la moto, que cayó al suelo con estrépito. Golpeó contra el asfalto con un ruido metálico, similar al de una caja de tornillos en una ferretería. Mientras tanto, el joven apretaba más y más; y mientras lo hacía, pasó la cadena una segunda vez alrededor del cuello. Joseph estaba empezando a comprender lo que estaba pasando, y esa chispa de conocimiento incendió su mente consciente como una explosión. De repente estalló en pánico: sus manos se movieron en el aire intentando aferrarse a algo, cogieron la cadena e intentaron tirar de ella, pero sin resultado. Intentó incorporarse, pero el joven estaba subido sobre él como un jinete montaría un caballo, y tironeaba de las bridas metálicas acelerando hacia la muerte.
Llegado un momento, Joseph dejó de moverse. Tenía los ojos hinchados y rojos, y miraban hacia el cielo con terrible determinación. La lengua asomaba por entre los labios amoratados, blancuzca, hinchada y surcada de venas. Koldo mantuvo la tensión todavía unos instantes, para asegurarse, y luego aflojó.
Se quedó respirando unos instantes, entre eufórico y exhausto. Los brazos parecían tener vida propia, como si un corazón secreto latiese desesperadamente allí, bajo la piel, pero se sentía bien. Muy bien, de hecho. Hacía mucho tiempo de
aquello
, y aunque entonces hizo lo que hizo por pura supervivencia, ahora había sido un poco diferente. En realidad había considerado robar simplemente la ambulancia (se trataba de encontrar una forma de pasar a través de los controles del ejército, sólo eso), pero luego cambió de idea. Después de todo, se dijo, estaban solos en mitad de ninguna parte, y el asesinato era un poco como las patatas de bolsa.
¿A que no puedes probar sólo una?
Se incorporó, todavía jadeante pero sonriente, y caminó despacio hacia la ambulancia. Iba a ser un buen día.
EL temblor de tierra sorprendió a Thadeus y su equipo cuando viajaban por las vías del tren, pero allí el terremoto no fue tan acusado, ni estaban cerca de estructuras significativas que pudieran ponerles en peligro. Marianne se acuclilló, manteniendo los brazos extendidos como si se preparara para lanzarse contra el suelo si fuese necesario. Pero treinta o cuarenta segundos más tarde, el temblor había desaparecido.
—Madre mía… —opinó Jorge, dando un silbido mientras miraba alrededor.
—Bueno… —dijo Thadeus—. ¿Qué opina un geólogo de esto?
—Una réplica, probablemente… —contestó Jorge rápidamente—. Tenía que haber pensado en ello, pero con todo lo que está pasando…
—¿Réplicas? —preguntó Marianne.
—Con la cantidad de seísmos que ha habido, las réplicas son normales, y más si son de esta intensidad. Recemos para que todas sean como ésta.
—¿En serio? —preguntó Marianne—. Además de cangrejos gigantes, ¿vamos a tener más terremotos?
Thadeus pestañeó.
—Ahora que lo dices, es interesante… —dijo.
—¿Los terremotos?
—Ambas cosas, o más bien, que ambas cosas hayan ocurrido en un período de tiempo tan breve. Es demasiada coincidencia.
—¡Ah! —soltó Jorge pensativo, acariciándose la barbilla con una mano.
—¿Crees que están relacionadas? —quiso saber Marianne.
Thadeus suspiró. Había colocado los brazos en jarra y miraba el suelo con expresión ceñuda.
—No lo sé… —concluyó—. ¿Cómo saberlo? Algo me dice que sí, pero no tengo nada más.
—En cualquier caso —dijo Jorge—, los que tengan que saberlo lo sabrán, si no lo saben ya. Una pena que no tengamos al menos un pequeño transistor: las noticias deben estar que arden y nos las estamos perdiendo. Sobre todo quiero saber qué ocurre con aquellos bichos.
—¿De verdad están por todas partes? —quiso saber Marianne.
—Eso parece…
—Esas pinzas… —añadió la química ahora en voz baja, sacudiendo la cabeza como si quisiera sacarse ciertas imágenes de su mente—. Eran como las de los cangrejos.
—Precisamente —dijo Thadeus—. Los cangrejos son anfibios, al menos la mayoría. Algunos, como el cangrejo azul de tierra, dieron un paso más en su carrera evolutiva y acabaron desarrollando regiones internas que les permiten tomar el oxígeno del aire, una especie de pseudopulmones, si queréis llamarlos así. Otros llegaron más lejos, como el cangrejo ermitaño. Éste se muere si lo sacas del agua durante demasiado tiempo…
—Qué útil es tener a un biólogo cerca cuando te invaden los Monstruos Marinos —bromeó Jorge.
—Nuestro biólogo no será tan útil si nos dan caza —opinó Marianne, mirando atrás.
