—¿Qué pasa? —gritó ella.
Con un rápido movimiento, Thadeus lanzó la mano hacia su boca y se la tapó. Le miró a los ojos, llenos de expresividad, queriéndole dar a entender que debía permanecer en silencio. Pero ella le dedicó una mirada llena de reproche. La odió por eso. Odió sus ojos oscuros, donde un océano de miedo se asomaba, a punto de desbordarse, y donde se adivinaba también el rechazo. E inesperadamente, la imagen sonriente de Marianne apareció en su mente. ¡Cómo la echaba de menos!
—¡Están ahí abajo! —dijo Thadeus—. ¡La calle está llena de esos monstruos!
Ella recibió la noticia abriendo mucho los ojos. Apartó la mano de su boca con un violento manotazo, como si él acabara de decirle que llevaba veinte años ejerciendo de pedófilo y que tenía pensado seguir cuando todo acabara. No sabía qué era capaz de hacer. Thadeus la miraba esperando cualquier reacción.
Pero Rebeca no dijo nada. Se quedó congelada, mirándolo.
Dios, por favor, que se quede así. Que se quede así y deje de joder.
Se volvió de nuevo, y se asomó con exquisito cuidado. Si uno de esos bichos le veía asomarse, era posible que organizaran una ascensión hacia la azotea, y lo cierto era que no tenían muchas alternativas de escape.
Marchaban. Hacia dónde, no lo sabía, pero si alguna vez había visto un ejército marchando con perfecta disciplina, era ése. La imagen era espeluznante, y no sólo por el hecho de que reducía considerablemente su esperanza de ponerse en marcha en busca de sus compañeros, sino por la pavorosa visión que ofrecían. Incluso desde esa altura podía ver que eran enormes: algunos superaban con seguridad los dos metros de altura, y su corpachón negro podía llegar al metro y medio de hombro a hombro. No quería ni imaginarse a un ser humano enfrentándose con un monstruo semejante: debía ser algo parecido a la imagen que podía ofrecer un conejo enano intentando enfrentarse a un oso gris.
Cuidadosamente, sacó los prismáticos y se atrevió a echar un vistazo, ¡y qué fantástica visión resultó ser para un biólogo! Rápidamente olvidó el problema que tenía entre manos: allí delante tenía toracómeros segmentando su tórax en ocho partes diferentes, y casi un centenar de estenopodios, los robustos apéndices alargados y cilindricos que les servían de patas marchadoras. Se maravilló de su tegumento duro, y de cómo sus artejos se articulaban a una velocidad inusitada para hacerlos marchar. ¡Qué criatura fascinante! Admiró también su escudo cefálico y el acron que lo contenía, y sintió una terrible curiosidad por saber cómo funcionaría su protocerebro. Era, en resumidas cuentas, como si estuviera viendo un crustáceo común tal y como podría llegar a ser si fuera llevado por los canales de la evolución; era como asomarse al futuro. El futuro del mar.
El cefalón era la parte de todo su organismo que presentaba mayores diferencias con los crustáceos comunes, en su opinión. No tenía apéndices, ni estaba asentado en tegumentos o pedúnculos, como en la mayoría de los crustáceos que había estudiado. En la oscuridad de su escudo cefálico, irradiaban una suerte de luz trémula, visible incluso a la brillante luz del mediodía.
Ese hecho le hizo fruncir el entrecejo.
Instintivamente, buscó en otra dirección para obtener otras perspectivas del cuerpo de los monstruos. Resultaba complicado, porque viajaban tan pegados que era difícil ver otra cosa que no fuera la parte superior de sus corpachones, pero después de un par de minutos, pudo por fin confirmar lo que estaba buscando.
Ciertas partes hundidas de sus espaldas parecían irradiar una tenue luz azulada. Débil, pero inequívoca.
¡Luz!
