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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (6 page)

10

Dejamos el coche en doble fila, trepamos mis dos pisos como si nos persiguieran, nos arrojamos en mi catre como en un sueño, nos arrancamos las ropas como si ardieran, sus dos pechos me estallaron en la cara, su boca se cerró sobre mí, la mía encontró el palpitante beso de su deseo maorí, nuestras manos galoparon en todas direcciones, acariciaron, amasaron, estrecharon, penetraron, nuestras piernas se enroscaron, nuestros muslos aprisionaron, nuestras mejillas, nuestros vientres y nuestros bíceps se endurecieron, los muelles del catre respondieron, los ecos de mi habitación también, y luego, de pronto, la soberbia cabeza leonada de tía Julia apareció por encima de la mescolanza, aureolada por su increíble melena, y su voz, pedregosa ahora, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Respondí:

—Nada.

No me pasa nada. Absolutamente nada. Soy sólo un miserable molusco acurrucado entre sus dos valvas, que no quiere sacar la cabeza. Por miedo a las bombas, imagino. Pero sé que me estoy mintiendo. De hecho, mi habitación está llena. De bote en bote. Alrededor de mi catre se yerguen espectadores en posición de firmes. Y no unos espectadores cualesquiera. Toda una caterva de sandinistas, cubanos, mois, satarés, en pelotas o de uniforme, llevando ballestas o kalashnikov, cobrizos como estatuas, aureolados por gloriosas polvaredas. ¡Están empalmados! Y, con las manos en las caderas, nos hacen un prieto pasillo de honor, tenso, arqueado que me la afloja.

—Nada —repito—. No me pasa nada. Perdóname.

Y, como no tengo otra cosa que hacer, me troncho.

—Ah caramba, ¿te parece divertido?

Puedo troncharme precisamente porque no me parece divertido. Se lo explico. Me excuso de nuevo. Le digo que estamos rodeados de un jurado olímpico y que nunca he estado en forma para los concursos.

Dice:

—Lo comprendo.

Y me explica a su vez. Nuestra desventura será, por lo demás, el desenlace de esta investigación sobre los amores primitivos y revolucionarios que debe terminar para el próximo número de
Actual
.

—Ah —le digo—, trabajas en
Actual
.

Sí, trabaja allí.

—Lo que mata el amor, créeme, es la cultura amorosa: cualquier hombre podría empalmarse si no supiera que también los demás se empalman.

Intento acariciarla mientras lo va desarrollando, pero aparta mi mano. Nada de sucedáneos.

—Sí, lo que estropea la creación es la referencia…

¿Dónde está Julius? Me pregunto dónde está Julius. Sin duda, tras los fogones de Hadouch. Qué mierda de vida. Las bombas te estallan en las nalgas. Una coalición de indios y héroes te aflojan la picha en pleno deseo y tu perro favorito se atraca tranquilamente en tu restaurante habitual. Cochino Julius, ya no te conozco. Y por tres veces. La negación de san Pedro.

Evidentemente, es el momento que elige la puerta de mi habitación para abrirse. Julius. Pues sí es Julius.

11

Pero también es Thérése. Thérése permanece de pie en el umbral. Julius permanece sentado junto a Thérése. Luego emerge otra cabeza: Louna. Y otra más: Jérémy, puesto de puntillas. Y ahora, Clara. Todos se apretujan sin cruzar el umbral. Thérése dice:

—¡Ah! Estás vivo…

Entre chanzas y veras.

Señalo al molusco con una inclinación de cabeza y digo:

—Muy poco…

Thérése manda su más casto rictus a mi compañera de habitación que, siempre tan desnuda, se ha quedado boquiabierta en mitad de su explicación.

—¿Tía Julia, supongo?