Sin que nadie añadiera nada más, apretaron el paso, y durante un rato avanzaron en silencio.
Caminaron aún durante bastante tiempo, cruzando a través de una zona donde las naves industriales se agolpaban como deformes ataúdes de metal. El sol ascendía rápidamente por la bóveda celeste y les castigaba con severidad, con temperaturas más propias de mediados de agosto que de principios de junio. El sudor les cubría la frente y arrancaba vapores rancios de sus ropas, ahora adheridas a los cuerpos. Sin embargo, después de no pronunciar palabra en un buen rato, acabaron enzarzados en una discusión en la que cada uno aportaba sus conocimientos de expertos en sus respectivos campos, y eso parecía ayudarles a soportar el calor con resignada tranquilidad.
Después de un tiempo, sin embargo, un sonido conocido empezó a elevarse en mitad del silencio de la mañana.
—¿Lo oís? —preguntó Marianne, con la cabeza ladeada.
—Son mis sesos entrando en ebullición… —dijo Jorge.
—Es un coche… —dijo Thadeus.
La fuente del sonido estaba en algún punto por delante de ellos, así que el biólogo se lanzó a la carrera a un lado del camino, ascendió una pequeña colina formada casi exclusivamente de escombros y oteó el horizonte. Lo que vio hizo que una expresión de estupefacción se dibujara en su rostro.
—¡Tanques! —exclamó.
Pero no eran tanques. Eran tres vehículos Centauro con cuatro grandes ruedas a cada lado y un cañón de baja presión de gran calibre, pintados con el color verde característico del Ejército de Tierra. Avanzaban sobre las vías a buena velocidad, levantando una polvareda atroz a su paso. El poderoso cañón apuntaba hacia delante, con el extremo del tubo abierto como la boca de un muerto. Detrás de ellos viajaba una hilera de camiones convencionales, también militares, con grandes toldos de lona de camuflaje cubriendo sus compartimentos de carga.
—¡Tanques! —exclamó Jorge. Pero Marianne ya había salido a la carrera para encaramarse al montículo y sólo pudo correr tras ella.
—Dios mío… —exclamó.
Se quedaron mirando cómo la hilera evolucionaba hacia ellos, sin moverse del sitio. Los Centauro acabaron por alcanzarles y los sobrepasaron, sin variar la velocidad ni un momento. Las ruedas arrancaban los pedruscos del camino acompañadas de un sonido hidráulico y vibrante que les hizo encoger las cabezas en los hombros. Los conductores de los camiones y sus copilotos (cuando los había) los miraban con curiosidad, pero nadie parecía dispuesto a aminorar la marcha. Cuando los sobrepasaban, veían en sus partes traseras soldados emplazados en sus asientos, sacudiéndose de un lado a otro con el vaivén de los camiones y los rostros ocultos por sus grandes cascos. Cuando Jorge había contado seis camiones, empezaron a aparecer otros vehículos que no reconocieron: algunos tenían pesadas ametralladoras montadas; otros, eran como grandes contenedores de carga equipados con una cabina donde se alojaba el conductor.
—Qué despliegue más impresionante —dijo Thadeus.
—Qué calor tiene que hacer ahí dentro —opinó Jorge.
—Esos hombres están acostumbrados —dijo el biólogo.
Cuando ya parecía que la comitiva iba a pasar de largo sin prestarles atención, un jeep tripulado por dos hombres se separó de la fila y se acercó a ellos. Frenó en el último momento, derrapando sobre las ruedas traseras. El copiloto era un hombre fornido con una sola ceja sobre los ojos severos.
—¿Dónde van? —les preguntó inmediatamente.
—Vamos hacia Málaga… —respondió Marianne.
El soldado negó con la cabeza.
—Estamos evacuando. Estamos evacuándolo todo. Sigan por aquí hasta la autovía del Mediterráneo… no tiene pérdida. Verán un atasco de mil demonios. Bajen hasta la autovía y sigan hasta el norte, hasta que encuentren al personal militar que les dará más instrucciones y les ayudará a salir de aquí.
—De acuerdo… —dijo Thadeus, pero de repente se le había formado un nudo en la garganta y la voz sonó demasiado grave como para reconocerse a sí mismo.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Marianne.
El soldado arqueó las cejas, se ajustó el casco con un rápido movimiento de la mano, y el jeep se puso en marcha de nuevo, alejándolo de ellos sin dejar una respuesta.
—Vaya… —dijo Jorge tras suspirar largamente.
—Elegí un mal día para ir al sur —dijo Thadeus.
Jorge sacudió la cabeza.
—No sé, tío. ¿Crees que durará tan poco?
Y con la temperatura ascendiendo gradualmente, sigilosa como un asesino en la noche, esperaron a que el último vehículo hubiera pasado y continuaron andando.
