Koldo asintió, intentando componer una sonrisa. Lo cierto era que no estaba siguiendo demasiado bien el hilo de la conversación.
—Entonces, les agradezco que me hayan atendido —dijo el otro hombre. Vestía unos sencillos vaqueros y un polo de manga larga, y aunque parecía relativamente joven, lucía una bonita calva.
—Coño, es lo que digo —exclamó Paco—: Hay cosas muy chungas por todas partes, pero aquí en el campo no veo que pase nada. En el campo nunca pasa nada.
—Pues mis proveedores no han venido —dijo Julián—. Y en el pueblo el supermercado ha cerrado. Dicen que ha cerrado hasta nuevo aviso. Así que cierro yo también, y me llevo la comida a casa y luego que truene lo que tenga que tronar, que mientras tengamos comida, estaremos bien.
—No te digo que no… —respondió Paco—. Y hasta entiendo que quieras guardar la comida. La verdura, la carne… esas cosas están bien. Pero coño, ¿para qué quieres tanta cerveza?
El hombre de la calva se echó a reír.
—Qué maricón eres —dijo Julián—. Si quieres una cerveza, chico, también puedes tomarla. No quiero que pienses que soy un
agarrao
. Pero está caliente. No tenemos electricidad desde ayer.
—Agua está bien —dijo Koldo, acercándose. Tomó el vaso y lo apuró completamente.
—Se diría que vienes andando desde alguna parte —opinó Paco—. He visto camellos beber más despacio.
Koldo se pasó el antebrazo por los labios.
—He venido en moto —dijo. Le hubiera gustado decir otra cosa, porque nunca había sido partidario de dar mucha información. Se sentía a gusto detrás de una mentira, aunque fuera pequeña y mundana; estaban bien siempre y cuando ocultasen lo que de verdad pensaba sobre cualquier tema en particular, o los lugares a los que solía ir, o a qué se dedicaba. Pero alguien podía haber escuchado el ruido de la moto o haberle visto llegar a través de las ventanas, y esas cosas no se le escapaban—. Y sí, vengo desde muy lejos. Esperaba poder comprar algo de comer aquí…
Paco miró a Julián de reojo, y éste levantó ambas manos.
—¡Nada de comida! —dijo de repente. Se había puesto rojo—. ¡Lo dije desde el principio, nada de comida!
—La verdad es que a mí también me gustaría alguna cosita —dijo Paco. El hombre calvo sonreía.
—¡Mi mujer me matará si no llevo
toda
la comida!
Paco soltó una carcajada.
—Macho, sabía que era eso. ¡Qué cabrón!
—Te lo digo en serio —dijo Julián—. Sabe cuántas salchichas, huevos y zanahorias hay en la despensa. Está asustada. Está muy asustada, y cuando se asusta toma medidas. La última vez, cuando lo de los trenes en Madrid, llenó el salón de latas. Decía que podría haber una especie de revolución, que los tanques saldrían a la calle, como cuando lo del golpe de Estado.
—Pobre María —dijo Paco—. Tiene que ser duro vivir con un calzonazos como tú. No estaría tan asustada si los tuvieras bien puestos y le ofrecieras un mínimo de garantías de seguridad. Es como la pescadilla, que se muerde la cola. Como te amilanas y dices:
«Síii, Maríiia… Lo que túu quieeeras cariiño
», ella siente que tiene que hacer algo, y vaya si lo hace. Esta mañana mi Rosa me preguntó qué Íbamos a hacer con todo esto. Bueno, le dije que no iba a hacer absolutamente nada fuera de lo normal, y me vestí y salí para mis tierras. Si los bichos vienen hasta aquí… bueno, entonces ya veremos. Puede que tenga una escopeta en casa, y puede que mi cohete ya no despegue tan a menudo como antes, pero coño, disparar no se me ha olvidado.
—¿Así que las cosas están tranquilas por aquí? —preguntó Koldo.
