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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (19 page)

—Todo había ido sobre ruedas, Ben, y precisamente cuando la desactivo, para llevarla a casa y enseñártela, «la prueba abrumadora», ¿comprendes?, entonces la muy asquerosa me estalla en las manos.

(Y le has pegado fuego al colé, Jérémy. Rediós, ¡le has PEGADO FUEGO A TU ESCUELA!)

—Pero bueno, de todos modos me crees, ¿verdad?

Por primera vez, su voz tiembla de inquietud.

—¿Verdad, Ben? ¿Me crees? Di.

Silencio. Largo silencio. Lo miro. Más silencio todavía. Y luego unas lágrimas brotan de sus ojos con las pestañas quemadas.

—Ya está, no me crees. ¡Estaba seguro! ¡Oh, Ben! Sabes muy bien que nunca te he mentido…

(Yahvé, Jesús, Buda, Alá, Lenín, Fulano y todos los demás… ¿Qué os he hecho yo?)

—Sí, te creo, Jérémy, será el último capítulo de mi historia. Se la contaré a los demás esta noche. El truco de la bomba fabricada en el Almacén. ¡Genial! Será el epílogo…

31

Vivo muero me abraso y me ahogo

tengo extremado calor soportando el frío

la vida me resulta blanda y muy dura

tengo grandes problemas mezclados con el gozo
.

—Clara, cuando recites, marca los tiempos. En poesía los silencios desempeñan el mismo papel que en la música. Son una respiración, pero son también la sombra de las palabras, o su fulgor, eso depende. Sin hablar de los silencios anunciadores. Hay silencios de todas clases, Clara. Por ejemplo, antes de ponerte a recitar, fotografiabas al gato blanco en la tumba de Piero Negro. Cupón que callamos después de que hayas recitado. ¿Será acaso el mismo silencio?

—¿Lo «seracaso», Benjamín, lo «seracaso»? Me lo pregunto…

Se burla amablemente, pone su brazo en el mío, proseguimos nuestro paseo por un Pére-Lachaise soleado en el que Clara acaba de señalarme que casi todos los gatos son negros o blancos. Negros y blancos, en último término. Pero nunca coloreados. Yo pienso en Jérémy, cuyo dedo fue soldado hace ya diez días, y que volverá pasado mañana a casa. Yo pienso en Julia, que acaba de pasar noches y noches levantándome la moral («No, no, eso no tiene nada de monstruoso, Benjamín, la infancia es experimental por naturaleza, es muy jodido, pero no monstruoso. Y tú no tienes culpa alguna, querido mío, relájate, déjame hacer, no me limites a la teoría»… ). Julia, cuyo perfume me protege todavía. Yo pienso en el viejecito al que no he vuelto a ver por el Almacén, que debe de sentir las convergentes miradas de los dos pasmas. Y pienso en Clara, que se examinará mañana de bachiller y que no parece haber comprendido demasiado el soneto de Louise Labe.

—Louise Labe, querida, volvamos a Louise Labe, recita la segunda estrofa e intenta respetar los silencios, el examinador te lo agradecerá.

De pronto río y lagrimeo

y en placer muy gran tormento llevo

mi bien se va y nunca dura

de pronto me seco y reverdezco
.

—A tu entender, ¿de qué habla, Clara? ¿Qué significa ese temblor de todos los nervios, ese seísmo, esos cortocircuitos?

—Diríase que está inquieta, inquieta y, al mismo tiempo, muy segura de sí misma.

—Inquietud y certeza, sí, casi lo tienes. Recita el siguiente verso, sólo el siguiente.

Así amor inconstante me conduce
.

—El Amor, Clarinete mío, lo que nos pone en ese estado es el Amor, fíjate en tu hermana, por ejemplo.

Y aquí se detiene en seco, en mitad de la avenida, y me fotografía.

—¡Me fijo en ti!

