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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (35 page)

BOOK: La hora del mar
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Giró la cabeza, distraído por el sonido de las pinzas, que iba aumentando. El enemigo avanzaba y ganaba terreno. No había tiempo para más.

—¡Está bien! —gritó Cothran por fin—. ¡Abrid fuego y mantenedlos a cinco metros! ¡No menos de cinco metros! ¡Si eso ocurre, retrocederemos hasta la línea del puente y los mantendremos allí!

Los fusiles empezaron a escupir proyectiles.

La algarabía era ensordecedora. Cothran aún conservaba una granada extra, y la empleó contra las criaturas que iban en cabeza. Una pinza del tamaño de un colmillo de dinosaurio salió despedida y golpeó a uno de los soldados en el hombro; el impacto casi lo tiró de espaldas, y dejó suspendido en el aire un olor a cuerno quemado. La pinza aún humeaba cuando el soldado estaba ya de vuelta con sus compañeros.

Siguieron disparando. A veces en el blanco: en la zona oscura de la cabeza, hendida en el torso, pero casi siempre fallaban, arrancando salpicaduras de chispas. Disparar a las patas resultaba mucho más fácil, y descubrieron que obtenían mejores resultados. Eso no los mataba: seguían en el suelo, cimbreándose, pero al menos detenían su avance. Sapkowski pensó que, si pudieran gritar, la noche estaría llena de horribles graznidos.

Aun así, pronto se dieron cuenta de que habían retrocedido ya prácticamente hasta la línea donde los civiles estaban esperando. Cothran dejó la línea de fuego para intentar apartarlos; quería alejar a toda aquella gente para darle más tiempo a sus hombres. Pero cuando se dio la vuelta y recorrió los últimos metros, se dio cuenta de que algo fallaba.

La gente no estaba.

¿Cuándo se habían ido? ¿Adonde habían ido?

Se quedó parado unos momentos y miró hacia el puente. El transporte estaba allí, ascendiendo desde el río hasta la superficie del puente. Parecía un preservativo gigante, de color negro, que alguien hubiera abandonado distraídamente. Era obsceno a la vista. Su aspecto era casi alienígena.

Allí parecía que se había desatado el infierno. Resultaba obvio que sus compañeros al otro lado del río estaban dando guerra con todo lo que tenían. Se escuchaban los disparos, y de vez en cuando había explosiones. Un humo de un aspecto sucio y viejo flotaba por toda la zona. La otra orilla estaba lo bastante lejos como para que la oscuridad le impidiera ver qué ocurría, pero pensó que era posible que el resto del pelotón estuviera teniendo problemas similares. Quizá otros transportes habían desembarcado más criaturas también por ese lado.

Pero la gente… ¿dónde está la gente?

¿Se habrían retirado hacia el interior de la calle?

Subió por la zona verde hasta el puente. Todo estaba lleno de basura y restos: papeles, plásticos, botellas de agua vacías, maletas y mochilas. Un abrigo de un color rosa intenso destacaba entre la porquería como si fuera un reclamo publicitario. Entonces miró hacia la zona verde del otro lado, y descubrió por qué la gente se había retirado.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y los músculos del estómago se endurecieron: había más de esas extrañas armaduras avanzando por la zona verde. Ése era el motivo. Era un problema, pero todavía no sabía su alcance; estaba oscuro y no podía ver con claridad. Así que sacó la pistola de bengalas y disparó el segundo proyectil. Otra vez ascendió el haz silbando como una tetera vieja hasta que explosionó, proyectando luces y sombras contrastadas sobre la explanada.

La visión terminó por revelarse: debía de haber varias decenas, si no un centenar de aquellas cosas. La luz de la bengala iluminó también al menos tres de las bolsas negras que descansaban ya sobre la calzada con un aspecto húmedo y sombrío. Las monstruosas vaginas que tenían en el extremo trabajaban afanosamente, escupiendo nuevos guerreros.

