—Qué estúpido he sido… —exclamó Merardo.
Jonás quiso decir algo, pero descubrió que tenía la boca mucho más seca de lo que había pensado y terminó por quedarse en silencio. Sentía otra vez el regusto amargo y tibio abriéndose camino desde su estómago, y cuando se llevó una mano a la cara, ésta temblaba visiblemente.
Pero Merardo ya se había vuelto, y sus ojos recorrían el camino con rápidos giros, como si estuviera ocupado urdiendo ya un plan de escape.
—Por el otro lado… —dijo al fin.
—El otro lado… —repitió Jonás, sin comprender.
—¡Vamos! —apremió.
Jonás se encontró corriendo de nuevo, esta vez en dirección opuesta. En un momento dado, Merardo se encaramó con asombrosa facilidad a un grupo de rocas, de forma que quedaba por encima de la mayoría de la gente. Viendo las caras trastocadas por la confusión y el miedo, Jonás se electrificó, cerrando los puños en sus brazos tensos como cables de acero. Merardo, encaramado a la roca, le recordó al hombre que conoció la noche pasada.
Hace sólo unas horas
, pensó de repente, recorrido por un escalofrío.
Merardo encontró el camino que buscaba y saltó de nuevo al suelo. La gente corría por la carretera asfaltada que conducía al mirador, hacia la parte más oriental del monte. A poca distancia, las chanclas de playa de una chica despedían sonidos retumbantes contra el asfalto. Aquel camino, pensó Merardo, les llevaría inevitablemente a la zona del Limonar, describiendo un sinuoso trazado bajando la colina. Era casi como regresar al paseo marítimo: seguía estando demasiado cerca del mar.
Merardo los llamó, gritando y agitando los brazos. Gritó a uno y otro lado, poniendo las manos alrededor de la boca para hacer bocina, pero nadie le hizo caso. La gente corría por la carretera, huyendo de la zona tan rápido como podía. Una familia se alejaba corriendo dejando atrás a una señora más mayor, entrada en carnes, que se bamboleaba pesadamente por la carretera, describiendo eses. Cuando se desviaba demasiado hacia un lado y casi parecía que iba a caerse, recuperaba milagrosamente el control y escoraba hacia el lado opuesto. Renqueaba como si estuviera a punto de desmayarse, pero nadie le prestaba atención. Incluso con la tensión del momento, para Jonás fue una visión desalentadora, y mientras la miraba como fascinado, otro grupo de gente desaparecía ya por el linde izquierdo, en dirección opuesta, dejando a Merardo solo. Algunos llevaban niños en brazos. Otros, los arrastraban de la mano mientras éstos daban brincos intentando mantener el ritmo.
—Por Dios… —exclamó Merardo, llevándose una mano a la boca.
De pronto, un estruendo retumbante llenó el aire. Jonás dio un respingo y se dio la vuelta. Ya lo había oído otras veces, cuando talaron el campo que lindaba con la casa donde vivía de pequeño: era un sonido poderoso, en crescendo, que terminaba con una reverberación que hacía estremecer el pecho. Era, en definitiva, el sonido de un árbol cayendo.
—Jonás! —apremió Merardo.
Jonás se volvió, como sacudido por una descarga. Merardo había bajado de la roca donde se había encaramado y le hacía señales con la mano. Quiso contestarle, pero la expresión de Merardo cambió de repente. Parecía mirar a algún punto a su espalda. Instintivamente, Jonás volvió a girarse, siguiendo su línea de visión.
Y allí estaban, encaramándose por encima de la barandilla. Incluso desde esa distancia parecían especímenes aún más grandes que los que había visto en la playa: oscuros como la noche y de caparazones robustos e hinchados como los de los escarabajos. Se agarraban a los hierros con sus poderosas pinzas y las cortaban con un movimiento rápido y contundente. El tramo de barandilla, serrado ahora en varios segmentos pequeños, cayó repiqueteando contra el suelo. Jonás se sintió transportado hacia atrás; era Merardo, que tiraba de él una vez más.
—¡Corre! —gritó—. ¡Corre!
Y con las primeras luces de la mañana dorando ya las copas de los árboles, Jonás hizo precisamente eso.
No tardaron mucho en perderse entre los árboles y arbustos. Del mirador de Gibralfaro partían varios caminos asfaltados, pero Merardo no tomó ninguno, sabiendo quizá lo rápido que las Rocas Negras se movían por el asfalto. Se lanzó pendiente abajo con Jonás a la zaga. Este, más acostumbrado a las costas y las mareas que a los caminos de montaña, le seguía a duras penas intentando no perder el equilibrio; sus brazos se sacudían en el aire como los de un muñeco.
Descendían por una ladera suave donde los árboles crecían a pocos metros. El suelo estaba cubierto por una alfombra de agujas de pino que ocultaban las pequeñas irregularidades del terreno, y por ese motivo tanto Merardo como Jonás estuvieron a punto de tropezar y caer. Sin embargo, llegaron rápidamente a una vaguada seca donde unos arbustos espinosos extendían sus ramas alocadamente, y comenzaron a trepar por la siguiente ladera con esfuerzo. Para entonces, Jonás resoplaba.