Y luego:

—Pero ¿quién era, a fin de cuentas, la tal Louise? Quiero decir con respecto a los demás de su época, a los Ronsard o a los Du Bellay.

—Era el ser más consumado del Renacimiento, la poesía más sutil y la más radical barbarie muscular. Manejaba la espada y se disfrazaba de hombre para participar en los torneos.

Incluso se lanzó al asalto de las murallas, en el sitio de Perpiñán. Después, aguzaba su pluma de oca lo mejor posible para escribir eso, que acaba con toda la poesía de su tiempo.

—¿Existen retratos de ella? ¿Era hermosa?

—La llamaban la Hermosa Cordelera.

Y así prosigue nuestro paseo, Clara fotografiando, yo diseccionando para ella el sublime soneto, ella lanzándome miradas deslumbradas, y yo pensando, como el Cassidy de Crosby, que si fuera profe me gustaría el oficio por todo tipo de malas razones, entre ellas mi desmesurado placer ante esa admiración ingenua.

Después de la tumba de Piero Negro, ametralla la de Victor Noir y, luego, recibe su bombardeo el mausoleo de Oscar Wilde. Théo quiere una ampliación para su dormitorio. La tendrá, palabra de Clara.

Una vez enlatado Oscar Wilde, termina el paseo; es hora ya de ir a la escuela a buscar al Pequeño. Última visión en el camino de regreso: tres o cuatro ancianas murmurando sombríos ensalmos sobre la tumba de Alian Kardek. (¿A qué vecinas querrán beneficiar?) Cuando Clara se dispone a inmortalizarlas, una de ellas se vuelve y nos hace señas de que nos larguemos. Acompaña su ademán arisco con un bufido de gato.

Y en ese preciso instante estalla la cuarta bomba del Almacén.

La cuarta bomba…

¡
Durante mi día de descanso
!

Es una bomba de lo más artesanal: una carga de pólvora de fusil comprimida en un estuche de broca + una pequeña bombona de gas (de tipo camping) +…, etcétera. Accionada a distancia por un sistema de ignición tomado de un aparato de televisión.

Una pequeña bomba.

Atiborra de cerámica a un concesionario de muebles sanitarios, de origen alemán, que meaba apaciblemente en los cagatorios de la exposición sueca, en la última planta (unos orinales realmente muy bonitos, blancos, resistentes —la puerta no saltó—, tan bien acolchados que nadie ha oído la deflagración —sólo un discreto pedo), que meaba, pues, el concesionario, la víctima.

¡Contemplando una serie de viejas fotografías que acababa de pegar en las paredes de su cagatorio
!

«Por desgracia», éste era padre de familia. (Numerosa). Y varias veces abuelo.

Tal vez, incluso, coleccionista de sellos. Y, sin embargo, atiborrado de cerámica inmaculada. Y de chatarra. Y de perdigones, también.

Y desnudo.

¿Desnudo?

Como vino al mundo. De la cabeza a los pies. En pelota viva, vamos.

¿Lo ha desnudado la bomba? No, se ha desnudado personalmente, antes de la explosión.

—Pero nos gustaría saber, señor Malausséne, qué estaba haciendo su hermana Thérése ante esos inodoros escandinavos, inmóvil como una estatua, justo antes de que forzaran la puerta y descubrieran el cadáver. Eso es lo que nos gustaría saber. También a mí.

32

—¡Te lo había dicho, Ben!

Estaba de pie, rígida como el Destino, rodeada por tres pasmas que parecían a punto de presentar su dimisión. A su alrededor, el departamento de policía desarrolla una actividad de colmena… si admitimos que las abejas escriben a máquina fumando cigarrillo tras cigarrillo entre cadáveres de cañas de cerveza.

En resumen, mi Thérése se mantiene de pie en aquel despacho astroso, sólo codos y rodillas, demasiado alta para su edad, y viéndola allí, entre el humo estancado, rodeada de varones que revolotean, me produce como un flechazo.