Cothran retrocedió un par de pasos. Había cogido su arma entre las manos, pero la bajó. Se daba cuenta de que nunca podrían hacer frente a todo eso. Quizá los Abrams llegaran a tiempo de salvar a los chicos del otro lado del río, pero no sólo su compañía estaba condenada; la gente que se había retirado por la avenida también se había quedado aislada.

Así que se dio la vuelta y empezó a caminar de vuelta junto a sus muchachos. Sin apresurarse. Eran buenos chicos. Muchos de ellos podrían haber llegado a hacer carrera en el ejército.

Se puso junto a Sapkowski y empezó a disparar.

—¡Sargento, se están acercando!

Cothran asintió.

—Sigue disparando, hijo —dijo el sargento—. No pares. Y sobre todo, no mires atrás. No mires atrás.

19 - Rebeca y Mr. Hyde

A pesar del descanso, apenas habían ascendido cuatro plantas cuando quedaron exhaustos de nuevo.

—Creo… Creo que ya estamos lo bastante arriba —dijo Thadeus, jadeando.

Estaba cubierto de sudor y de polvo: sus manos tenían la textura y el color de una estatua de ceniza, y también su garganta podría sumarse a esa comparación. Se incorporó un momento para mirar por el hueco de la escalera. Era la séptima vez que lo hacía, y en cada ocasión le resultaba más reconfortante encontrar que todo parecía absolutamente normal. No había pinzas a la vista, ni caparazones negros trepando afanosamente peldaño a peldaño.

—Todo bien —dijo despacio.

Rebeca estaba observando un punto indeterminado detrás del biólogo, con los ojos abiertos.

Thadeus se volvió para mirar. Era una de las puertas de las viviendas: estaba entreabierta, y la luz del atardecer se desparramaba sobre el rellano.

—Vale… —dijo Thadeus—. Voy a mirar. Quédate aquí.

Se acercó despacio, escuchando en el silencio. A esa altura, hasta el sonido de la calle había desaparecido del todo, y en el rellano se respiraba el frescor apacible de las tardes de verano, como solían ser antes de que el mundo se volviera loco.

Thadeus se acercó a la puerta. Ante sí tenía un pequeño pasillo distribuidor con varias puertas, y un ventanal enorme al final por el que entraba la luz de un sol que ya amenazaba con desaparecer. El biólogo llamó a la puerta; dos pequeños golpes.

—¿Hola? —dijo. Esperó unos segundos. Rebeca parecía otra vez muy pequeña y desvalida, sentada en el primer escalón del rellano. Casi parecía una niña, con el pelo cayendo sobre la cara y los ojos muy abiertos—. ¿Hay alguien?

Ninguna respuesta.

—Ne… ¡Necesitamos ayuda! —exclamó entonces.

—No hay nadie —dijo Rebeca sin mudar su expresión.

Thadeus empezaba a pensar lo mismo. Probablemente, los inquilinos habían salido corriendo cuando vieron, desde su impresionante ventanal, que toda la ciudad se estaba escabullendo por la autovía. Quizá era una familia de varios miembros, y alguno de ellos olvidó cerrar la puerta. Quizá les importaba un bledo. Quizá escucharon cómo bombardeaban la ciudad y…

Quizá estaban viendo las noticias y saben cosas que tú desconoces, ¿eh, Tad? Una invasión a gran escala… Tiene sentido, después de los terremotos y los barcos que eran succionados dentro del agua como si fueran de corcho, y todas esas criaturas espeluznantes de las que nunca jamás escuchaste nada. Sabían algo que quizá haría que perdieras el culo por salir zumbando de aquí. Pero Tad, ya sabes lo que dicen, la ignorancia hace la felicidad…

Thadeus abrió la puerta del todo con la mano.

—¡Eh! Voy… ¡Vamos a pasar! —anunció.

Ninguna respuesta.

—Vamos, ayúdame a levantarme —dijo Rebeca en un tono neutro—. Quiero sentarme en un sofá, quiero limpiar mi herida y beber agua. Beberé tanto que cuando termine pareceré una preñada de catorce meses.

