Read La felicidad de los ogros Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (17 page)

—A tu entender, ¿qué es ese montón al pie de la mesa?

—Nos hicimos la misma pregunta con Théo.

—Míralo bien, ¿no te recuerda algo?

—Clara, por Dios, ¿a qué quieres que me recuerde?

—Mira…

Saca un rotulador rojo de su cartera y, como una niña, y sigue aplicadamente el límite donde el gran paquete de sombra que constituye el montón se funde con la oscuridad de la habitación propiamente dicha. Y al hacerlo dibuja una forma. Las puntas y las protuberancias quedan unidas por un contorno. Y cuanto más contornea el contorno más toma todo, en efecto, un sentido, un sentido que me resulta familiar. Allí está un vientre hinchado, una nuca rígida, unas orejas puntiagudas, unas fauces abiertas y una lengua que cuelga y que hace pensar en el
Guernika
de Picasso, el esbozo de una pata, ¡la silueta de un perro!

—¿Julius?… ¡Julius!

Redoble de tambores en mi Espacio-Tiempo.

—Pero ¿qué está haciendo Julius en esta foto?

—No es Julius, claro, es otro perro, Ben, pero ¡en el mismo estado que Julius cuando lo de su parálisis!

Ahora, la excitación de mi hermanita tiene algo de Sherlock Holmes encocainado.

—Y entonces, Ben, eso nos lleva a otra constatación.

—Constata, querida, constata.

—La escena fotografiada tuvo lugar en el Almacén, en el mismo lugar donde Julius tuvo su crisis.

—¿Por qué lo dices?

—Cuando Julius pasó por el lugar, tuvo que oler algo…

—Bromeas, la fotografía tiene al menos veinte años.

—Cuarenta, Ben, está tomada en los años cuarenta. Ya nadie corta así los bordes desde los años cincuenta. Además, podríamos hacer un estudio del envejecimiento de las sales para confirmarlo…

¡Carajo, mi hermanita preferida se ha transformado en laboratorio de la policía!

—Claro que hay una cuestión…

—¿Sí?

—No era la primera vez que Julius iba a buscarte al Almacén después de tu partida de ajedrez.

—No, ¿por qué?

—¿Cómo se explica que tuviera su ataque precisamente aquella noche?

Y recuerdo al malvado de las espesas cejas prohibiéndome la puerta de la cantina y ordenándome que bajara por las escaleras mecánicas.

—Porque solíamos tomar otro camino. Era la primera vez que pasaba por allí.

—Y la cosa ocurrió en el departamento de los juguetes, ¿no?

La miro entonces como si realmente comenzara a acojonarme.

—¿Cómo lo sabes? ¡Nunca te lo he dicho!

—Mira.

Nuevo paseo del rotulador rojo por una ampliación blanquecina. La cosa dibuja por sí sola una forma musculosa que se levanta, ligeramente de través, hasta el techo. Otros dos trazos representan el pliegue de una capucha y, luego, el cabrilleo de una barba. Es uno de los papá Noel de estuco que, desde hace más de cien años, aguantan sin flaquear los pisos del Almacén por encima del departamento de los juguetes.

—No los hay en ninguna otra parte del Almacén, Ben.

(Blow-up
, la fotografía que habla…)

—¿Eso es todo, Clara?

—No, Léonard no estaba solo.

—Al menos estaba el fotógrafo.

—Él y algunos más.

Tres o cuatro según la nueva andadura del rotulador por las oscuras profundidades de la vieja fotografía. Y tal vez más, aún, fuera de campo.

—OK, querida, ya es bastante. Vas a esconder cuidadosamente todo eso y mañana mismo devolveré la foto a Théo para que la envíe a la policía.

28

—Ni hablar, ¡antes reviento!

Y lo dice golpeando tan violentamente el plato con su tenedor y gritando tanto, a pesar de su deseo de contenerse, que los clientes más cercanos dan un respingo y se vuelven.

