Merardo esperó a Jonás, quien avanzaba muy despacio, arrastrando los pies por el suelo para asegurarse de no dar un paso en falso. Caminaban por una estrecha cornisa que bordeaba un enorme abismo. Era como un lago de insondable
nada
, sólo una oscuridad impenetrable que hacía daño a la vista.
—¿Por qué vamos por aquí? —preguntó en voz baja cuando se reunieron.
—¿Qué otra alternativa tenemos? —respondió Merardo.
Jonás sabía que nunca podrían regresar por donde habían llegado, y quedarse junto a la esfera tampoco parecía buena idea, pero aquella gruta abismal le gustaba todavía menos. Imaginaba en esos momentos al piloto de la geoda, un ser oscuro con un caparazón negro lleno de protuberancias, adentrándose en aquella gruta momentos antes que ellos. Podía estar esperándoles en la oscuridad, armado con algún dispositivo infernal que los reduciría a una especie de sopa primordial, gelatinosa y estéril.
Inquieto, miraba hacia todos lados.
De repente trastabilló con una piedra y la hizo resbalar hacia un lado. Él pudo recuperar el equilibrio a tiempo, pero la piedra se deslizó por el borde de la cornisa.
—Cuidado… —dijo Merardo.
La piedra retumbó en su caída después de un par de segundos. Luego volvió a sonar, mucho más abajo, arrancando ecos cavernosos de las profundidades. Jonás se estremeció, y aún seguía resonando algún tiempo después, perdiéndose en la distancia a medida que caía y chocaba contra rocas y paredes de piedra.
—Jesús… —soltó Merardo.
—Es… Es bastante profundo.
Merardo negaba con la cabeza.
—Es imposible… Es… ¡Es enorme! —musitó, para que su voz no se propagara por la chimenea—. Y no sólo es grande… ¡es natural!
Iluminó las paredes a su alrededor.
—Espera… ¿lo es?
Lo único que se le ocurría para que una gruta semejante se hubiera formado era el agua. Había estado en muchas cuevas naturales por todo el mundo: en Vietnam, en China, en la impresionante cueva Alisadr en Irán, y también en la misma Málaga… y todas tenían algo en común: se habían formado por la acción erosiva del agua. Como resultado, constituían un espectáculo fascinante de estalactitas, extravagantes columnas y artísticas formaciones pacientemente construidas a lo largo de cientos y miles de años.
Sin embargo, allí no había nada de eso.
Más bien parecía un derrumbe. O quizá…
Merardo tragó saliva. Las paredes estaban redondeadas de una manera irregular, y ahora empezaba a tener la sensación de que le recordaban a algo que había visto antes. De pronto localizó la imagen en su mente y se sintió pequeño, muy pequeño, ante el basto trabajo que tenía delante. Le recordaba, de hecho, a las paredes de roca de los túneles más antiguos, como los que se veían en las líneas de ferrocarril que cruzaban las montañas. Aquellos se erigieron a base de trabajo manual, uno de los hitos más sangrantes de la construcción de galerías, pues las excavaron presos en la época del franquismo. Aquella chimenea parecía haber sido horadada de manera similar, con el trabajo conjunto de miles de
pinzas
picos.
Merardo se estremeció.
¿Tenía relación aquella especie de túnel vertical y el otro que habían pasado? Porque si existía una tecnología capaz de cavar túneles como el que encontraron primero, ¿qué explicación tenía la titánica obra que tenía delante? ¿Cómo se relacionaban aquellas criaturas, en apariencia primitivas, con sus burdos ataques a las ciudades, con el prodigio tecnológico que habían visto?
Se sentía abrumado. Algo no encajaba.
A menos que esta chimenea sea antigua, muy antigua. Anterior al desarrollo de las esferas
, se dijo. Y entonces pensó febrilmente en los Morlocks de H. G. Wells, cavando pacientemente sus túneles en las entrañas de la Tierra en busca de su alimento esencial: los Eloi.
—Dios mío… —dijo Jonás. Empezaba a tener frío—. ¿Cómo saldremos de aquí?
—Pues… —dijo Merardo, saliendo de sus ensoñaciones—, supongo que continuando.
Jonás detectó un cambio en el tono de voz de su compañero. Ahora no parecía tan vital. Tampoco hacía ya comentarios ingeniosos. Supuso que la visión de aquella gruta oscura le había amedrentado finalmente, pero no era eso lo que inquietaba a Merardo. Era el hecho de que no encontraba un sentido a lo que estaba viendo. No entendía cómo casaba aquella esfera maravillosa con los ataques masivos de bichos que olían a pescado, ni por qué había un túnel que pudo haberse practicado en unos instantes al lado de una construcción que debió de haber llevado varios decenios.
Esto hervía en la cabeza de Merardo mientras andaban, recorriendo la pared lateral del abismo. Cuanto más avanzaban, más impresionante parecía. Era difícil decirlo con la terrible oscuridad que los rodeaba, pero debía de tener unos cincuenta metros de diámetro aproximadamente. El hecho de que una corriente de aire frío circulara por allí no ayudaba a aclarar los pensamientos de Merardo. Para que una corriente semejante se produjera tenía que haber una entrada y una salida de aire. Pero que Dios le perdonase si llegaba a comprender cómo podía existir una salida de aire allá abajo.