Encantadora hermanita. Ahora, el poco prestigio que me queda bebe la poción fatal. Tía Julia sabe ya que no es la primera tía Julia de mi vida. Si Thérése sigue así, Julia sabrá pronto todos los detalles de mi modo de ligar. ¡Pues si, siento vergüenza! Me ligo a las hermosas ladronas del Almacén. Es la triste verdad. El hombre es innoble. Claro que siempre hay alguien más innoble. Otro hombre. Cazeneuve, por ejemplo, o todos los guardias jurados de su especie, que persiguen a las ladronas para hacerles elegir entre una vueltecita por la Dirección o una sesión en una cabina de pruebas. Yo, al menos, no violo. Diría incluso que cada vez que he seducido a tía Julia, la he salvado de un ultraje. Luego, hago lo que puedo.

Es difícil saber si Thérése se siente feliz d Su reino ira es de este mundo. Con una voz perfectamente clínica, le pregunta a Julia:

—¿Cómo consigue dormir boca abajo con unos pechos tan grandes?

A Julia se le desorbitan los ojos. Es esta expresión de furioso estupor la que capta el estallido del flash de Clara por encima de todas las cabezas.

Tras ello, hermanos, hermanas y perro se precipitan en el interior de la alcoba por el aullante empuje de una multitud de desconocidos. Una pandilla risueña. Cuerpos medio desnudos, de una belleza igual, por lo menos, a la de los satarés de tía Julia. Toda esa gente se sumerge en nuestro catre y comienza a acariciarnos por todas partes. Diversas exclamaciones en un idioma desconocido:

—Vixi Maria, ¡que moça linda!

—¡E o rapaz também!, ¡Olha!, ¡O pelo tao branco!

Julia pone una cara extraña, entre el arrobo y la incredulidad, como si sus sueños acabaran de encarnarse por efecto de su frustración.

—¡Parece o menino Jesús mesmo!

Esta última frase en un tono tan divertido que todo el mundo se desternilla, incluso los que no comprenden. Aumentan las caricias, el flash de Clara crepita, Julius intenta abrirse camino hasta su dueño, Jérémy abre unos ojos como platos, Louna sonríe como una mujer preñada, el Pequeño palmea saltando con los pies juntos, Thérése aguarda que todo pase, Julia comienza a devolver caricia por caricia, y yo. Yo tengo un miedo terrible de ver llegar a la Asistente Hada Social, escoltada por el Ángel de las Costumbres, el de 8Su, él que lleva un quepis. Pero no, es el ordenador de tan hermosa fiesta quien hace entrada a su vez.

—¡Théo!

Lleva un traje verde prado cuyo bolsillo pectoral está adornado por un cogollo de lechuga en lo más blanco del cual ha clavado una hoja de rosa. Hay, en el álbum del Pequeño, una foto de Théo llevando este traje, y el pie dice:
Ése es Théo cuando da de comer en el Bosque
. Me mira tronchándose.

—¡Pues sí, soy yo! ¿A quién recurre tu familia cuando se entera de que el hermano mayor ha saltado por los aires? ¡A mi menda! Mala suerte, esta noche no estaba en casa y han venido a buscarme al Bosque.

—¿Al Bosque?

—De Bolonia. Es la noche en que llevo comida a mis compañeras brasileñas, para consolarlas de que se les hielen los pies en uniforme de combate. Cuando el hospital me ha comunicado que estabas entero, he decidido traértelas para festejarlo. Son afectuosas, ¿no?

(En el Bosque de Bolonia, pequeños míos, cierto día seré privado de mis derechos de fraternidad).

El resto tiene lugar abajo, en casa de los niños, donde improvisamos un festín brasileño. Jérémy ha encontrado en casa de un compañero del edificio un disco de Ney Mato-grosso, el más locuelo de los cantantes plurisexuales del continente sudamericano. La música aúlla. Tía Julia baila con sus sueños encarnados. Yo bebo café brasileiro tras café brasileiro, acunado por las tiernas miradas de Théo y de Clara. Jérémy sigue el compás de la música golpeando todo lo que puede resonar en un apartamento. El Pequeño duerme como todos los niños de su edad en medio de todos los bombardeos; Louna, claro, sonríe, y Thérése, sentada al borde de su cama, tiene en su mano la larga mano, morena y fuerte, de un gigantesco travestido bahiano, oscuro y luminoso como el café que tapiza mis interioridades. Sólo sus palmas están iluminadas por una pequeña lámpara de cabecera. No sé lo que el otro comprende de las predicciones de mi hermana, pero sus ojos extáticos lanzan los mismos reflejos que el lame de su minifalda. Luego, de pronto, da un salto hacia atrás. Señala con un dedo tembloroso a Thérése y comienza a aullar:

—Essa moca chorava na barriga da mae.

Y entonces todo se detiene, música, danza y calé en mi acantilado.

—¿Qué ha dicho?

Théo traduce:

—Dice que Thérése lloraba ya en el vientre de su madre.

Retrocedo dieciséis años y frío glacial en mi alma. (Escucho, muy clara, la voz de mamá diciéndome: «El niño llora». «¿El niño llora?» «En mi vientre, Benjamín, ¡lo oigo llorar en mi vientre!»)

Con la mayor tranquilidad posible pregunto:

—¿Y qué?

El travestido que bailaba con tía Julia, el mismo que hace un momento me comparaba riendo al niño Jesús, explica con una voz muy calmada y desprovista de la menor pizca de acento:

—Entre nosotros, caballero, eso significa que tiene el don de la segunda vista.

Luego, hurgando en su ridículo de estrás, saca una pequeña estatuilla de cristal azulado, llena de agua, se arrodilla ante Thérése y se la tiende murmurando:

—Para voce mae, um presente sagrado.

—Es una imagen de Yemanjá —explica Théo—, su divinidad del mar. Parece que les libra sin problemas de todos los atolladeros.

El diablillo positivista despierta en mí y me murmura al oído:

—Por eso acaban todos en el Bosque.

Thérése toma la estatuilla sin dar las gracias y la deposita en la estantería donde guarda todas las divinidades de su colección.

12

—¿Cuánto tiempo permaneció usted en el departamento de los jerséis?

—Unos diez minutos.

—¿Y qué estaba haciendo?

—Ayudaba a una amiga a elegir uno.

—¿Una vieja amiga?

¡Maldito Cazeneuve! ¡Ya sabía yo que no le pasaba nada!

—Su nombre y su dirección, por favor.

No es el inspector Caregga, sino el comisario de división Coudrier. En los locales de la policía judicial.

El comisario Coudrier vale para eso, es un buscador nato, sin pasión alguna. Busca truhanes, asesinos, hoy a un colocador de bombas, pero igual hubiera podido lanzarse a investigar la escisión del átomo o la poción anticáncer. Los azares de sus estudios superiores lo han puesto ante mí y mil tras un microscopio. Ha sido condecorado con la Legión del Honor, viste un traje verde botella bajo el que no lleva funda sobaquera y, ante mis vacilaciones, me explica pausadamente que, como principal testigo ocular, mi testimonio es absolutamente esencial.

—Bueno, ¿qué hay de esa amiga del jersey?

Le contesto que es más una conocida que una amiga, que la llamo «tía Julia» y que trabaja en la revista
Actual
.

Precisamente entonces suena un portazo y doy un salto de dos metros. ¡Joder con el café brasileño! Me ha puesto patas p'arriba.

—No sea tan emotivo, señor Malausséne, realmente son sólo preguntas de rutina.

No soy emotivo, soy un pajarraco en pelotas, posado en una línea de alta tensión, y que se mete la cola entre las patas para no tocar el hilo de enfrente.

Toda la superficie de mi pobre cuerpo registra la pregunta siguiente:

—¿No observó nada especial durante aquellos diez minutos?

No observé nada. Realmente sólo vi lo que ocurría en el mismo instante en que estaba ocurriendo. Aunque, eso sí, con precisión hiperrealista. En especial la punta del cesto verde manzana, los vientres que se juntan. Se lo cuento. Una máquina de escribir blindada inmortaliza mis frases. Cada ráfaga me electrocuta. Coudrier frunce el entrecejo y pregunta:

—¿Podría usted hacerme una descripción precisa de las víctimas?