—Pero ¿qué te pasa, Théo? Mira, has roto el plato.

—Ben, no insistas, nunca entregaré esta fotografía a la pasma.

La mayonesa de apio se extiende como un emplasto de yeso por el mantel a cuadros rojos.

—¿Sabes a qué nos exponemos?

Intenta pegar discretamente los dos pedazos del plato. Y por una vez, entre el plato y el mantel, el apio cumple con su oficio de cemento.

—Tú no te expones a nada, basta con que hagas desaparecer las ampliaciones de Clara, eso es todo. Por lo que a mí respecta…

Rápida ojeada:

—Es cosa mía.

Lo ha soltado entre dientes, con un feroz murmullo, guardando la siniestra fotografía en su cartera. Y es ahora mi turno de mirarlo con signos de interrogación y devolverle la pregunta de la otra noche:

—Théo, ¿estás metido en esta historia de las bombas? —Si lo estuviera, no te habría enseñado la foto. Lo ha dicho espontáneamente y es cierto. Si tuviera algo que ver, no habría intentado comprometerme poniéndome un indicio ante las narices.

—¿Sabes quién es? ¿Encubres a alguien?

—¡Si supiera quién es, le propondría para la Legión de Honor! ¡Bastien, tráeme otro plato, he jodido el mío!

Bastien, el mucamo local, se inclina riendo.

—¿Escena doméstica?

Hace meses que nos toma por una pareja, el muy gilipollas.

—¡Cierra el pico y tráeme algo sólido! ¡Sin mayonesa de apio! ¿Quién fue el francés de mierda que inventó la mayonesa de apio, puedes decírmelo?

Escamado, Bastien limpia mascullando.

—¡Nadie te obliga a pedirla!

—Sí, la curiosidad. ¡Espíritu de experimentación! En la vida, hay momentos en los que queremos tocar lo que vemos. ¿No?

Y todo dicho con insistente malignidad.

—¿No? ¿Sí o no? Una vinagreta de puerro, por favor.

Vista del gran culo de Bastien, que se aleja refunfuñando.

—Théo, ¿por qué te niegas a mandar la fotografía a la pasma?

Me echa encima toda su rabia, a punto de mandarme a tomar por el culo:

—¿Lees el periódico alguna vez?

—El último que leí fue el de la muerte de Léonard.

—Pues bien, tuviste suerte de leerlo, obtuviste un ejemplar de la primera edición. La segunda fue secuestrada.

—¿Secuestrada? ¿Por qué?

—La familia del difunto. Atentado a la vida privada. Un telefonazo bien dado y bastaron dos horas para que recogieran todos los ejemplares en venta. Tras ello, denunciaron a la dirección del diario, procedimiento de urgencia, y esta mañana acaban de ganar el proceso.

—¿Tan rápido?

—Tan rápido.

Discreto deslizamiento del enorme Bastien, la vinagreta de puerro se posa en la mesa.

—¿Y qué? Eso no me explica por qué quieres guardarte la foto.

Mirada consternada.

—¿Tienes mayonesa de apio en la cabeza o qué? Ben, ¿no comprendes el poder de esos cabrones empingorotados? Les bastó un telefonazo para que secuestraran el periódico que se había atrevido a publicar las cuatro fotografías de aquel cerdo cascándose una paja. (Porque habrás comprendido, al menos, lo que representaban aquellos cuatro fotomatones, ¿no?) Tras ello, proceso relámpago y logran que el periódico escupa su buena pasta. ¿Qué ocurriría ahora si mando la foto a la pasma, eh? —Taparían el asunto.

—Instrucciones de arriba, menos mal, eres menos tonto de lo que temía. ¿Quieres que te cuente el resto?

Se inclina bruscamente por encima de su plato, donde se sumerge su corbata.

