Se lavó las manos y los antebrazos con jabón mientras pensaba cómo iba a tratar la herida de la pierna. Eso, al menos, era siempre lo primero, y luego se plantó delante de Rebeca armado con todo lo que había podido encontrar.
—¿Te duele? —preguntó.
—Ahora no. Un poco. Parece como si… notara los latidos del corazón en la herida.
El biólogo asintió. Sabía lo que quería decir, como cuando se tiene un buen dolor de cabeza; pero le hubiera gustado saber si aquello era buena o mala señal; o sea, una herida como aquélla
tenía
que doler.
Limpió la herida, lavándola abundantemente y poniendo desinfectantes. Ya no sangraba tanto, lo cual sí era con seguridad una buena señal, pero seguía siendo un tajo horroroso. Thadeus sacudió la cabeza cuando tenía ya las vendas en la mano.
—Lo siento, no puedo hacerlo mejor —dijo—. Sospecho que harían falta unos puntos, pero… No sabría hacerlo, ni sabría con qué.
—No te preocupes —dijo ella después de un incómodo silencio—. Parece que falta un trozo…
—No, no creo que falte un trozo —se apresuró a decir él—. Pero… Ha habido desgarro… Por eso tiene ese aspecto.
—Me va a quedar una bonita cicatriz —dijo ella, afligida.
Thadeus asintió.
—Probablemente sí —dijo al fin.
Puso algunas compresas sobre la herida y luego empezó a aplicar el vendaje. No estaba seguro de si se suponía que tenía que apretarlo bien, o dejar que respirase. No tenía demasiada experiencia con ese tipo de cosas. Recordaba haber hecho un curso de primeros auxilios cuando empezó con las campañas marítimas, pero de eso hacía ya bastantes años y se trató más bien de una formalidad; papeleo para poder conseguir los permisos. Ahora se lamentaba. Ojalá hubiera prestado más atención.
—He terminado —dijo Thadeus aliviado. Había hecho la cura tan deprisa como había podido porque la luz estaba desapareciendo progresivamente. A veces tenía la sensación de que ésta disminuía tan rápido que tenía que pestañear para volver a enfocar correctamente—. La limpiaremos de vez en cuando.
—¿De vez en cuando? —preguntó Rebeca. Tenía una expresión perpleja—. ¿Dónde?, ¿dónde vamos a hacer eso?
Thadeus entendió a qué se refería. Esa era la pregunta que había estado formándose en el fondo de su mente, como una nebulosa imprecisa que se difumina en la lejanía del espacio profundo. Era el
siguiente paso
. ¿Qué iban a hacer ahora? No había querido enfrentarse a eso todavía, pero parecía que ése era el momento. Por un lado, anhelaba volver a reunirse con Marianne y Jorge. Cuando estaba con ellos, todo parecía diferente. Habían pasado por muchas cosas juntos, y estaba acostumbrado a afrontar los problemas desde una perspectiva externa, como si ellos fueran siempre la solución y el problema una criatura enjaulada a la que podían mirar, evaluar y someter. Pero ahora, sentía de alguna manera que era el problema. No sabía enfrentarse a eso él solo. No sabía si lo que estaba haciendo con la herida de aquella desconocida era lo correcto, y no sabía si meterse en aquel piso había sido la mejor solución. Intentaba no pensar en el hecho de que la ciudad había sido bombardeada, y aunque eso parecía haber pasado ya, nada le decía que no fuera a ocurrir de nuevo. Quizá por eso se sentía atrapado; la casa entera podía venírsele encima en cualquier momento, y si eso no ocurría, ese ejército de criaturas que ocupaba las calles podrían subir hasta allí y hacer que la herida de la pierna de la chica fuese algo tan insignificante como la picadura de un mosquito en el lomo de un rinoceronte.
—No… No lo sé —contestó al fin—. Supongo que podemos pasar aquí la noche, y ver qué ocurre mañana.
Rebeca miró alrededor con una expresión confusa. A Thadeus le recordó una escena de
El planeta de los simios
, cuando aquella mujer estaba en su jaula con una mezcla de miedo y resignación en el rostro. La joven tenía una expresión similar, mirándolo todo como si estuviera rodeada de barrotes.
—Oye, no pienso… —empezó a decir, pero luego se calló.
—No me parece que tengamos muchas alternativas —dijo.
Ella asintió.
—Tal vez mañana te duela menos —continuó diciendo Thadeus—. Tal vez mañana esas cosas…
Rebeca dio un respingo.
—¿Qué viste por la ventana? —preguntó entonces.
Thadeus no sabía si decírselo. Ella parecía cada vez más asustada.
—Bueno, por el momento no es seguro salir —dijo despacio—, pero creo que van… a alguna parte.
—Nos hemos quedado aislados, ¿no es verdad?
—No pasa nada —dijo Thadeus—. Sólo tenemos que esperar.
Ella giró la cabeza hacia la puerta, como si ésta fuese a explotar de repente arrancando los pernos de la madera. Él intentó pensar en algo que pudiera desviar la atención sobre esas cosas, y recordó la bolsa de patatas.