—Sobre todo del hombre. Por lo que a la mujer se refiere, sólo le vi el brazo…

Describo al tipo como una especie de emperador romano yendo de capa caída. Un Claudio a final de trayecto.

—Y bajo el mechón de sus cabellos blancos, unos ojos muy azules, del tipo Pétain.

—Eso es.

De pronto recuerdo el beso de la pareja, aquel abrazo de increíble juventud.

—¿Está usted seguro?

—Absolutamente seguro. ¿Por qué?

—Lo leerá mañana en los periódicos: eran hermanos.

Y añade, como si la precisión pudiera excluir los amores incestuosos:

—El era ingeniero de caminos, canales y puertos jubilado.

Luego, como para sí mismo:

—De todos modos, no tiene importancia, también hubiera podido ser usted.

Y con mirada maliciosa:

—Usted y su señora tía.

Silencio. La puerta se abre. Una secretaria muda deja una bandeja en la mesa, junto al tafilete verde. El comisario de división dice «Gracias, Elisabeth», y preguntó:

—¿Café?

Pego un salto.

—¡Nunca!

Sonríe al servirse.

—En este punto, al menos, miente usted, señor Malausséne.

Pequeño cumplido. Tras ello, bebe lentamente su café cuyo olor me hace zozobrar. Luego deja la taza en la bandeja, dice «Se lo agradezco, Elisabeth», cruza ante sí las manos, chasquea por última vez los labios para no perder un ápice del aroma y me mira.

Elisabeth se larga con su pequeña bandeja.

—Una última pregunta, señor Malausséne. ¿En qué consiste exactamente su función en el Almacén? No queda muy claro en su declaración.

Y con razón…

Extrañamente, en aquel preciso instante tomo conciencia de la decoración. El despacho del comisario de división Coudrier es de estilo Imperio. De los balancines de aspecto pseudorromano en los que estamos sentados al servicio del café que luce la imperial mayúscula N, pasando por el diván Recamier que brilla dulcemente junto a la biblioteca de caoba, bañado todo ello por la luz vegetal de un empapelado mural de color espinaca, salpicado con pequeñas abejas doradas. Buscando mejor, sin duda, encontraría el minibusto del minicorso, una reproducción de su minimontera y el
Memorial de Las Cases
en la biblioteca. Aunque eso no tenga relación alguna con la pregunta que acaba de hacerme, me gustaría saber si el comisario de división ha pagado esta decoración de su bolsillo u obtuvo de la administración un crédito especial para vestir su local con los colores de su pasión. En ambos casos, se impone una sola conclusión: el tipo no vuelve a su casa todas las noches. Se siente cómodo aquí. Ahora bien, si te gusta el hipódromo, te gustan las carreras. Ese polizonte trabaja las veinticuatro horas del día. Y no es posible andarse por las ramas mucho tiempo con la reencarnación de Fouché. Por lo tanto, decido no mentirle.

—Soy Chivo Expiatorio, señor comisario.

El comisario de división Coudrier me lanza una mirada absolutamente vacía.

Le explico entonces que la función llamada de Control Técnico es absolutamente ficticia. Yo no controlo nada en absoluto, pues en la profusión de los mercaderes del templo nada es controlable. A menos que se multiplicaran por diez los efectivos de los controladores. Así pues, cuando aparece un cliente con una queja, me llaman a la oficina de Reclamaciones donde recibo una bronca absolutamente terrorífica. Mi trabajo consiste en sufrir aquel huracán de humillaciones; con aire tan contrito, tan extraviado, tan profundamente desesperado que, por regla general, el cliente retira su queja para no cargar su conciencia con mi suicidio, y todo termina amistosamente, con el menor perjuicio para el Almacén. Eso es. Me pagan para eso. Y bastante bien, por otra parte.

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