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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown

 

El detective Fritz Brown, un ex alcohólico obsesionado con la música clásica, no es un detective convencional: le echaron de la policía de Los Angeles hace años y todavía tiene que moverse al borde de la ley para salir adelante. Un estrafalario caddie de golf con pinta de mendigo pero con mucho dinero, le ofrece mil dólares para que vigile unos días al rico peletero judío con el que vive su hermana. Pero ella resulta ser muy atractiva, y además una apasionada del violonchelo, por lo que Brown decide seguirla e investigar de dónde saca su extraño cliente tanto dinero...

James Ellroy

Réquiem por Brown

ePUB v1.0

Aldog
28.02.12

Título Original: Brown's Requiem

Traductor: Raúl Quintana Muñoz

Autor: James Ellroy

©1996, Ediciones B

Colección: VIB,29/8

ISBN: 9788440664075

I
YO DETECTIVE PRIVADO
1

Me iba bien en el trabajo. Era lo mismo todos los veranos. El calor y la niebla tóxica llegaban a cubrir el valle; la gente sucumbía bajo el malestar y la apatía; las resoluciones y los compromisos quedaban sin resolver. Yo me aprovechaba de la situación: mi mesa estaba llena de órdenes de recuperación de coches de todas las marcas y modelos, desde un Datsun sedán a un Eldorado Ragtop, y en un territorio que iba de Watts a Paicoma. Sentado en mi despacho, escuchando el Concierto para violín de Beethoven y tomando mi tercera taza de café, calculaba mis ganancias y descontaba los gastos. Al acabar, suspiré y bendije a Cal Myers, su paranoia y su avaricia. Nuestra relación viene de los tiempos en que yo trabajaba con la Brigada Antivicio de Hollywood. Entonces estábamos los dos metidos en un lío y yo le hice un favor. Ahora, años más tarde, su
noblesse oblige
me mantiene en un cierto esplendor de clase media, libre de impuestos.

Nuestro acuerdo, además de sencillo, supone una espléndida defensa contra la inflación: Las entradas de Cal son las más bajas de Los Ángeles y las mensualidades, las más altas. La cantidad que recibo por cada coche que recupero es equivalente al sablazo que le dan cada mes al propietario. A cambio, Cal recibe la dudosa satisfacción de tener un investigador privado con licencia para que cometa sus robos, aparte de un implícito silencio por mi parte en lo concerniente a sus actividades anteriores. Pero en realidad no tendría que preocuparse. Yo no le traicionaría bajo ningún concepto. Aun así se preocupa. El caso es que nosotros nunca hablamos de estas cosas. Nuestra relación es bastante elíptica. Cuando yo bebía, él se creía superior a mí, pero ahora que he dejado la bebida me atribuye más inteligencia y astucia de la que poseo.

Comprobé las cifras en mi libreta: 11 coches, un total de 1.881 dólares en mensualidades, menos un 20 %, o sea 376,20 para mi chófer. Eran 1.504 para mí. No estaba nada mal. Saqué el disco, le quité el polvo con cuidado y lo introduje en su funda. Me fijé en el grabado que tenía en la pared del salón: Beethoven, el mejor músico de todos los tiempos, ceñudo, pluma en mano, componiendo la
Missa Solemnis
con el rostro radiante de heroísmo. Llamé a Irwin, mi chófer, para decirle que pasase a buscarme a casa una hora después y que trajera café (teníamos trabajo). Parecía de mal humor hasta que le conté lo del dinero. Luego colgué y miré por la ventana. Estaba aclarando; Hollywood, a mis pies, se iba llenando de un sol diáfano. Sentí un ligero temblor: en parte por la cafeína, por Beethoven y por un último soplo de aire nocturno. Sentí que mi vida iba a cambiar.

Irwin tardó cuarenta minutos en llegar desde Kosher Canyon. Irwin es judío y yo soy germano-americano de segunda generación, pero nos llevamos de maravilla; estamos de acuerdo en lo fundamental. A saber: que el cristianismo es vulgar, que el capitalismo está aquí para siempre, que el rock & roll es funesto y que Alemania y el mundo judío, por extraño que parezca, han creado a los mejores músicos de la historia. Sonó la bocina. Yo me puse la pistolera y salí a la calle.