Thadeus no sabía mucho sobre bioluminiscencia, pero recordaba haber asistido a unas jornadas en Londres impartidas por la conocida experta mundial, Edith Widder. Recordaba aquella exposición con agrado; Widder no sólo era la más prestigiosa experta en bioluminiscencia del mundo, sino que además era carismática y divertida en sus exposiciones; Thadeus acudió con una amiga cuyo ámbito profesional no tenía nada que ver con la biología y apreció, por tanto, que la exposición fuera amena y dirigida al público en general, sin los tecnicismos que solían acompañar ese tipo de estudios.
Widder no dudó en calificar el fenómeno como el «lenguaje de la luz». Según ella, la capacidad para generar luz en los seres vivos servía a propósitos de comunicación. Aunque en algunos casos, se empleaba como una táctica de distracción para confundir tanto a depredadores como a presas, la mayor parte de las veces esa capacidad servía para comunicarse con miembros de una misma especie, desde un simple «aquí estoy» a mensajes más complejos.
En la parte final de la exposición, Widder enseñó algunos vídeos que habían grabado a bajas profundidades. En ellos, utilizaban unos sistemas electrónicos que arrojaban señales luminosas similares a las que las criaturas marinas exhibían, con el propósito de estudiar sus reacciones. Con ciertos patrones lumínicos, los distintos peces salían huyendo; con otros, se acercaban confiados. Con otros diferentes, los peces empezaban a describir círculos alrededor de las señales. Widder explicó que aún no habían conseguido entender qué tipo de mensaje estaban lanzando a la fauna marina, pero que se estaba estudiando.
Se preguntó entonces si las criaturas serían capaces de utilizar algún tipo de lenguaje lumínico similar para comunicarse. En el mundo había formas de vida que empleaban métodos sorprendentes de comunicación, incluyendo bacterias. Resultaba fácil reírse de las bacterias y demás microorganismos; eran cosas invisibles que nos rodeaban, sí, pero de las que no teníamos en cuenta en nuestros quehaceres diarios como seres superiores, a menos que se manifestaran como un mal resfriado. Pero una de las primeras cosas que aprendió al estudiar su carrera era que el ser humano no era otra cosa que un noventa y nueve por ciento de bacterias, comunicándose entre sí mediante procesos químicos complejos. La bacteria responsable de la luminiscencia, por ejemplo, era la bacteria
Vibrio Fischeri
. Nunca se estimulaba sola… se comunicaba mediante emulsiones químicas para saber cuándo encenderse o apagarse.
¿Era así como se comunicaban? ¿Con un lenguaje de luz? O por el contrario, ¿había quizá procesos químicos que ellos pudiesen captar e interpretar, como las feromonas pasaporte de un hormiguero? ¿O se trataba de otra cosa más fantástica, algo así como una mente colmena?
Thadeus caviló durante un rato, pensativo, y mientras barajaba esas posibilidades, las palabras de Widder se repetían en su cabeza con monótona languidez.
Cada vez que hago una inmersión abisal descubro una nueva especie o un nuevo comportamiento, pero lo que sucede es que aún no hemos explorado el océano. Mucha gente piensa que Jacques Cousteau exploró el mar. En realidad sólo hemos estudiado un cinco por ciento, y ese cinco por ciento es apenas la piel del océano. De las profundidades marinas, que componen casi las tres cuartas partes del planeta, ni siquiera hemos podido estudiar un uno por ciento.
Decidió entonces cambiar de orientación. Se dio la vuelta y pasó al lado de Rebeca, quien se había quedado postrada, con las rodillas clavadas en el suelo, como si en su cabeza alguien hubiera pulsado un interruptor de apagado. Pero ella no le preocupaba lo más mínimo; casi la prefería en ese estado. Avanzó hacia el lado contrario de la terraza, para descubrir a dónde se dirigían los monstruos.
Allí se encontró con un espectáculo inesperado.
¡Era la autovía, la misma autovía en la que perdió el rastro de sus compañeros! Sin embargo, el ánimo que despertó en él el descubrimiento desapareció pronto. Con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, Thadeus se enfrentó al espectáculo pavoroso de encontrar la carretera sembrada de cadáveres. Cadáveres humanos.