Thadeus volvió a mirar hacia el interior. Algo le decía que Rebeca tenía razón; probablemente incluso, no quedaría nadie en todo el edificio. La ascensión por la escalera no había sido silenciosa precisamente: habían jadeado tanto que su esfuerzo debió de oírse detrás de cada puerta, en todos los rellanos. Alguien tendría que haber salido, a menos que estuvieran tan asustados que un hombre y una mujer en apuros no fuera motivo suficiente como para abrir la puerta.

No le sorprendió. Corrían tiempos extraños. A esas horas, pensó, incluso con la ciudad bombardeada e invadida por bichos de pesadilla armados con pinzas, debía haber saqueadores aprovechando que no quedaba nadie para velar por los comercios.

Así que volvió a por ella y la ayudó a levantarse. Unos minutos más tarde, Rebeca estaba sentada en el sofá del salón de la casa. Era blanco y precioso y aparentemente nuevo. El resto de la decoración era similar: impersonal pero visualmente agradable, como una de las fotos de un catálogo de muebles baratos. Thadeus casi podía imaginar el tipo de gente que vivía en esa casa: gente joven que había comprado el piso no hacía mucho. Ni rastro de niños pequeños y sus característicos destrozos, el sofá no había adquirido aún el típico hundimiento de miles de horas de televisión y ésta era panorámica, plana y de un tamaño desmesurado para un salón tan pequeño. Tampoco había fotos familiares; sólo objetos inútiles adquiridos por su forma o su color. Predominaban el blanco, el borgoña y el negro. Encima de la mesa no faltaba la cajita metálica con piedras de cristal de diversos colores y un popurrí de flores.

Bien
, se dijo Thadeus en un intento por tranquilizarse y concentrar sus pensamientos en el problema que tenía entre manos.
Hagamos esto por partes. Si lo hacemos todo en orden, todo saldrá bien. ¿Qué es lo primero? Ver dónde está el enemigo. Eso es siempre lo primero.

Se acercó al ventanal y descubrió que no había terraza, sólo una vista del edificio de enfrente a cierta distancia. Las puertas eran correderas, los cristales estaban impecables y en vez de cortinas había estores de un color rojo mate. El sol no había hecho mella en ellos todavía.
Una pareja joven, un piso recién estrenado.

Abrió una de las ventanas y miró hacia abajo con cierta prudencia, como si pudiesen descubrirlo. Y allí abajo vio una marea oscura dando a la calle el aspecto de un río de brea por el que saltaba una miríada de piedras oscuras.

Se retiró al interior rápidamente. Creía que tenía la boca seca, pero acababa de descubrir que aún quedaban nuevos y maravillosos mundos de sequedad por descubrir. Nunca hubiera pensado que aquellos bichos pudieran ser tantos; al fin y al cabo, estaban en una zona alejada del centro de la ciudad, por lo que había podido ver. ¿Estaba toda Málaga invadida hasta ese punto, o había sorprendido a los bichos en siniestra procesión hacia Dios sabía dónde? Suponía que pronto lo descubriría. Sólo tenían que esperar y ver qué ocurría. El biólogo no pensaba que fueran a subir hasta donde ellos estaban; no se los imaginaba escalando por todos y cada uno de los bloques de vivienda que tanto parecían proliferar por esa zona. Seguramente, seguirían su camino.

Si, todo está bien. Pasarán de largo, a donde quiera que vayan, y entonces podremos salir de aquí.

—¿Hay agua? —preguntó Rebeca de repente.

—Claro —respondió el biólogo después de unos instantes—. Agua.

Thadeus llenó un par de vasos. Pero cuando se habían bebido el segundo, el caudal disminuyó considerablemente y se agotó, reducido a un hilo de agua. Se quedó mirando el insignificante chorro hasta que reaccionó cerrando el grifo a toda velocidad.

—Vaya —exclamó.

—¿No hay agua? —preguntó Rebeca desde el sofá.