—¡Eh! —dijo—. ¿Tienes hambre? Deberíamos comer un poco.
—No, no tengo hambre —contestó ella.
Thadeus abrió la bolsa. Estaba seguro de que el olor a patatas fritas le haría cambiar de opinión. Se metió una en la boca y empezó a masticar. Crujía como si fuesen un montón de insectos, pero el sabor era bueno y el estómago se despertó como un león furibundo.
—Están buenas —añadió él.
Thadeus miró al frente, comiendo más patatas. La pantalla de televisión que tenía delante debía tener unas cuarenta pulgadas, pero sin electricidad era un trasto inútil. Le hubiera gustado ver qué estaba pasando en el mundo, saber cómo estaba la situación. Tenían que hablar del bombardeo… de la evacuación de la ciudad, y se preguntó si algo similar estaría pasando en todas las ciudades costeras. En todo el mundo. Las proporciones de algo semejante se escapaban de su poder de comprensión.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó ella al fin.
Thadeus tragó con esfuerzo. Las patatas le pedían agua, y empezó a pensar que quizá no había sido buena idea comerlas; seguramente debía haber otra cosa con la que podría haber llenado el estómago.
—No lo sé… —contestó—. Todavía no. Pero estoy seguro de que, mientras hablamos, muchos científicos y expertos están analizando algunas de esas criaturas. Podrán averiguar muchas cosas estudiándolos: cómo funcionan, de dónde vienen… y cómo acabar con ellas.
Rebeca estaba acariciando su pierna, con los ojos fijos en algún punto indeterminado.
—¿Qué le pasó a tu compañera? —preguntó al fin.
—Nos separamos. No pasa nada. Ella estará bien. Volveremos a vernos pronto.
Rebeca pensó unos instantes.
—Esas cosas… ¿Son…? ¿Son extraterrestres?
Thadeus frunció el ceño. Su mente divagó hasta aquel sistema de radar que marcaba movimientos, señales de algo metálico moviéndose de una forma desquiciante en la profundidad del océano, y sobre todo recordó el barco siendo succionado. A veces todavía cerraba los ojos y lo veía, desapareciendo bajo las aguas con una fuerza imposible. La energía necesaria para hacer algo así no podía canalizarse con la tecnología desarrollada en la Tierra, pero… ¿entonces?, ¿permitía eso concluir que la explicación venía de más allá de la frontera final del planeta, la órbita terrestre?
Recordó las enseñanzas de Guillermo de Ocam: «La solución correcta a un problema es generalmente la más simple». Pero ¿lo era? Hasta los años veinte no se supo que la Vía Láctea, con sus más de cien mil millones de estrellas, era una galaxia más en medio de una complicada red de
megaclústers
que se extendían más allá del conocimiento humano. Pero desde entonces se habían ido sucediendo multitud de descubrimientos sobre el universo. Ninguno de ellos, sin embargo, revelaba la existencia de vida extraterrestre. Si ahora estaban entre nosotros, la gran pregunta era, por supuesto, ¿para qué? ¿Les merecería la pena desplazarse hasta ese planeta? ¿Qué tenía de especial la Tierra que no tuvieran miles de millones de otros planetas en toda la galaxia? Y si éramos nosotros lo que les interesaba, el Hombre en toda su maravillosa complejidad, ¿por qué atacarnos? No le encontraba el sentido, y mientras pensaba eso se le ocurrían otras preguntas; por ejemplo, si seres de origen extraterrestre conseguían llegar hasta allí sin ser detectados, con seguridad era debido a que disponían de una maravillosa tecnología que el Hombre no podía todavía soñar. En ese caso, ¿lanzarían esos seres un ataque desde el mar con criaturas armadas con pinzas, ganando terreno ciudad a ciudad? Seguramente no.
—No lo creo —respondió al fin.
—Entonces, ¿de dónde han salido? —preguntó ella en voz baja.
—Bueno, alguien dijo una vez que por muy arriba que escales, por muy rápido que vayas o por muy alto que vueles, si quieres ver el setenta por ciento del planeta, tendrás que sumergirte. Este es un mundo oceánico. Más del noventa por ciento del planeta es agua, y encierra aún muchos secretos.
Rebeca pestañeó.
—¿Han…? —hizo un esfuerzo por continuar—. ¿Han estado escondidos en el mar todo este tiempo?
—Eso parece —respondió Thadeus al fin, con cierta amargura—. Qué sorpresa, ¿verdad? A lo mejor estaban ahí abajo mucho antes de que el hombre empezara a caminar sobre dos piernas. Quizá el planeta les pertenece más que a nosotros mismos.
Rebeca pensó en eso unos instantes, después clavó sus ojos en él. Había miedo todavía, pero también cierta determinación.
—Y un huevo —dijo al fin.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, Thadeus soltó una pequeña carcajada.
La noche cayó por fin, trayendo de nuevo algo de frescura a la habitación. No se habían atrevido a abrir la ventana por si el sonido de sus conversaciones llegaba, de alguna forma, hasta la calle e incluso habían bajado todos los estores. Para poder ver lo que hacían, habían encendido una pequeña vela que confería a la escena una luz áureo rojiza.