—No…
Con un gesto desesperado, Thadeus se llevó los prismáticos a la cara, y empezó a buscar entre los cuerpos. Había hombres y mujeres, tendidos bajo el asfixiante sol como fardos. No había sangre, o si la hubo, hacía tiempo que el calor de Málaga la había hecho desaparecer, ni tampoco encontró (gracias a Dios por los pequeños favores) miembros cercenados. Estaban simplemente muertos, tan abandonados como las maletas, bolsas de equipajes y restos de basura que yacían alrededor. Pensó que pudieron haber caído cuando se produjeron los momentos de pánico. La gente tropieza y cae al suelo, y los que vienen detrás les pasan por encima, pisándoles y reventando sus órganos internos, asfixiándoles bajo la masa. Lo había visto antes.
—Marianne —susurró.
Buscó y buscó, barriendo los cuerpos con sus prismáticos cada vez con más ansiedad. Buscaba la camiseta de Marianne, sus vaqueros, la cola rubia de su pelo, y también a Jorge. Pero después de un rato recorriendo los cuerpos caídos, desistió. Estaba saciado y asqueado de tanto horror, y aunque la carretera continuaba hasta perderse en el horizonte, no pudo evitar sentirse también algo más aliviado.
Se dio la vuelta, y entonces descubrió a Rebeca. Se había sentado sobre la barandilla y miraba hacia abajo como si lo que pasara por la calle fuera una procesión de Semana Santa, y no un ejército invasor de monstruos.
Avanzó hacia ella, presa del pánico.
—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Te van a ver!
—Son tantos… —dijo ella, inexpresiva.
—Baja, ¡baja!
—Son tantos —repitió.
Thadeus empezaba a ponerse nervioso.
—Por favor… si te ven… ¡estaremos perdidos!
Ella se volvió hacia él. Tenía la expresión serena, como la primera vez que la vio, y en esas circunstancias hasta se le antojaba hermosa otra vez.
—Rebeca… —pidió de nuevo.
Descubrió entonces hilachos de sangre resbalando por la pantorrilla, que manchaban sus pies descalzos. La venda era como una extensión de la carne, oscura e hinchada por la sangre, que pendía como un colgajo inerte; era como si alguien le hubiera dado un hachazo y luego hubiera retirado la hoja tirando hacia abajo.
—Oh, Dios, Rebeca… tu pierna… —exclamó.
—No tenía que haber subido —dijo—. Pero… estaba tan…
tan
furiosa. Sólo quería… Quería ver por qué me habías dejado sola… Y cuando te vi ahí, mirando con tus prismáticos, indolente…
—No, yo…
—No pude contenerme. Estaba
muy
furiosa —continuó ella, sin prestarle atención—. Y cuando me pongo así… Encontré una piedra. Y te golpeé.
Thadeus se quedó callado. Hacía sólo unos instantes que esa idea le había pasado por la cabeza, pero la desechó rápidamente. Ahora, enfrentado a ella cara a cara, le parecía una improbabilidad tan extravagante que se resistió a creerla. Luego la miró a los ojos, y la serenidad y sencillez que revelaban terminó de convencerle.
Se llevó una mano a la nuca para tocar levemente la herida, sin ser consciente de ello.
—¿Tú…? —dijo, pero no supo continuar.
Ella negó con la cabeza.
—No tengo sensibilidad en la pierna —dijo ella— y la piel se ha puesto azul. Antes casi me caigo al intentar ponerme en pie. Pero da igual. No… No voy a seguir con esto.
Una especie de luz roja se encendió en la mente de Thadeus.
Se va a tirar no no puede querer hacer eso sí se va a tirar no no puede hacerlo.
—Rebeca, dame la mano —dijo, empleando ahora un tono más autoritario.