Al entrar en el coche, Irwin me dio una taza grande de café y una bolsa de donuts. Le di las gracias y me dispuse a devorarlos.

—Los negocios primero —dije—. Tenemos once delincuentes. Casi todos en Los Ángeles, centro y sur, y en East Valley. Tengo informes sobre ellos y sé que todos tienen trabajo. Creo que podemos pillar a uno cada día en su casa, por la mañana temprano. Así empiezas a trabajar pronto. De lo que no consigamos así ya me encargaré yo por mi cuenta. Tu parte asciende a trescientos setenta y seis dólares con veinte centavos, a cobrar la próxima vez que vea a Cal. Hoy nos toca visitar a Leotis McCarver en el 6318 de South Mariposa.

Mientras Irwin conducía su viejo Buick hacia la autopista de Hollywood, dirección sur, le sorprendí observándome por el rabillo del ojo y supe que iba a decir algo serio. En efecto:

—¿Cómo te ha ido últimamente, Fritz? —preguntó—. ¿Duermes bien? ¿Estás comiendo como es debido?

Yo contesté con cierta brusquedad.

—Me siento mejor en general. Lo del sueño va y viene; o devoro como un caballo o no como nada.

—¿Cuánto hace de eso? ¿Ocho meses, nueve?

—Hace exactamente nueve meses y seis días y me siento perfectamente. Pero vamos a cambiar de tema.

Odiaba tener que cortar a Irwin de esa manera, pero me siento más cómodo con la gente que habla con indirectas.

Salimos de la autopista cerca de Vermont y Manchester y fuimos en dirección oeste, hacia Mariposa. Comprobé los datos de la orden de recuperación: un Chrysler Córdoba de 1978, tanque lleno, 185 dólares al mes, matrícula CTL 412. Irwin viró en dirección norte al llegar a Mariposa y en unos minutos llegamos al bloque 6300. Cogí mis llaves maestras y saqué las correspondientes al Chrysler 78. El 6.318 era un tugurio de apartamentos de dos pisos revocado con estuco rosa, ultramoderno veinte años atrás, con entradas a los lados y un horrendo flamenco de metal negro colocado en la pared que daba a la calle. Tenía un garaje subterráneo que recorría toda la longitud del edificio.

Irwin aparcó enfrente. Le entregué el original de la orden de recuperación y me guardé la copia en el bolsillo.

—Ya conoces las instrucciones, Irwin. Quédate junto a tu coche. Silba una vez si alguien entra en el garaje y dos si aparece la pasma. Estate preparado para explicar lo que estoy haciendo. No pierdas la orden.

Irwin conoce el procedimiento tan bien como yo, pero como aún después de cinco años de robos legales, este asunto sigue poniéndome nervioso, repito las instrucciones cada vez para que me den suerte. Pueden pasar cosas raras, de hecho han pasado y es que la policía de Los Ángeles tiene el gatillo muy flojo. Lo sé porque he sido uno de ellos.

Me metí en el garaje. Pensaba que estaría oscuro, pero el sol de la mañana se reflejaba en las ventanas de los apartamentos adyacentes, dando bastante luz. Cuando reconocí el CTL 412, que era el tercer coche de la derecha, me eché a reír. Cal Myers se iba a cagar. Leotis McCarver era sin duda negro, pero su coche era un carro inmundo al que había hecho una serie de reformas en la carrocería y había pintado con color verde lima y con unas llamas en naranja y amarillo que cubrían el capó y se extendían hacia atrás por los lados del coche. Unas letras negras esmaltadas sobre el guardabarros posterior anunciaban que se trataba del «Coche Dragón». Saqué la llave maestra y lo abrí. El interior era igual de esotérico; llevaba un peludo tapizado a rayas blancas y negras, unos dados rosas de pana colgando del espejo retrovisor y el pedal del acelerador de color naranja con forma de pie. Todo este vestuario tuvo que haberle costado una fortuna al amigo Leotis.

