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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (34 page)

BOOK: La hora del mar
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—Joder… —dijo—. Se le va la olla…

Helm, sin embargo, se quedó mirando, intrigado.

—¿Habrá visto algo? —preguntó.

Dempsey se encogió de hombros. Y de repente, Sapkowski empezó a disparar.

—¿Qué hay? —preguntó Cothran al soldado que estaba subido a la furgoneta. Acababa de apartar los prismáticos de la cara.

—Ahora se ve peor, señor —respondió el soldado para hacerse oír por encima del ruido de la lluvia—, pero hasta donde puedo ver, aún nada.

Cothran miró brevemente su reloj de pulsera.

—Llevamos aquí una media hora —comentó, más para sí que como contestación—. Ya no pueden tardar mucho. Si aguantamos un poco más, podríamos darle tiempo a los Abrams a llegar. Me encantaría contar con un par de ellos para cortar el puente.

De repente, escuchó un disparo seguido de una ráfaga. Sonó como una explosión en mitad de la explanada; el sonido rebotó contra los edificios dándole un eco ominoso.

Cothran se giró con rapidez, mientras la gente empezaba a gritar y apretar el paso.

—¿Quién ha disparado? —bramó el sargento, corriendo de vuelta hacia el área donde la escuadra A estaba ubicada. Miró hacia la primera planta, donde sus hombres esperaban dispuestos apostados en las ventanas, pero parecían tan confundidos como él.

Otra ráfaga de disparos.

—¿Quién dispara?

Helm se estremeció. No importaba cuántas veces hubiera escuchado ese sonido: siempre le hacía cerrar los ojos.

—¡Coño! —soltó Dempsey.

Sapkowski estaba disparando ahora una ráfaga hacia el río, aunque desde esa distancia no podían ver contra qué disparaba.

Los dos hombres se aferraron a sus fusiles y se acuclillaron instintivamente. Sapkowski retrocedía ahora, dando brincos pero sin girarse.

—¡Sapkowski! —gritó Dempsey.

Sapkowski soltó una segunda ráfaga al aire, se giró y empezó a correr hacia ellos.

—Pero qué… —dijo Helm.

Entonces lo vieron.

Surgió del borde del río, emergiendo poco a poco de la línea del suelo que Dempsey y Helm tenían a la vista. A simple vista, a través de la densa lluvia, parecía una especie de globo negro de un tamaño desproporcionado, y su colosal corpulencia era más y más evidente a medida que se erguía. Su superficie estaba recorrida de estrías y rugosidades que le conferían una textura áspera. Partes de éstas se hinchaban y desinflaban a medida que evolucionaba, y al hacerlo, espurreaban finísimas partículas de agua con un ruido siseante.

—¡Oh, Cristo! —soltó Helm.

En el puente, la gente se había puesto nerviosa con la ráfaga de disparos, pero ahora muchos brazos señalaban el extraño globo y entraban en un estado de histeria; los gritos empezaron a llenar la noche, aumentando gradualmente de intensidad. Todo el mundo empezó a correr: unos hacia el puente. Otros, en dirección contraria.

Cothran, acompañado de tres hombres, se acercaba corriendo hacia Dempsey y Helm, pero ninguno de los dos soldados lo vio. Estaban levantando los rifles hacia el globo negro, pero por alguna razón no abrían fuego: o estaban demasiado confundidos o la visión de aquella cosa elevándose desde el agua los había sumido en un estado de
shock.

Sapkowski, mientras tanto, corría para poner distancia, hasta que llegó junto a sus compañeros.

Fue Cothran quien ordenó abrir fuego primero.

—¡Disparad! —gritaba—. ¡Fuego, fuego, fuego!

Los soldados abrieron fuego desde varios flancos a la vez. Dempsey y Helm se unieron al grupo, descargando todo lo que tenían. El globo, sin embargo, no parecía acusar ningún daño. Ahora que había seguido su lenta ascensión, se asemejaba más a la silueta de un fantasma tal y como la pintaría un niño: una cabeza redonda recubierta de una tela que caía como un faldón. El agua chorreaba por su superficie.

Y entonces, con un movimiento cimbreante, la monstruosidad se inclinó hacia delante, se mantuvo unos segundos en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la calle, y finalmente cayó, estrellándose contra el suelo con un ruido burbujeante, como el de una bolsa de gusanos. Su superficie se estremeció, aparecieron bultos que crecían y luego se desinflaban, y por fin, la parte delantera se abrió como una aberrante y descomunal vagina, dejando escapar una tromba de agua negra que se esparció por el asfalto.

Luego, el monstruo se quedó inmóvil.

—¡Oh, mierda! —exclamó Sapkowski.

Algunos soldados empezaron a lanzar vítores, pero Sapkowski no sabía qué pensar. ¿Se lo habían cargado? Le habían soltado un montón de proyectiles, eso era cierto, y aquella… cosa… no parecía tener la providencial coraza de la que sus superiores habían hablado tanto. Más bien parecía una suerte de medusa, aunque oscura y aberrante. Pero si resultaba tan fácil matarla, ¿por qué iban a lanzarla como cabeza de puente en lo que parecía un ataque?