Después de unos instantes, la cornisa se terminó abruptamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jonás.
—Se acabó —indicó Merardo—. No se puede continuar.
Jonás dejó escapar una bocanada de aire.
—¿Y ahora? —preguntó, con un hilo de voz.
—No lo sé…
Habían llegado al extremo opuesto de la entrada a la chimenea. El camino que habían estado recorriendo describía un semicírculo casi perfecto, y en opinión de Merardo, la otra parte debía ser similar. Eso conformaba una especie de monstruoso túnel vertical circular.
Se quedaron en silencio unos instantes. Después de unos segundos, la pantalla del móvil se apagó. Merardo no volvió a encenderlo como había hecho constantemente hasta ese momento.
—¡Merardo, la luz! —dijo Jonás.
—Estoy pensando… —exclamó éste, en la oscuridad.
Jonás empezó a sentir cómo un acceso de pánico crecía en su interior. La oscuridad era tan intensa que provocaba en él un pequeño atisbo de asfixia. Cerrar los ojos no ayudaba, sabía que toda esa masa oscura estaba ahí fuera, envolviéndole. Le agotaba, le minaba, le poseía.
—¡Por favor, la luz! —chilló. Su voz era aguda y estridente, como la de una colegiala.
Extendió un brazo hacia el lateral y se topó con algo: la ropa de Merardo. Se agarró a ella con el puño fuertemente cerrado. De repente le faltaba el mismo aire y en su cabeza empezó a danzar el fantasma del miedo irracional, un terror enquistado de tiempo atrás, de antes de las pastillas. Merardo recibió el golpe con sorpresa. El móvil resbaló de su mano y cayó al suelo con un sonido metálico.
—¡Cuidado! —dijo, abriendo las piernas para recuperar el equilibrio.
—¡La luz, LA LUUUUU…!
Sumido en la oscuridad más absoluta, Merardo se sintió zarandeado. No se atrevía a mover los pies, pues no recordaba cuan lejos estaba del precipicio. Si conseguía no moverlos, se dijo, todo saldría bien. No era fácil, sin embargo; Jonás se agarraba a él con desesperación. Sus manos buscaban, agarraban, tironeaban. Su corazón empezó a encabritarse; no comprendía lo que estaba pasando.
—¡Por Dios, tío! —soltó.
LAAAAA LUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU
Jonás aullaba como una tetera a punto de explotar. Merardo podía sentir su aliento cálido y rancio en la cara, pero incluso entonces intentaba concentrarse en no caer por el abismo. También tenía miedo de mover el pie y pisar la delicada pantalla táctil del teléfono móvil, si es que estaba allí todavía y no se había precipitado por la cornisa. Sin su luz, estaban definitivamente condenados.
—¡Tío! —gritó, intentando zafarse. Su voz se enroscó por las paredes de piedra produciendo ecos terribles.
Agáchate
, ladró su mente, intentando hacerse oír por encima del aullido de Jonás.
¡Abajo!
Merardo se acuclilló, reduciendo su centro de gravedad. Al adoptar esa posición consiguió recuperar el equilibrio de nuevo y que Jonás le soltara; éste se quedó moviendo las manos en la oscuridad, ululando como el viento en los alerones de un avión comercial. Merardo buscó a su alrededor, palpando con los dedos. En un momento dado perdió el contacto con el suelo, y un espasmo de terror se apoderó de él. Se ha caído, se ha perdido para siempre. Pero un instante después, alcanzaba a tocar su superficie lisa y fría con la palma de la mano.
Luuuuuuuuuuuu laaaaa luuuuu
Cerró la mano alrededor del móvil. Jonás había vuelto a encontrarlo y casi lo tenía encima. Sus dedos, trocados en garras, le arañaron la cara. Apenas tuvo tiempo de apartarle de un manotazo. Sobre todo, no podía dejar caer el móvil de nuevo. Su mente funcionaba a toda velocidad. Si seguía avanzando hacia él, tropezaría… correría el riesgo de pasarle por encima y volcar hacia el fondo de la chimenea.
Se incorporó de nuevo, soportando el peso de Jonás. Los músculos de las piernas protestaron, pero finalmente se impuso, evitando que éste le pasara por encima. Lo mantuvo agarrado por la camisa mientras tanteaba el móvil con la otra mano. La vieja forma del dispositivo resultaba extraña al tacto: el botón de encendido no estaba donde creía, y se suponía que era rectangular; ahora, en cambio, al tacto parecía tener aristas como un polígono alienígena imposible. Los dedos de Jonás se clavaban en sus brazos como tenazas de hierro.
Por fin encontró el tacto suave y ligeramente hundido del botón de activación.
Por Dios, que no se haya roto con la caída, por Dios.
Pulsó el botón, y durante un interminable segundo, no pasó nada.