El bullicio resultaba evidente mucho antes de que llegaran a la autovía: un clamor de voces, personas que llamaban a otras, y el monótono traqueteo de carritos y maletas con ruedas siendo arrastrados por el asfalto. La vía del tren cruzaba por debajo la carretera, una lengua de asfalto que se extendía sobre los edificios sustentada por gruesos bloques de hormigón. El tráfico estaba colapsado en las dos direcciones, pero los vehículos habían sido abandonados hacía tiempo, y la gente caminaba por los arcenes vigilados por soldados armados.
Para entonces, Marianne sentía la lengua seca como una madeja de esparto, y cuando llegó a la carretera, intentó conseguir algo de agua preguntando a la gente. La mayoría la miró como si hablara otro idioma o estuviera intentando venderles una porción de la luna; el resto, la ignoraba por completo. Sólo en una ocasión obtuvo una excusa que resultaba difícil de creer.
—No te preocupes —dijo Jorge—. El cuerpo humano aguanta tres o cuatro días sin probar agua.
—¿Y con este calor? —preguntó Marianne.
—Con este calor puede que caigas fulminada en cuarenta segundos.
—Muy gracioso. Me estoy deshidratando, joder.
Thadeus miraba a los soldados. Había tres cerca de ellos, junto a un pequeño vehículo oruga, y a buena distancia podía verse otro grupo. Vigilaban la marcha de la gente, pero se le ocurrió que podrían responderle a un par de preguntas. Se acercó a ellos y éstos se pusieron tensos casi inmediatamente.
El soldado más cercano dio un par de pasos hacia él y le hizo un gesto con la mano.
—¡Señor, no se detenga! —exclamó.
—¡Hola! —dijo Thadeus, dubitativo.
—¡Continúe andando! —dijo el de atrás. Llevaban unas gafas oscuras para el sol y era incómodo no poder verles los ojos. Casi se diría que, de no ser por su diferencia de estatura, podían ser una especie de clones unos de otros.
—Mi amiga necesita…
—¡Señor, continúe andando! —chilló el soldado.
—Sólo quiero saber…
—¡No se detenga, señor!
Thadeus se detuvo, como congelado en mitad del movimiento. Miraba ahora los labios fruncidos y las mandíbulas tensas de los soldados, las axilas oscurecidas por manchas de sudor y los músculos en tensión por debajo de la guerrera reglamentaria. A escasos seis metros de aquellos tres hombres uniformados, supo que si daba un solo paso más podía acabar teniendo problemas.
Levantó la mano en señal de disculpa y regresó por donde había venido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jorge.
—No lo sé… —respondió Thadeus—. Supongo que están un poco nerviosos.
—¡Es inadmisible! —dijo Marianne.
—Acostúmbrate —dijo Jorge—. Acabamos de pasar Villa Bienestar. Ahora… Ahora toca otra cosa.
Un par de horas después, caminaban todavía por la autovía. Muchos malagueños observaban el éxodo desde las ventanas de los edificios colindantes, sin animarse todavía a unirse a ellos. No había, en realidad, razones para ello: casi toda la gente que caminaba por el asfalto eran ciudadanos desalojados de las zonas costeras, pero las playas quedaban lejos de donde se encontraban ahora y el aparato militar no les obligaba, todavía, a abandonar sus viviendas.
—Esto no tiene sentido —decía Marianne. Tenía las mejillas enrojecidas y el pelo, empapado en sudor, se le pegaba a la frente como hebras de algas muertas—. ¿Hasta dónde quieren que caminemos? ¿Hasta Córdoba?
—Quizá la carretera se despeje un poco más adelante. Podrían tener camiones o autobuses para mover a la gente.
—Pues nadie parece saberlo —dijo Marianne, soltando un bufido—. He estado preguntando a unos y a otros, y nadie sabe nada. Nos han encauzado a todos por aquí, pero la carretera puede despejarse… Pueden traer excavadoras para apartar los coches, ¿no?
—Es posible. Quizá no quieran emplear algo tan drástico todavía. Tendrían que cargarse los coches particulares de la mitad de la población. No sé si el gobierno tendría que pagar alguna compensación en esos casos… Si no les merece la pena, puede que sea una buena señal.
—Sí… —dijo Thadeus, lleno de un inesperado optimismo—. Seguro que lo es.
A un kilómetro de la costa, las aguas del mar se abrieron perezosamente desplegando coronas de espuma blanca, y una especie de isla de color oscuro que brillaba como la superficie de un espejo bajo la luz del sol empezó a emerger lentamente. Una familia de gaviotas que se mecía sobre el suave oleaje emprendió el vuelo abruptamente, llenando el aire de graznidos; sobrevolaron el atolón brevemente y luego decidieron alejarse hacia el este. Finalmente, el agua se deslizó por su superficie para regresar al mar, revelando una suerte de caparazón pulido con forma de huevo que fue alzándose hasta alcanzar los diez metros de altura.