—Por aquí están tranquilas —dijo Paco—. Por ahora. Pero chico, la verdad es que entiendo al Canas. Las cosas están jodidas.
—No tenemos electricidad. Y el teléfono no funciona —dijo Julián. Estaba sirviendo otro vaso de agua a Koldo, y éste se lo agradeció con un pequeño gesto.
—Esta mañana temprano, cuando llegué a mis tierras, creía que mis ojos me engañaban. Ni te imaginas la de tanques que venían por esta misma carretera. ¡La Virgen! Pero tanques gordos, ¿eh? De esos grandes, con un cañón como la polla de un negro.
El hombre calvo volvió a reír.
—Sí, yo también los vi —dijo—. Van a Málaga, donde está todo el follón. En realidad hay follón en todas las ciudades costeras. En todo el mundo. ¿Podéis creerlo? Macho, es alucinante.
—Creo que en Japón han dejado de pasarlo mal —dijo Julián el Canas, con la mirada vidriosa—. Bueno, es lo que he oído. Han invadido toda la isla.
—En muchas partes ocurre lo mismo.
—Van a montar un campamento para meter a toda la gente, al norte de Málaga —informó el hombre calvo—. Un campamento enorme. O quizá lo hayan montado ya. Por eso llevo la ambulancia, han pedido que todos los centros de salud colaboren con una serie de cosas. Esa ambulancia es como un quirófano móvil. O sea, yo sólo la conduzco… pero he visto cómo han salvado vidas ahí dentro: los abren en canal, hurgan dentro y, ¡ala!, otro palomo que en un par de meses está dando por culo por ahí.
—¡Qué bueno! —opinó Paco.
—Ahora la llevo atiborrada de cosas. Un montón de material para el supercampamento. Me han dicho que luego me devolverán a casa en unos camiones del ejército, pero… ya veremos.
—Vaya. ¿Y has parado a repostar? —preguntó Paco.
—Bueno, he estado conduciendo toda la noche. Quería desayunar algo antes de llegar.
—Y te encontraste con el señor Vasito de Agua.
El conductor de la ambulancia soltó una carcajada. Julián fue el único que permaneció serio.
—Vamos, tíos. Eso no es justo…
—Tranquilo… —dijo el conductor—. Te agradezco lo que me has dado, en serio. Después de todo, lo de desayunar era una excusa para parar un rato. Ya sabes, estirar las piernas.
—Así que un campamento —dijo Paco, pensativo—. Qué cosa de locos. Creo que hemos llegado al tope. En serio, esto se ha hundido en la mierda. Se lo decía a mi mujer, ayer por la noche. Yo lo sabía. ¿Sabéis que los gorriones están extinguiéndose? En serio… Siempre ha habido… como montones de gorriones por todas partes. Formaban bandadas increíbles en el cielo, era precioso. Pues desde hace cinco años han dejado de construir sus nidos adecuadamente. Es como si lo hubieran olvidado, o como si su progenie les importara una mierda. Quizá en sus pequeñas cabezas sabían algo… Ya sabéis, los animales captan cosas. Quizá en sus cerebros ha estado siempre la clave de todo, que las cosas están cambiando y que se iba a ir todo a la mierda, y nadie se ha molestado en prestarles atención.
—Ahora que lo dices… pasa lo mismo con los gatos —dijo Julián con los ojos muy abiertos.
—¿Qué les pasa a los gatos? —preguntó el conductor, vivamente interesado.
—Bueno, me he dado cuenta de que hace tiempo que no entierran sus… sus cacas. Eran unos animales muy
curiositos
, siempre entierran sus heces, pero ahora… Bueno, ya no lo hacen.
—Los gatos son animales territoriales —dijo Paco, apurando su cerveza—. Utilizan su mierda para marcar el territorio. No creo que tenga nada que ver con esto.