Quizá no era un ataque
, pensó.
Los sorprendí bajo el agua, escurriéndose lejos de nuestra vista. Quizá es alguna otra cosa…

—¿Qué coño era eso? —soltó otro de los soldados, con una mueca de evidente disgusto.

—¡Mirad! —gritó otro.

Miraron donde indicaba y palidecieron. Otros globos empezaron a emerger en diversos puntos de la línea de la orilla. Uno especialmente grande estaba ascendiendo trabajosamente hacia el puente, apoyado contra una de las recias estructuras de metal como un gusano gordo e hinchado.

Antes de que Cothran pudiera dar la orden de ataque, el monstruo abatido contra la calzada volvió a estremecerse como si le hubiera recorrido un último estertor de muerte. Cothran estaba expectante, pero después de unos segundos se decidió a intervenir. Sin embargo, justo cuando se llevaba una mano a una de las granadas que colgaban de su cinturón, la abertura frontal se ensanchó lentamente produciendo un sonido acuoso e inmundo, y de ese vientre atroz surgió el Enemigo.

Varias de las criaturas negras salieron a la noche, desplegando sus pinzas con una rápida sacudida de sus extremidades. Sus caparazones, manifiestamente húmedos, brillaban como si acabasen de pulirlos. Primero tres, luego cinco… pronto, hasta una decena de ellos se había desplegado ante los hombres con un rápido movimiento de sus pequeñas patas. Unos diminutos ojos maléficos brillaban con luz propia en la oscuridad de las hendiduras de su torso. Las pinzas sonaron, cortantes y terribles, bajo la lluvia.

Era una especie de APC
, pensó Sapkowski con los ojos abiertos.
¡Una criatura capaz de transportar otras!

Súbitamente, el fuego se reanudó. Los disparos arrancaban pequeñas chispas de los caparazones, sin que ninguna de las criaturas se viera afectada. Ahora avanzaban, haciendo girar los poderosos brazos como si estuvieran desentumeciéndose, y a cada metro que recorrían, parecían ganar velocidad.

Cothran daba órdenes, gritando para hacerse oír por encima del estruendo de los disparos.

—¡Disparad a la cabeza, joder! ¡Disparad a los ojos!

Entonces recordó la granada.

La sacó del cinturón con un fuerte tirón y le quitó el seguro; luego proyectó el brazo hacia atrás y la lanzó tan lejos como pudo. La granada voló por el aire, insignificante en mitad de la lluvia y las ráfagas de los disparos, y cayó entre las criaturas. Rebotó un par de veces antes de perderse entre la repulsiva amalgama de apéndices que eran sus patas. Cothran no se atrevió siquiera a respirar, esperando el momento de la explosión. Sabía lo que una de esas pequeñas hijas de puta podía hacer con metales de todo tipo, pero tenía miedo de que su poder destructivo no fuera bastante para frenar aquellas cosas.

Pasaron unos segundos interminables. Mientras tanto, más criaturas seguían saliendo de la espantosa matriz, produciendo un sonido viscoso.

Y entonces, la granada explotó, levantando un eco fuerte que hizo que los soldados se encogieran. Algunos de los monstruos fueron arrojados violentamente hasta un metro más allá, donde cayeron de lado contra el suelo. Después, a medida que el humo se disipaba, descubrieron que otros habían perdido los apéndices que les servían de patas; estaban tirados en el suelo, moviendo las pinzas para intentar equilibrarse. Otro había perdido una de las extremidades superiores y daba vueltas sobre sí mismo, como desorientado.

Y algo en lo que nadie reparó: algunos parecían emitir pequeños destellos lumínicos, sobre todo en la línea de su caparazón.

Cothran se llenó de entusiasmo.

—¡Utilizad las granadas! —gritó.

El aire se llenó del sonido de las anillas activando la carga explosiva. Las pequeñas esferas describieron elipses en el aire y fueron a parar entre la masa de criaturas, donde explotaron violentamente. Entre el humo y el olor a pólvora salieron despedidos varios trozos oscuros, que cayeron algunos metros más allá.

El entusiasmo colmó a los hombres.

—¡Sí! —decían—. ¡Ahí tenéis, hijos de puta!

Sapkowski no lanzaba granadas: estaba apostado con una rodilla en tierra y el fusil pegado a la cara. Había mucho humo, pero cuando una de las criaturas salía de la densa neblina, apuntaba con cuidado y disparaba. Acertó a uno de ellos en la zona de los ojos y la criatura reculó, sacudiendo las pinzas como si estuviera recorrida por una descarga eléctrica.

—¡Sargento, allí hay otro! —dijo uno de los soldados.

Cothran miró. Otro de los extraños transportes se acababa de dejar caer sobre la calle, preñado de su mortal contenido. Ya sabían lo que ocurriría después, así que varios hombres corrieron hacia la posición abriendo fuego mientras avanzaban.

—¡Sargento, no me quedan granadas! —dijo alguien.