—Pues he aquí el resto: con este estupendo indicio en las manos, la pasma capta lo esencial: el móvil. Hasta ahora daban palos de ciego con la tesis del majara que mataba al azar. Ahora saben. Saben que una pandilla de cabrones satanicoides celebró antaño, ¡tal vez sigue celebrando!, su mierda de misas negras con sacrificio humano y el séquito de torturas que ello supone en la persona de niños, sí señor, ¡de niños!

Ahora está de pie ante mí, con los puños apoyados en la mesa y la corbata saliendo del plato para trepar hasta su cuello, como una cuerda de faquir, en la propia pose del aullido de rabia; pero murmura, murmura con las lágrimas temblando de nuevo en los bordes de sus párpados.

—Tu corbata, Théo, mira tu corbata, siéntate… —Y ya puestos a ello, la pasma comprende lo demás.

Alguien ha descubierto a esos cabrones sacrificadores y está cargándoselos, uno tras otro, metódicamente, y ese alguien acabará con todos si la pasma no mueve demasiado el culo. Ahora bien, a la pasma le parecería estupendo que el vengador hiciera el trabajo en su lugar, pero resulta que la policía es una institución, y tiene que… funcionar, ¿lo comprendes? Y hay algo más, esos funcionarios funcionando son también hombres, tíos como tú y yo (bueno, no exactamente como yo), con su curiosidad, su curiosidad, Ben, y darían diez años de su jubilación para atrapar a uno, uno solo de esos devoradores de niños y ver lo que lleva en el vientre, ¡comprender! ¿Y qué crees tú que ocurriría con el ogro superviviente?

—Se pasaría la vida en chirona.

—Eso es.

Vuelve a sentarse, desanuda su corbata y la dobla cuidadosamente.

—Eso es, pero en una chirona tan profunda que nadie sabría nunca más de él, sin proceso, me apuesto lo que quieras; en chirona así, directamente, porque no se trata, caballero, de que semejante escándalo salpique a gente con un teléfono tan eficaz como el de los Léonard.

—¿Y las familias de los niños?

Y entonces transcurren unos momentos durante los que Théo contempla su vinagreta de puerros como si fuera la cosa más difícil de identificar que hubiera visto en su vida. Luego, pensativo:

—En tu opinión, Ben, ¿qué es un huérfano?

(… «Yo no tengo padre, yo no tengo madre, yo no tengo a nadie»… siniestro canturreo en mi cabeza).

—De acuerdo, Théo, es alguien a quien nadie busca.

—Premio para el caballero.

¡Con qué obstinación mira los puerros!…

—Sí, Ben. Y un huérfano es la credulidad en persona. Alguien que sólo tiene un deseo: hallar a otro, seguir a los caballeros que le ofrecen caramelos. Y esos caballeros adoran a los huérfanos, ya lo creo.

Hay en él algo que está haciendo un desesperado esfuerzo por no pensar más de lo que dice, una fijeza de todo su ser: la imagen del hombre que lucha contra las imágenes.

Su cuchillo juguetea circunspecto con el puerro, como si se tratara de algo innombrable, que ha muerto recientemente o que todavía no vive.

—Cuando digo «huérfano», limito las opciones. Mejor sería decir «abandonados». De mocosos abandonados, que le importan un bledo a todo el mundo, incluidas las instituciones que, en teoría, se encargan de ellos, los hay a montones en nuestro hermoso mundo: moritos escapados de alguna matanza, jóvenes amarillos a la deriva, fugados, fugitivos, generación espontánea del asfalto, basta con servirse… No daré esta foto a la pasma.

Una pausa en la que le da vueltas al puerro, un puerro que tiene la densidad de un ahogado.

—Y, además, te diré una cosa, la pasma no tardará en atrapar a nuestro vengador. No son idiotas, tienen medios. No se habrán demorado mucho en la falsa pista del azar. Es una carrera de velocidad. Y el Zorro sólo lleva ya medio cuerpo de ventaja, tal vez menos. Sin duda, no tendrá tiempo de cargárselos a todos. De modo que no ayudaré a la policía para que lo agarre. ¡Oh no, de ningún modo!