Ella miró distraídamente hacia abajo, como si él no hubiera dicho nada. Allí sentada, con el sol acariciando sus hombros bronceados, hasta parecía una chica que esperase a su novio en algún paseo marítimo.
Thadeus consideró sus posibilidades. Estaba a sólo cuatro o cinco pasos de ella, y si se movía con rapidez, podría cogerla de la mano. Puede que incluso consiguiese deslizar el brazo antes de que ella consiguiese pestañear.
—Son tantos… —susurró ella. Una lágrima resbaló por su mejilla.
Va a tirarse va a tirarse
—No lo hagas… —dijo él, luchando por disolver un nudo que se había formado en su garganta.
—¿No es mejor? —dijo ella suavemente—. Piénsalo. Mira toda… toda esta mierda. Está todo muerto. Sólo hay… bichos. ¿Has visto esas… esas garras que tienen?
—Pasarán… Pasarán de largo, y podremos salir. Tenemos comida. Y agua.
Ella no contestó. El sonido metálico del Zumbido, grave y reverberante como el de un viejo motor, se unía al escalofriante siseo de los millones de patas golpeando el asfalto, uniforme y regular como una marcha militar.
—Dame la…
Pero entonces su voz se tornó en un grito. Rebeca se lanzó hacia atrás, sin decir nada, sin previo aviso. Ni siquiera hubo un adiós de despedida, o un cerrar de ojos, o un sentido suspiro. Simplemente estaba ahí, y al instante siguiente tenía una instantánea estática de su pie descalzo asomando por la barandilla. Instintivamente, Thadeus se lanzó hacia delante, pero fue demasiado tarde. La vio caer… sexto piso, cuarto, tercero… con una expresión de sorpresa en su cara juvenil; y en el último momento, cuando estaba ya a punto de estrellarse, consiguió apartarse, apretando los párpados con rabia. Sonó como un huevo cuando se golpea contra un plato, un sonido húmedo y rápido, un crac desgarrador que Thadeus intentó borrar de su mente con un segundo grito. Se derrumbó.
Las lágrimas brotaron inesperadamente, mientras su garganta se cerraba, ahogando cualquier intento de pronunciar palabra. Apretó los puños, mientras el sonido de Rebeca golpeando el asfalto reverberaba en su mente, despertando ecos terribles. ¡Había estado tan cerca! Si ella tan sólo le hubiera dado alguna pista más… Si hubiera dicho algo… Si él se hubiera lanzado unos segundos antes… Si él…
Cuatro, quizá cinco pasos era todo lo que le separaba de ella, pero no había hecho nada.
Porque estabas hasta el culo de ella. Porque en realidad querías que se tirara.
¡Nonononono!
Era tan joven… ¿Le había llegado a decir su edad en algún momento? Ni siquiera lo recordaba, pero no creía que llegara a veinticinco años. Quizá menos. ¿En qué trabajaba?, ¿qué estudiaba?, ¿dónde estaba su familia?, ¿cuál era su apellido? Su mente estaba vacía. Recordaba haber hablado de algunos de esos temas, pero estaba demasiado pendiente de sí mismo.
Y de la dueña del piso. De eso también.
Lloró, lloró durante casi un minuto, hasta que una idea explotó en su mente, aullando como la alarma de una joyería cuando se rompe el cristal del escaparate.
¡Los monstruos!
Levantó la cabeza, inundado por un inesperado sentimiento de pánico. Se enjuagó las lágrimas con un movimiento rápido, y contuvo la respiración para escuchar mejor. Pensaba que si Rebeca había caído en la calle, debía haberlo hecho encima de algunas de aquellas cosas; incluso tuvo un flash mental con ella aplastando a alguno de aquellos mamones, a modo de amarga victoria postrera. Pero de cualquier forma, el hecho debía haber llamado la atención de las criaturas; las imaginó precipitándose hacia el portal de la casa, trepando por las escaleras, subiendo los peldaños de dos en dos y haciendo rechinar sus pinzas con una cadencia exacerbada.