—Pues antes no veía ninguna caca, y ahora están por todas partes. No sé. A lo mejor los animales se están volviendo locos. Como esos bichos que han salido del mar. Por que son… una especie de cangrejos, ¿no?
—Yo qué coño sé —exclamó Paco—. Son bichos marinos. O quizá no, porque en la televisión los vi andar por tierra firme como tú o como yo. Puede que un poco más rápido.
—Puede que no vengan del mar, entonces —dijo Koldo.
—Pues es lo que parece —dijo Julián.
Se quedaron callados, sin decir nada, durante unos instantes, rumiando las ideas que les corrían por la cabeza. Por fin, Paco rompió el silencio, mirando a Koldo con el ceño fruncido.
—¿Y a dónde vas tú?
—A Málaga —contestó—. Tengo que reunirme con mi madre.
—Oh… —dijo Julián. Había torcido el gesto.
—Mal asunto —opinó Paco.
—Sí… —dijo Julián. Casi había terminado de meter todos los bollos en sus cajas—. Verás, han cerrado los accesos. El ejército no deja que nadie llegue a la ciudad.
—Aja —intervino el conductor—. Ya me lo advirtieron. Ya tienen bastantes problemas evacuando a la gente de la ciudad como para que llegue alguien más. Quiero decir que tiene sentido.
—Pero no pueden cerrar los accesos —dijo Koldo, contrariado—. Es una ciudad.
Julián soltó un bufido.
—Mi hermano quiso llegar a Málaga esta mañana. La familia de su mujer vive allí, y como los teléfonos no funcionan, estaban preocupados. Iban a traérselos aquí. Bueno, lo paró un helicóptero; un cacharro enorme, de color verde militar. Se posó en la carretera delante de él y le hicieron dar la vuelta.
—Apuesto a que eso acojona —comentó el conductor.
—Hacía un ruido de mil pares de narices, por lo visto.
—¿De dónde saldría? —preguntó Paco—. Ayer vimos bastantes helicópteros volando a lo lejos, pero no he visto ni oído ninguno en toda la mañana.
—Tendrán centinelas en puntos estratégicos —dijo Julián—. ¡Esa gente se las sabe todas! Vigilan varias carreteras a la vez. Coche que ven, avisan por radio.
—Aja —dijo el conductor.
—Vaya —dijo Koldo, contrariado.
No había pensado en eso en absoluto. Tomó las vías del tren solamente porque pensaba que los accesos por las grandes autovías estarían colapsados por el tráfico, pero no se le ocurrió que pudieran estar
cortadas
. Con un poco de suerte, quizá los militares no estaban controlando las vías; ¿qué sentido tendría hacerlo? No es que nadie pudiera circular por ellas con un tren privado, de todas maneras. Pensó en el hecho de que no había visto ni un solo tren en toda la noche, y probablemente no vería ninguno en toda la mañana. Al menos, trenes normales. Si seguían usándolos, sería como parte del protocolo de evacuación, para desplazar grandes masas de gente fuera de la ciudad.
Y si no usan los trenes
, se dijo, experimentando una ligera excitación,
entonces es que la estación de la ciudad ya no es practicable. Porque están Ellos. Ellos controlan las vías ahora.
—Eh, se me ocurre algo —dijo Julián de repente. Había levantado un dedo y señalaba al conductor de ambulancia mientras lo sacudía en el aire—. A ti te dejarán pasar, ¿no?
—Sí, claro… —contestó éste.
—Oye, ¿podrías llevar a mi hermano? No sé qué le parecerá, pero probablemente quiera…
El conductor mudó su expresión.
—Eh… No, tío, lo siento… —dijo, visiblemente consternado—. De verdad, me gustaría ayudar, pero no creo que sea buena idea. Si me pillan con un extraño en la ambulancia, puedo tener problemas, ¿sabes? Los tendría en circunstancias normales, así que imagínate ahora. Quiero decir… Es el ejército y todo eso.
—Claro, Julián, coño —soltó Paco—. Se metería en un buen lío.