—Parece que se ha terminado. Seguramente porque… —se interrumpió y accionó el primer interruptor de la luz que consiguió encontrar. Ninguna de las luces se encendieron. Pulsó el botón de la hornilla eléctrica y tampoco tuvo efecto—. No hay luz. Es por eso. El agua debe de llegar aquí gracias a algún motor en la parte de abajo. Sin electricidad, no hay energía para impulsarla hasta aquí.

O bien se ha cortado el suministro de agua
, pensó.
Ahora mismo podría haber una tubería enorme en alguna parte escupiendo miles de litros… ¿Cómo les afectará el agua dulce?

Pensó en Marianne. Marianne podría haber contestado a eso. Quizá fuera un detalle importante, o quizá no.

Rebeca arrugó la frente. Miraba con desánimo el vaso de agua que Thadeus le acercaba y pareció estudiarlo como si la forma del vaso le trajese recuerdos de algo que creía olvidado.

—Tiene que haber otra cosa —dijo Thadeus—. Zumos, leche… Bébetelo.

Rebeca asintió, y saboreó el agua dando pequeños tragos, como si supiese que ese único vaso podía ser un tesoro de un valor incalculable si no conseguían encontrar más.

Mientras tanto, Thadeus empezó a buscar en la cocina. Estaba integrada en el salón y separada por un arco con barra americana. Había bastantes provisiones, lo cual era bueno. Vio unas bolsas de patatas y su estómago despertó ante la imagen de un burdo jamón serrano pintado en el plástico brillante. «Sabor a jamón Presunto», decían unas divertidas letras de un color rojo intenso. Cogió la bolsa y continuó abriendo armarios y cajones. Por fin, encontró lo que buscaba: una garrafa de plástico de agua mineral. Tenía una etiqueta con la imagen de un hombre subido a una bicicleta que cruzaba un puente sobre un río.
Vida sana, sólo agua
, canturreó su mente.

—Aquí tenemos unos cinco litros, gracias a Dios —anunció.

Rebeca pareció complacida con la noticia y apuró el resto del vaso. Thadeus hizo lo mismo con el suyo. El agua arrastró el sabor a tierra vieja que se le había quedado en la garganta, pero la sintió caer en el estómago como un ladrillo. Realmente estaba hambriento. Miró la bolsa de patatas que había cogido de la estantería y su estómago volvió a removerse con una especie de gruñido.

—¿Tienes hambre? —preguntó al fin. Rebeca negó rápidamente con la cabeza. Estaba mirando la herida en su pierna.

Thadeus chasqueó la lengua; tenía que haber pensado que limpiar aquella herida era, sin duda, el siguiente paso.

—Vamos a ver esa herida… —dijo.

Rebeca asintió.

Thadeus buscó el cuarto de baño. Las medicinas, vendas y demás enseres se guardaban normalmente en el baño; sólo esperaba que la vivienda no hubiera sido adquirida tan recientemente que aún careciese de esas cosas. Las parejas jóvenes no solían pensar en gripes, noches de tos, migrañas, lumbagos y heridas sangrantes cuando se iban a vivir juntos; los productos de primeros auxilios son el tipo de cosas que se van acumulando con el tiempo, hasta que uno acaba necesitando un armario entero, una especie de cementerio de viejos remedios que suelen caducar en el silencio del olvido.

Pero no era así. Había una buena provisión de vendas, alcohol, Betadine, ibuprofeno, gelocatil y hasta una caja de píldoras para el dolor de menstruación. Extra Forte. Todo estaba pulcramente ordenado, con etiquetas amarillas donde alguien había destacado la fecha de caducidad.
Una mujer hizo esto
, pensó brevemente, y la imaginó recortando las etiquetas y disponiéndolas primorosamente con un poco de cinta adhesiva. Seguramente en aquel momento no pudo ni imaginar que algún día las abandonaría, junto a todo lo demás, para escapar con destino desconocido intentando salvar la vida.

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