Aún no había dejado de reírme cuando escuché el roce de unos pasos al fondo del garaje, a mi izquierda. Me di la vuelta y vi a un negro casi tan grande como yo avanzando. Ya no había tiempo para evitar el enfrentamiento. Al llegar a unos tres metros de distancia, gritó:

—¡Hijo de puta!

Y cargó contra mí. Yo ya había salido del coche y antes de que me golpease, me eché a un lado y lo mandé al suelo de una patada en la rodilla. Cuando trató de levantarse, le di una patada en la cara, luego otra en el cuello y otra en la ingle. Lo dejé gimiendo y escupiendo dientes. Luego lo arrastré entre dos coches para cachearlo, por si llevaba armas. Nada. Lo dejé allí, me metí en su carroza y salí a la calle Mariposa. Irwin seguía junto al coche como si nada hubiera pasado.

—Intentó atacarme y lo he molido a palos. Sal de aquí. Mañana a la misma hora.

Irwin se puso pálido. Era la primera vez que ocurría algo semejante.

—¿Es que no has oído nada? —grité.

Apreté el acelerador a fondo y salí derrapando.

Miré por el espejo retrovisor forrado en piel. Irwin estaba metiéndose en su coche. Parecía que estaba temblando. Ojalá no se le ocurriera dejarme.

Viré hacia la izquierda en Slauson y hacia la derecha en Western, media milla más adelante. Ya llevaba recorridas unas cinco millas cuando me percaté de que estaba temblando. Me fui poniendo peor, tan mal que me vi incapaz de mantener el coche derecho. Entonces comencé a sentir retortijones de estómago. Me detuve en el aparcamiento de una tienda de licores, salí y vomité sobre el asfalto hasta que me dolieron el estómago y los pulmones. El vómito sabía a café, azúcar y miedo. Tardé unos minutos en calmarme. Una pandilla de chicos negros, apoyados en la pared de la tienda, bebiendo de una botella de vino barato, habían presenciado toda la escena y se reían de mí como si fuera un extraño espécimen alienígena del espacio. Respiré hondo varias veces, me metí en el coche y salí hacia el valle a ver a Cal Myers.

Al entrar en la autopista ya se me había pasado el flujo de adrenalina. En mis cinco años como recuperador, había tenido una docena de encuentros como ése, me habían disparado dos veces y había recibido una paliza. Pero éste era mi primer enfrentamiento desde que no bebo y me alegré de que mis viejos instintos y trucos no hubieran desaparecido. No me gusta hacer daño a nadie; a ninguna persona en su sano juicio le gusta, pero esta vez no me quedaba otra alternativa. Mis seis años con la madera me habían enseñado a leer los signos de violencia en la cara de la gente; y es que ese hombre me quería joder vivo.

Me acordé de otra recuperación de unos tres años antes. Me había llegado un memorándum del banco afirmando que una mujer había tomado el pelo a Cal con un cheque sin fondos, por el dinero correspondiente a dos meses de pago y tres meses de adelanto. Busqué su número de teléfono y me enteré de que trabajaba para la secta Iglesia de la Cienciología, era lesbiana y cobraba del paro. Nadie la había visto, ni en el trabajo ni en su bloque, desde hacía varios días, así que esa noche entré en su casa y descubrí que se había marchado definitivamente. Cuando le expliqué lo ocurrido a Cal y le describí el estilo de vida de la mujer, perdió la paciencia. Cal es muy de derechas y se lo tomó como una ofensa personal. Me dijo que encontrase a la mujer y recuperara la furgoneta Volkswagen por mucho tiempo y dinero que costase, prometiéndome un extra si la encontraba.

A base de coacciones y sobornos, conseguí sacarles a los «cienciólogos» la nueva dirección de la mujer en Berkeley. Volé hasta allí y me emborraché en el avión. Después de dormir la mona en una habitación alquilada, cogí un taxi hasta la dirección que me habían dado. La Volkswagen no estaba y en la casa no había nadie. Le pedí al taxista que me llevase al Scientology Celebrity Center. La XLB 841 no estaba ni en el aparcamiento ni en ninguna de las calles adyacentes. Le dije que tendríamos que esperar algo y le ofrecí 50 dólares más la tarifa, si se quedaba. El aceptó.

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