Rebeca se había animado a comer algo, y Thadeus encontró unas latas de melocotón en almíbar en uno de los armarios. El almíbar estaba bien: rico en azúcar y de un alto valor energético, pero resultó decepcionante no encontrar más conservas. Thadeus pensó que los alimentos enlatados no encajaban, en efecto, con el tipo de mujer que se había imaginado para esa casa. Esa mujer, probablemente, prefería alimentos naturales: ensaladas, nada de guisos ni fritos. Poco a poco había ido configurándola en su imaginación y, curiosamente, hasta estaba empezando a apreciarla.
Rebeca estuvo callada la mayor parte del tiempo. Él había estado sacándole monosílabos en el transcurso de una conversación trivial cada vez con más esfuerzo, hasta que se quedaron en silencio. A Thadeus no le importó; tenía demasiado en que pensar. Cuando el almíbar se hubo acabado, sin embargo, Rebeca se quedó mirándole con cierto disimulo. Thadeus lo percibió con la vista periférica, pero no dijo nada. Suponía que la situación era incómoda. Iban a dormir allí mismo, juntos, y entendía que él era un perfecto extraño. Sólo sabía que había cargado con ella en mitad de una tormenta de polvo de tierra de derrumbe, y poco más. No es que ella mostrara mucho interés por saber más cosas de él, pero aun así se decidió a dejar caer algunas piezas del puzzle.
—Soy biólogo —dijo entonces.
—¿Biólogo? —preguntó ella—. ¿Qué se supone que es un biólogo?
Thadeus sonrió. Era casi como si ella hubiera estado pensando en eso; había respondido casi inmediatamente. Era buena señal.
—Bueno, los biólogos nos dedicamos al estudio de la vida, en líneas generales. Estudiamos organismos y su relación con el entorno que los rodea, su comportamiento, cómo funcionan, etcétera.
Ella pestañeó.
—Como… ¿Como esas criaturas?
—Me encantaría estudiarlas —dijo Thadeus, pensativo.
—Pero, ¿podrías hacerlo?, ¿podrías averiguar de dónde vienen? O sea, antes dijiste que un experto podría hacerlo.
Thadeus asintió.
—Sí, podría hacerlo —dijo—. Estudiar un tipo de forma de vida desconocida siempre es impresionante. Tienes que ubicarla en un segmento del espectro evolutivo, tiene que encajar de alguna manera, y eso es fascinante. Pero aquí es imposible, claro. No te preocupes. Sé que hay bastantes biólogos en el mundo, y muchos estarán ahora en sus laboratorios trabajando en ello.
Rebeca soltó un bufido.
—Entiendo —dijo secamente.
Thadeus se volvió para mirarla. Su tono de voz había sido diferente. Ella no tardó en despejar sus dudas.
—Así que estás aquí atrapado por mi culpa —dijo— y no puedes dedicarte a tu trabajo. Bueno, es lo que acabas de decir, ¿no?
Thadeus forzó una sonrisa, como si se esperase de él que respondiera a algún tipo de broma.
Debía
ser una broma. Pero una parte de él no lo creía; su entrecejo luchaba por arrugarse.
—No… No, no, no lo entiendes… —se apresuró a decir, confuso— Yo no quería decir…
—Claro, no lo entiendo —interrumpió ella—. Ésa es siempre la respuesta. ¡Rebeca no lo entiende!
Thadeus la miraba, perplejo. De repente, estaba actuando como si se hubiera convertido en Mr. Hyde. Había cruzado los brazos encima del regazo y su expresión había dejado de tener la dulzura de apenas unas horas antes.
—Oye, no he querido decir eso —dijo Thadeus—. No estoy atrapado, ¿vale? Sólo quiero asegurarme de que estás bien… Ella volvió a encararle, cada vez más furiosa.
—¡Oye, ya te dije que te fueras! —explotó—. ¡No necesito a nadie! ¡No tienes que cuidar de mí, eso sé hacerlo yo sola! ¡Vamos, vete si es lo que quieres! ¡Lárgate!
Thadeus levantó las manos, con las palmas expuestas. Estaba comprendiendo que cualquier cosa que dijera iba a ser utilizada en su contra. De repente, Rebeca se le presentaba bajo una nueva luz, como si estuviera viéndola
realmente
por primera vez. ¿Cuántos años le había echado?, ¿veintitantos? Ahora se le antojaba mucho más joven, como si apenas hubiera cumplido los veinte.
Es por la ansiedad
, se dijo.
Es por el terror. Es por el miedo.
Respiró hondo antes de responder.
—Disculpa si te he ofendido —dijo entonces suavemente—. No quería hacerlo. Tampoco quiero irme. No quiero dejarte sola. Creo que estamos muy cansados. Ha sido un día extraño, y tenemos miedo…
—Oye, habla por ti mismo, ¿vale? Yo no tengo miedo.
Thadeus asintió otra vez.
—De acuerdo —repuso, todavía con un tono de voz quedo y controladamente prudente—. Yo sí tengo miedo. Es normal. El miedo es una herramienta que nos mantiene alerta, que nos mantiene
vivos
, así que no me importa admitirlo: tengo miedo.