Merardo se volvió, escuchando sus bufidos.
—¿Qué re pasa? —preguntó.
—No… puedo más… —soltó Jonás, apoyándose en un viejo tronco muerto, recorrido de agujeros de carcoma.
—¿Ya? —preguntó Merardo, abriendo los ojos. Miró hacia atrás, como para calcular cuánta distancia podían haber recorrido, y no le pareció que fuese mucho más de doscientos metros. Sacudió la cabeza—. Bueno, tranquilo —añadió—. No pasa nada. Recupérate y seguiremos, esta vez un poco más despacio.
Jonás asintió.
Pero Merardo, a pesar de su tono de voz condescendiente y reposado, estaba preocupado. A ese ritmo tardarían muchas horas en llegar a las afueras de la ciudad, y las criaturas parecían ser capaces de moverse a gran velocidad cuando se lo proponían. Acabarían por darles caza. Miraba ahora hacia atrás, entre los árboles. Le había parecido ver movimiento: apenas un desenfoque fugaz, algo que se capta con la vista periférica pero que luego desaparece cuando se concentra la mirada. Y cuando hacía eso, rápidamente percibía movimiento otra vez en otro punto alejado.
—Estoy en baja forma… —se disculpó Jonás, entre jadeos.
—Ssssh…
—pidió Merardo. Parecía concentrado en escuchar, con la frente surcada por finas arrugas. Además de los movimientos furtivos, algo parecía fuera de lugar, aunque no pudo determinar qué. Las luces rojas del panel de un sexto sentido invisible estaban todas encendidas, y parpadeaban como si fuesen a fundirse.
Jonás se volvió, inquieto, pero se encontró tan sólo con la pendiente que acababan de bajar; hasta se veía el lugar por donde se habían arrastrado: habían dejado huecos oscuros en la alfombra de hojas caídas y pedazos de tierra batida habían quedado expuestos, como cagarrutas gigantes.
Merardo entrecerró los ojos.
—¿Lo oyes?
Jonás ladeó la cabeza.
—No oigo nada… —dijo. Su propia voz sonó alta y clara en la quietud del bosque.
—Exacto… —susurró Merardo, torciendo el gesto. Ni siquiera la brisa movía las copas de los árboles, produciendo ese frufrú característico, y los pájaros no cantaban. El silencio era absoluto.
Y entonces, el suelo tembló.
Jonás abrió las piernas instintivamente, para ayudarse a mantener el equilibrio. Merardo trastabilló, extendiendo los brazos. El aire se inflamó con un sonido profundo y creciente, que empezó siendo suave como el sonido de una corriente de agua subterránea y aumentó hasta convertirse en una especie de trueno. El tronco infectado de carcoma giró bruscamente sobre su base y se ladeó.
—¿Qué pasa? —exclamó Jonás, con los ojos muy abiertos.
El crujido de un árbol cayendo violentamente contra el suelo se dejó escuchar en algún punto cercano.
—¡Apártate de los árboles! —gritó Merardo.
Pero antes de que ninguno de los dos pudiera moverse, una grieta oscura como la boca de un muerto desgarró el suelo de la vaguada, desgranando un ruido atronador. Jonás abrió la boca, pero el grito se congeló en su garganta: la grieta corría hacia él, abriéndose a una velocidad inusitada.
Merardo se lanzó hacia él con la intención de empujarlo, pero el temblor terminó por tirarlo contra el suelo: cayó junto a Jonás resbalando sobre el costado. Un par de árboles más perdieron asidero y cayeron como piezas de dominó, el primero contra el segundo.
Jonás gritó por fin, pero su voz se apagó rápidamente, confundida con el estrépito que le rodeaba. Súbitamente, el suelo bajo sus pies se desquebrajó y se vino abajo, levantando una nube de polvo y tierra. Jonás se sintió caer, y aunque echó los brazos hacia un lado para intentar agarrarse al terraplén, resbaló sin remedio hacia el foso mientras una miríada de piedras pequeñas le golpeaban en la cara.
Merardo cayó en segundo lugar, en competición con el tronco podrido. Tres segundos más tarde, habían desaparecido por la grieta, mientras el monte de Gibralfaro gemía agónicamente, sacudido por el movimiento de tierra.
Luego… el temblor desapareció, tan súbitamente como había comenzado, y en algún lugar en la distancia, un perro empezó a aullar a la muerte.
Después, todo quedó en silencio.
Llevaba horas conduciendo, y estaba tan exhausto como podía esperarse; sobre todo después de pasar la mayor parte de la noche sintiendo la vibración de las vías del tren en los brazos. Cuando le parecía que ya no podía soportarlo más, salía del trazado de la vía y avanzaba paralelo a ésta. Pero entonces se veía obligado a conducir más despacio: tenía que esquivar rocas y subir y bajar pequeños montículos, por no hablar de los ocasionales arbustos y viejas raíces.