La luuuuuuuuuuuuuuuuuuu
La pantalla se encendió, arrojando su vieja y conocida luz ligeramente azulada sobre ellos. Merardo se encontró con la cara de Jonás (demasiado contrastada) a escasos centímetros de la suya, con los ojos desencajados y los carrillos replegados hacia atrás, dejando sus dientes expuestos alrededor de un grito congelado.
—¡Ya está! —gritó Merardo—. ¡Ya está, tío!
Jonás se quedó inmóvil, mirándolo como si no hubiera visto a otro ser humano en toda su vida. Sus ojos eran dos círculos negros sobredimensionados que bailaban enloquecidos de uno a otro lado. Merardo se mantuvo firme, sosteniéndole la mirada sin hacer ningún gesto. Y entonces, muy despacio, Jonás aflojó la presión de los dedos.
—Ya está, hombre… —dijo Merardo, bajando la voz—. Ya está…
Jonás pestañeó, soltó una bocanada de aire y bajó los brazos. De repente empezó a temblar descontroladamente; su frente estaba cubierta de sudor. Merardo suspiró aliviado. Sus propias piernas amenazaban con tomarse el resto del día libre y dejar que se derrumbara contra el suelo. Los latidos de su corazón golpeaban en su sien con un ritmo trepidante.
Se apartó un par de pasos.
—Joder, tío… —dijo.
—Yo… —balbuceó Jonás—. Yo… lo… lo siento…
Merardo sacudió la cabeza. Se sentía como si acabara de salir de un mal sueño. Jonás estaba encogido sobre sí mismo y temblaba de pies a cabeza, pero parecía otra vez él: el hombre apocado y tranquilo que había conocido.
—¿Qué te ha pasado, tronco? —preguntó.
—Lo siento… —dijo Jonás—. Lo siento…
—¡Joder!
Merardo sacudió los brazos y movió el cuello para intentar deshacerse de algo de tensión. Ahora se daba cuenta de que el abismo estaba a unos escasos treinta centímetros. No quería ni imaginar qué hubiera pasado si se hubiera movido un poco más de la cuenta; el zarandeo podía haberle lanzado hacia el vacío, y Jonás podía haber provocado también su propia caída. Esa certeza, ahora que había vuelto la luz, hacía que se le cerrara la garganta. Se decía a sí mismo que lo que había pasado entraba dentro de lo razonable: demasiado estrés. Jonás se había derrumbado, sólo era eso. Un poco de oscuridad había sido el detonante de todo ese terror acumulado durante el día anterior, por no mencionar que habían sobrevivido a un terremoto en el que podían haber muerto sepultados. Lo había visto antes, en otras personas, en una época que prefería no recordar, pero aun así tomó nota mental de tener cuidado en el futuro.
Querido diario: mantener siempre la luz encendida.
—Lo siento, lo… lo siento —seguía diciendo Jonás. Su labio inferior temblaba como si tuviera vida propia.
—No pasa nada, tío —dijo Merardo, conciliador—. Ya está. Ya ha pasado.
Se palpó la cara. Tenía un arañazo cruzándole el rostro que empezaba a escocer como si le hubieran echado alcohol en la herida. Torció el gesto con una expresión de fastidio.
—¿Estás mejor? —preguntó.
—Sí.
—Ya ha pasado.
—S-Sí.
—Tranquilo. Vamos a salir de aquí.
Pero a eso, Jonás no contestó. Tenía la cabeza gacha, como si estuviera avergonzado. Y Merardo pensó que, probablemente, lo estaba.
Merardo pensó que tampoco tenía idea de cómo iban a salir de allí, pero ahora que lo mencionaba, supuso que ésa era otra razón para que Jonás hubiera explotado como lo había hecho, una más que suficiente. Eso no impedía considerar que ahora tocase exprimirse el cerebro para empezar a pensar en sus posibilidades. Todo el asunto empezaba a perder su encanto; de hecho, empezó a perderlo cuando cayeron por la rampa sin posibilidad de volver atrás. El descubrimiento de la esfera le había interesado lo bastante como para olvidarse de lo delicado de la situación, pero ahora tenía que concentrarse.
Concentrarse.
—Oye… —dijo con prudencia, como si le hablara al detonador de una bomba de relojería—. Vamos a volver con la geoda, ¿te parece?
Jonás se estremeció.
—Es nuestra mejor opción —explicó Merardo—. No podemos subir ni bajar por aquí…
A Jonás no le gustaba la idea, pero quedarse allí no era mejor, así que asintió despacio.
Volvieron sobre sus pasos. Merardo tuvo cuidado de no dejar que la pantalla se apagase en ningún momento deslizando continuamente el dedo sobre ella. También procuró andar despacio, para que Jonás no se quedara atrás. No quería que se quedara sumido en la oscuridad de nuevo, y estaba claro que él tampoco lo deseaba a juzgar por cómo se pegaba a su espalda.
De repente, Merardo se detuvo.
—Un momento —dijo.
Se acercó a la pared de roca y miró hacia arriba. Le había parecido ver algo, una especie de discontinuidad, como una línea que cortaba la textura de la gruta unos cuatro metros más arriba. Levantó la mano con el móvil y entonces se hizo evidente: no era un corte, era una segunda cornisa, que recorría la pared a ese nivel.