Cothran masculló una maldición. La criatura que había trepado por el puente estaba dejándose caer sobre éste; si vertía su carga allí, bloquearía la evacuación de los civiles y la retirada de sus hombres. El puente crujió con un sonido metálico. Los civiles gritaban a lo lejos. Nuevas bolsas estaban emergiendo del agua en ese momento.

Esto se desmadra
, pensó.
Son demasiados, y hemos gastado demasiadas granadas. Dios, Dios, Dios…

Como para subrayar sus pensamientos, más criaturas abandonaban ahora la bolsa de transporte. El suelo era una alfombra espantosa de restos oscuros, mezclados con una sustancia blancuzca y pegajosa que recordaba al pegamento de cola. Algunas de las corazas con las patas cercenadas, condenadas a arrastrarse por el suelo, abrían y cerraban las pinzas en el aire, produciendo un sonido desquiciante.

Cothran sabía que no merecía la pena gastar esfuerzo en ese flanco.

Seguían llegando monstruos, y aún habría más en pocos minutos. Tenía que concentrar el fuego en el punto más favorable, y ése era el puente.

Nos ayudarán desde el otro lado
, se dijo.
Enviarán apoyo y les mantendremos controlados. Podremos pasar y aguantarlos al otro lado, hasta que vengan los tanques.

Entonces recordó la bengala.
¡La puta bengala!
Tenía que disparar una cuando las cosas se pusieran feas. Apretó los dientes, maldiciéndose por semejante olvido, y extrajo la pequeña pistola. Apuntó hacia arriba y disparó. Un haz de chispas se elevó en el aire siseando como una centella y se encendió con una explosión de luz.

—¡Retroceded! —gritó Cothran—. ¡Replegaos! ¡Al puente!

Los hombres se hicieron eco unos a otros mientras disparaban.

—¡La bengala! ¡Retroceded!

Dempsey miró hacia atrás. El número de civiles era todavía grande, y se estaban arremolinando en la carretera, justo a la entrada del puente. Eso provocaba bastante confusión: los que venían se encontraban con los que huían por el puente de vuelta.

—¡Helm! ¿Cómo vamos a pasar por allí? —exclamó.

—¡No lo sé! —dijo éste.

—Joder! ¿Y qué pasa con los civiles?

—¡No lo sé, coño!

Cothran los increpaba desde unos metros más allá, proporcionándoles fuego de cobertura junto a otros hombres.

—¡Dempsey, Helm! —gritó—. ¡Moved esos culos! ¡Más rápido!

Un nuevo transporte empezaba a vomitar más criaturas.

Dempsey alcanzó a Cothran. La mayoría de la sección se había reunido ya.

—Señor… los civiles… —dijo Dempsey.

—¡Al puente, Dempsey, maldita sea!

Helm miró hacia atrás. Apenas habían transcurrido unos minutos y toda la calle se estaba llenando de bichos. Era imposible que pudieran contenerlos. Torció el gesto con rabia; si los de arriba sabían a qué se enfrentaban, ¿para qué les habían mandado allí?, ¿por qué no les habían dado equipamiento adecuado? Un lanzacohetes, un lanzagranadas o unas balas explosivas habrían marcado una gran diferencia. Tal y como iban preparados, eran carne de cañón; no tenían la más mínima oportunidad. Nunca la habían tenido.

—¡Señor, si avanzamos por el puente, dejaremos a esos hombres a merced de esos monstruos!

Cothran dio un pisotón en el suelo y sacudió la cabeza, cargado de rabia.

—¡Dempsey, maldito tocapelotas! ¡No me toques los cojones! ¡Es una orden! ¡Es una orden!

Helm tuvo un flash de su vida fuera del ejército. Vivía en un pequeño estudio en una zona alejada del centro de la ciudad. Vivía solo y le gustaba que fuera así, quizá porque nunca le faltaba la compañía femenina cuando la deseaba. No tenía deudas importantes más que las habituales con los bancos, y no había nadie en el mundo que pudiera decir que era un mal tío. Así era como le gustaba; era lo que le permitía levantarse cada mañana y hacer su trabajo. No se imaginaba pasando las noches en la cama, solo o con alguien, teniendo en la cabeza las imágenes de toda aquella gente y saber que los había dejado atrás. No quería vivir con eso; su filosofía de vida se desintegraría, y no podría volver a mirar a nadie a los ojos sabiendo que su alma tenía un hueco reservado en el infierno. No lo haría.

—Dempsey tiene razón, señor —dijo al fin.

Cothran explotó.

—¿Qué?

El sargento miró al resto de los hombres, y se congeló. Sus rostros tenían una expresión seria, pero los ojos de todos ellos decían lo mismo. Había tanta determinación en ellos que casi no los reconocía. Quiso decirles que aquello era insubordinación, que tenían que pensar en perspectiva, que quedarse allí era un suicidio y no serviría de nada, que sus vidas eran más valiosas al otro lado del puente, donde podrían contener la invasión uniendo sus fuerzas a las del resto del pelotón, pero se quedó callado. Se daba cuenta de que nada de lo que dijera cambiaría las cosas.

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