—¿Qué me dijiste, pequeña?

El sosia de Pat el Patillas se la comería cruda si no tuviera miedo de romperse los dientes. El otro sueña, sin duda, en rehacer su vida con un bollo de chocolate. Son la viva imagen del abatimiento.

—¡En una hora no le hemos podido sacar nada más!

Hay un tercer pasma al que no conozco, un rubiales que parece a punto de llorar. «Sólo hablaré con mi hermano Benjamín, además, ya se lo había dicho».

—Pero ¿qué le dijiste, joder? —se había exasperado el rubiales.

Y, como realmente era muy joven, añadió:

—¿Cantarás de una vez, so momia?

Como último recurso, tuvieron que aguardar la llegada de Caregga, con el sospechoso
number one
, mi menda, de pie ahora ante Thérése, sonriéndole fraternalmente, mientras otros pasmas registran la casa, lo ponen todo patas p'arriba en la ex tienda y en mi habitación, con tal deseo de encontrar (pero ¿encontrar qué?) que son muy capaces de abrir a Julius en canal para buscar también en su interior.

—¿Qué me dijiste, Thérése mía?

Da un respingo y me mira como si despertara.

—Te dije que el veintiocho, el tres, el once o el siete, ¡con muchas probabilidades para el veintiocho!

(¡Ah caramba!, de modo que no eran los números de la primitiva…)

—Incluso lo escribí, por si una vez más discutías mis afirmaciones.

(«Discutías mis afirmaciones», ese súbito humor me asombraba…)

—¿Qué significan todas esas historias? ¿Intentan tomarnos el pelo o qué?

El rubiales adopta un aire de adulto con los huevos bien puestos. Los otros dos aguardan. Se oyen portazos. Se hablan. La jefatura. Mi pequeña Thérése, estamos en la jefatura de policía.

—Thérése, ¿quieres explicar a esos señores de qué estamos hablando?

—¿Reconoces que tenía razón?

(Eso es lo que se denomina una «pregunta previa»).

—Sí, tenias razón, Thérése, lo reconozco.

—En ese caso, explicaré a esos señores…

Una frasecita que basta para inmovilizar el decorado. El rubiales se desliza tras una máquina de escribir. Las orejas de los cuatro ojos crecen imperceptiblemente.

—Es muy sencillo, caballeros…

Ella de pie. Ellos sentados. El paisaje ha cambiado. Ella es el Maestro. Ellos son los renacuajos que se desloman para comprender.

—Muy sencillo, cualquiera de ustedes habría podido llegar a las mismas conclusiones. Siempre que se hubiera molestado un poco.

Sí, así comienza, con su voz agria, en el tono de una clase en la Escuela de Policía: «Ejercicio de investigación astral sobre temática de muerte».

Explica con su larga cabeza huesuda emergiendo de las capas de humo, respirando en otra parte, como siempre, explica a «esos señores» que el tema astral de las cuatro víctimas precedentes indicaba con toda claridad que iban a morir de muerte violenta, el mismo día de su muerte, ni la víspera ni al día siguiente, y en aquel lugar geográfico preciso: el Almacén.

—¿Y cuándo llegará el día de mi jubilación? —ironiza el rubiales que desempeña, sin saberlo, el papel de Jérémy.

—Cierra la boca, Vanini —gruñe el sosia de Pat el Patillas arrebatándome la partitura—, ya hemos perdido bastante tiempo.

—Olvídalo y toma su declaración, cualquier cosa, incluso una receta de bizcocho, el jefe llegará de un momento a otro.

Y Jib la Hiena indica cortésmente a Thérése que prosiga.

—En cuanto a la víctima potencial, la quinta —prosigue Thérése—, al no conocer su identidad ni su edad, se trataba para mí ya no de razonar a partir de los parámetros de su nacimiento sino basándome, por el contrario, en un hipotético punto de llegada: lo que ustedes denominan «muerte» y que, evidentemente, sólo es un «paso». Luego, con las bases de un razonamiento deductivo sólidamente establecidas en esta plataforma, intentar remontar el curso del tiempo, hasta descubrir el punto de emergencia del sujeto: lo que ustedes denominan «nacimiento» aunque, claro, es sólo «encarnación».