En un momento dado, sin embargo, se vio obligado a parar. Su vejiga estaba a punto de estallar, y pensó que no le vendría mal estirar un poco las piernas de todas formas. Cuando detuvo la moto y descendió, comprobó que lo más castigado eran las nalgas y la base de los testículos. Sentía en ellos un hormigueo, como si no fueran parte de su cuerpo. Comparado con eso, el dolor muscular de los brazos y los hombros no tenía mayor importancia.
Orinó allí mismo, junto a la moto. A su alrededor, el silencio era tan intenso que casi podía oír su propia respiración y el crepitar de la orina sobre la tierra seca. Hacía unas horas que había amanecido, y no tenía ni idea de dónde estaba, aunque eso no le preocupaba: siguiendo la vía del tren llegaría sin problemas a Málaga.
Mirando alrededor, reparó en algo que le había pasado desapercibido hasta ese momento. Era una pequeña casa, blanca y chata, que se levantaba a cierta distancia. Tenía un cartel encima con el logotipo de Coca-Cola, y debajo de éste había escrito algo más. Aunque a esa distancia no era capaz de leerlo, el cartel dejaba bien claro que se trataba de un restaurante de carretera.
Lo cierto era que sentía hambre, y tampoco le haría ascos a un sorbo de agua o dos, pero se preguntaba si estaría abierto. Tal como estaban las cosas, le sorprendería mucho; probablemente, sus propietarios estaban viajando hacia el norte en esos momentos, huyendo de la proximidad de una ciudad costera. Y si los invasores extraterrestres no les habían metido suficiente miedo en el cuerpo, de todas maneras, era posible que sólo abriera a mediodía.
Decidió acercarse. Con la moto podría cruzar campo a traviesa sin mayores dificultades, y si estaba cerrado… Bueno, si estaba cerrado estaba seguro de que podría encontrar una manera de forzar una ventana. Al fin y al cabo, tiempos difíciles requerían soluciones desesperadas.
Llegó allí en sólo unos minutos. Para su sorpresa, resultó que la casa estaba emplazada junto a una carretera de dos carriles, uno en cada sentido. No había ni un solo vehículo en ella, así que pensó que se trataba de una carretera secundaria que debía llevar a algún pueblo. Lamentablemente no había ningún cartel que le indicase qué lugar era ése, pero enfrente de la casa había varios coches, y hasta una ambulancia, así que debía haber gente dentro.
Koldo aparcó la moto.
La puerta estaba abierta, pero el interior estaba en penumbras. Era apenas un espacio diáfano con una solitaria mesa en una esquina, debajo de un viejo televisor de tubo emplazado sobre una repisa de madera. Un mostrador de aspecto desvencijado cubría toda la pared del fondo, llena por lo demás de fotos de jugadores de fútbol y estampitas de santos que espiaban tras unos jamones colgados de una barra metálica. Un par de carteles rezaban cosas como
«Hoy no se fia. Mañana tampoco
» o
«Si bebe para olvidar, pague por adelantado
». Detrás del mostrador, un hombre de pelo canoso estaba metiendo todas las magdalenas, bollos, pastelitos y tortas que habían estado a disposición del público en unas cajas de cartón, acompañado de dos únicos clientes que parecían tomar sus consumiciones desde sus taburetes a pie de barra.
El hombre se volvió para mirarle, y su boca formó una «O» perfecta, como si acabase de ver a un fantasma.
—¡Está cerrado, amigo! —dijo el hombre de pelo canoso.
Los hombres se volvieron para mirarle.
—Sólo quiero un poco de agua… —dijo Koldo.
—Vamos, dale un poco de agua, Julián —dijo uno de los hombres.
—¡Joder, Paco! —protestó Julián.
—¡Coño! Un poco de agua, carajo —respondió Paco.
En ese momento se volvía de nuevo para mirar a Koldo con ojos escrutadores. Vestía un mono azul de trabajo y tenía los ojos hundidos en un rostro surcado de arrugas. Sin embargo, no eran arrugas del paso del tiempo; ni siquiera parecía muy mayor.
Es un hombre de campo
, pensó Koldo, y probablemente acertaba; tenía la tez oscura y con esa apariencia suave y endurecida, como el cuero viejo; ese tipo de piel propia de quien ha trabajado horas bajo el sol y el viento.
—No quiero molestar —insistió Koldo—. Pero he visto coches fuera, y pensé que estaba abierto.
—Ya no estamos abiertos —explicó el camarero—. No con la que está cayendo. Y hasta que las cosas no se aclaren, seguiremos cerrados. Pero venga, va. Ten un poco de agua. Invita la casa.
El hombre canoso llenó un vaso usando una botella.
—No molestas, hombre —dijo Paco—. Es que Julián está un poco… cagado de miedo. Le conozco desde hace veinte años, y tomo aquí una cerveza desde hace diez, por lo menos. Todas las mañanas. Y hoy no quería venderme ni una.
—Joder, Paco —soltó Julián—. Es que si está cerrado, ¡está cerrado!
—Si estabas aquí de todas formas, coño… ¿qué te costaba? He tenido que prometerle que le ayudaría a transportar sus cosas, ¿puedes creerlo?