Y por fin, tras una última ojeada a la cosa pálida que yace en su plato, verde y blanco, fundiéndose en el nácar de un espeso aceite donde se abren los inmóviles ojos del vinagre…

—Ben, por favor, larguémonos, ese puerro acabará conmigo.

29

Ha ocurrido esta mañana, justo antes de que Louna llamara por teléfono. Yo salía de lo de Lehmann y acababa de dar un rodeo por la librería de la primera planta, sólo para verificar uno de esos detalles en apariencia magnificantes pero que dan un nuevo impulso a las investigaciones y ahorran páginas.

Quería sólo preguntar al viejo señor Risson cuántos años hacía que curraba en el Almacén.

—¡Este año se cumplirán cuarenta y siete! Cuarenta y siete años, señor, deslomándome en defensa de las Bellas Letras y vendiendo sólo porquería. Pero, a Dios gracias, siempre pude preservar una sección de Literatura.

¡Cuarenta años en el tugurio! No le he preguntado a qué edad había comenzado. He seguido farfullando, hojeando, legitimando, en resumen, su orgullo. He dado una vueltecita por la
Muerte de Virgilio
, me he deslizado sobre una edición encuadernada del
Manuscrito encontrado en Zaragoza
y luego le he preguntado:

—¿Cuántos Gadda ha vendido desde la reedición en bolsillo?

—¿De
El zafarrancho aquel de vía Merulara
? Ninguno.

—Pues bien, acaba de vender uno, tengo que hacer un regalo.

Su hermosa cabeza blanca hace un gesto aprobatorio, del tipo «justo y severo».

—¡Ya era hora, esto es un libro! ¡Es mucho mejor que sus elucubraciones sobre Aleister Crowley!

Mientras me hacía el paquetito (parecía tener toda la eternidad por delante) me aproximé al tema:

—¿Nunca hace usted vacaciones? Creo que lo he visto siempre en su sección.

—Las vacaciones están bien para su trepidante generación, muchacho, yo trabajo lentamente y sólo cierro con el Almacén.

La ocasión era pintiparada, no la dejé pasar.

—¿Y cuántas veces ha cerrado el Almacén en cuarenta y siete años?

—Tres veces. Una en el cuarenta y dos, una en el cincuenta y cuatro, cuando levantaron la sexta planta, y una en el sesenta y ocho, durante aquella charlotada.

(Durante aquella «charlotada»…)

—¿Y qué motivó el cierre del cuarenta y dos?

—Cambio de dirección, de gestión y de mentalidad, diría yo. El anterior consejo de administración era esencialmente judío, si ve usted lo que quiero decirle. Pero ¡aquélla era una época en la que se sabía lo que les correspondía, por derecho propio, a los auténticos franceses!

(¿Perdón?)

—¿Y cuánto tiempo permaneció cerrado el Almacén?

—Más de seis meses. Aquellos «caballeros» remoloneaban, ¿sabe usted? A Dios gracias, la Historia acabó decidiendo.

(Si Dios existe, se cagará en ti cuando llegue el momento, gilipollas de mierda).

—¿Seis meses abandonado?

—Y convenientemente custodiado por la milicia, para que las ratas no vaciaran el barco.

(Y pensar que, hasta hoy, ese tío mierda me había parecido deliciosamente simpático, el abuelo que no he tenido y toda la charanga nostálgica…)

Le he arrebatado mi pobre Gadda de las manos, prometiéndome desinfectarlo, y le he dicho:

—Muchas gracias, señor Risson, volveré para charlar con usted cuando tenga un rato.

Other books

The Rancher's Dance by Allison Leigh
Abdication: A Novel by Juliet Nicolson
The Deepest Water by Kate Wilhelm


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024