Los cuatro ojos del comisario Coudrier miran fijamente ante sí, como si no hubiera pared, mientras el rubiales teclea como un demente en la máquina cuya cinta exangüe suelta unas letras pálidas como la muerte. Thérése está lanzada.

—Ahora bien, teniendo en cuenta las fechas de «encarnación» de las cuatro víctimas precedentes, la naturaleza de los tránsitos astrales que fueron el signo de su «paso» en el Almacén, o de su muerte si lo prefieren, descubrí que, con toda probabilidad, el veintiocho de este mes, y en aquel mismo lugar, debía intervenir la muerte violenta por el tránsito de Saturno sobre el Saturno radical.

Thérése, esta mañana, se ha levantado pronto. Ha sido la primera dienta que ha cruzado la puerta del Almacén. Se ha estremecido de horror ante las investigadoras caricias de un agente de policía adormilado. Ha vagabundeado por los pasillos, desiertos todavía, ante la mirada intrigada de las vendedoras que se negaban a creer que aquella inspirada silueta era una ladrona que merodeara. Luego, se ha perdido entre la muchedumbre, inmiscuyéndose en ella por los menores recodos del Almacén, aguardando el instante en que la muerte iba a confirmar sus deducciones, pero temiendo también lo acertado de sus razonamientos, pues no le deseaba la muerte a nadie, pobrecilla, «Ben, ¡tú me crees, dilo, sabes muy bien que nunca te he mentido!» (sí, exactamente la misma frase que la de Jérémy en su cama de hospital), «Te creo, querida, tú nunca has deseado mal a nadie, es cierto, sigue, te escuchamos…», sin saber dónde golpearía la muerte, pero convencida por una luz oscura (el rubiales levanta los ojos de su máquina, eso es, «luz oscura», eso es lo que ha dicho) de que, llegado el momento, sabría el lugar y el instante.

Y, «llegado el momento», han encontrado a una muchacha petrificada ante la puerta cerrada de esos inodoros llegados del frío. Nadie había oído la explosión, la planta estaba, por lo demás, casi desierta en las horas bajas de la tarde: diez minutos antes de cerrar las oficinas y del último aflujo de clientes.

El jefe de sección en persona ha descubierto a Thérése. Un mocetón alto de voz aflautada. Creyendo que no sabía cómo hacerlo, ha intentado abrirle la puerta. Cerrada por dentro. Intrigado, ha esperado. Pero aquella moza alta, desgarbada, muda e inmóvil, le producía un vago acojonamiento. Apeló, pues, a la vía jerárquica. Y esa vía llevaba a la policía.

Que ha forzado la puerta.

Cadáver acribillado.

Y algunas fotografías en las paredes ensangrentadas.

—Y, ¿sabes, Ben?, he encontrado su fecha de nacimiento en el momento exacto de su muerte: el diecinueve de diciembre de mil novecientos veintidós.

La máquina de ametrallar del rubiales se detiene con un hipo de chatarra. Lanza una ojeada estupefacta al pasaporte abierto en su mesa y lee en voz alta:

—Helmut Künz, súbdito alemán, nacido en Idar Oberstein el diecinueve de diciembre de mil novecientos veintidós.

—Supongo que comprende usted la gravedad de la situación, señor Malausséne.

La noche está ya avanzada. Caregga ha acompañado a Thérése hasta mi casa. La propia jefatura se ha adormilado. Sólo la lámpara con reostato del despacho del comisario de división Coudrier indica que la Casa sigue pensando. Está sentado tras su mesa y yo de pie ante él. No hay Elisabeth, no hay tazas de café. Sólo el «educador» frente al otro «educador».

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