—Tienes razón —dijo Julián—. Sólo pensaba en voz alta.
Pero a Koldo no le parecía tan mala idea. Agradeció la hospitalidad y el rato de conversación y anunció que era hora de seguir su camino. Paco quiso saber si intentaría llegar a Málaga, de todas formas, y Koldo compuso su mejor sonrisa. Le salía muy bien: hasta cuidaba detalles como entrecerrar los ojos convenientemente. Dijo que sí, que lo intentaría igualmente, y que era posible que si no le dejaban pasar volviera por allí a por otro vaso de agua. Eso hizo que Paco estallara en carcajadas, y Julián se deshizo en excusas sobre su mujer; sin embargo, no pudo evitar sentirse ridículo con todos aquellos jamones a la vista y las cajas de cartón llenas de bollería cuya fecha de caducidad no estaba tan lejana en el tiempo.
Hubo un intercambio de apretones de manos y Koldo salió.
—Parece un buen chaval —dijo Paco entonces.
—Aja —dijo el conductor.
—Espero que encuentre a su madre. Me alegra ver que aún hay gente joven que se preocupa por sus padres.
—Es buena cosa, sí —dijo Julián.
Paco miró su cerveza vacía. La espuma dibujaba formas caprichosas en el vaso; una de ellas parecía un cangrejo con unas desproporcionadas pinzas en actitud claramente hostil. Se sacudió, recorrido por un escalofrío.
—Ponme otra, Julián —dijo entonces—. Por lo que pueda venir. Julián levantó una ceja, pero sirvió otra cerveza. Una para cada uno.
El conductor de ambulancias, Joseph Carras, de Baena, Córdoba, abandonó el restaurante de carretera La Mimosa diez minutos después que Koldo. Había tomado el desayuno más extraño de su vida: agua y cerveza caliente, pero dadas las circunstancias le había parecido perfecto. Empezaba a sospechar que esos lujos podrían ser escasos en el futuro, si las cosas seguían poniéndose mal.
Trepó a la ambulancia y se puso en marcha. Tenía gasolina suficiente para llegar al campamento, pero poco más. No le gustaba entregar los vehículos con poco combustible; de hecho, estaba en su manual de empleado dejar el depósito siempre a media carga por lo menos, pero no había podido encontrar ni una sola gasolinera abierta. No recordaba haber visto gasolineras cerradas en toda su vida, como no fuera temporalmente mientras los camiones cisterna llenaban los depósitos del subsuelo; pero ahora estaban simplemente cerradas, sin ningún cartel que explicase por qué o cuándo se reanudaría el servicio. Y naturalmente, todos los otros servicios también; eso incluía los baños, la tienda de comestibles y hasta las máquinas de refrescos.
—Esto se va a tomar por culo —le dijo a la cabina vacía.
Condujo durante quizá diez minutos y luego divisó algo en mitad de la carretera.
—Vaya —dijo.
Era el chico joven con el que había compartido agua y unas pocas palabras en el restaurante. Estaba detenido junto a la moto y cuando le vio llegar, se encogió de hombros.
Detuvo la ambulancia a pocos metros y bajó del vehículo.
—¡Eh! —dijo el conductor—. ¿Qué hay?
—Se me ha parado —dijo el joven—. No sé qué coño le pasa.
—Pues mala cosa —exclamó Joseph. Miró hacia arriba y el sol le castigó con toda su intensidad; aún era temprano, pero ya a esas horas arrojaba promesas de calor y sudor para el resto del día.
—¿Puedes echarle un vistazo? —preguntó Koldo—. Es que no sé nada de mecánica.
Joseph soltó un bufido, pero se acercó de todas maneras.
—No trasteo con motos desde que tenía dieciocho años, pero en fin… le echaré un vistazo.
—Creo que puede ser la cadena —dijo Koldo.
El hombre se puso en cuclillas para echar un vistazo. De repente, levantó ambas cejas.