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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (8 page)

—¡Un centinela nunca mira sus pies, pequeño, nunca!

Es hermoso. El Almacén toma de pronto proporciones de Gran Cañón. Stojil vela por el mundo.

—¡No dejé pasar ni uno! Afortunadamente, porque si hubiera dejado pasar uno solo, pequeño, tus cajas registradoras devorarían hoy rublos, y no devolverían el cambio.

Palabra, visto de perfil, Stojil tiene ahora realmente aspecto de águila. De un águila en no muy buen estado, es cierto, pero de todos modos ya es algo para el pollito que lo devora con los ojos.

—De modo que, como comprenderás, cuando me dan una bombonera para custodiar, me es fácil todavía descubrir ocho gorgojos.

—Siete —corrige Boca Húmeda—, sólo somos siete.

—Ocho. El octavo ha entrado hace cinco minutos y ninguno de vosotros lo ha advertido.

—¿Alguien ha entrado en el Almacén?

—Por la puerta del quinto, la que da al pasillo de la cantina. No cierra, ya he presentado tres informes al respecto.

Boca Húmeda no espera que concluya la respuesta. Se lanza sobre el micrófono y la información estalla en el silencio del Gran Cañón. Tras ello, nos abandona como un pedo para correr hacia la puerta en cuestión.

Los otros seis polizontes, abandonando sus respectivos departamentos, hacen lo mismo. Les admiramos unos segundos y luego, pasándome el brazo por los hombros, Stojil me devuelve al tablero.

—Tienes que desplegar tus piezas y mantener el centro, Ben, si no lo haces te asfixiarán siempre. Mira, tu caballo negro y tu alfil blanco ni siquiera se han movido.

—Si salgo demasiado pronto, fuerzas el intercambio acabas por joderme con tus peones, a la yugoslava.

—También tienes que aprender a jugar con tus peones a fin de cuentas son los que marcan la diferencia.

Y en este punto de nuestra clase de estrategia se abre puerta de la cabina y entra Julius en persona, Julius bullicioso, risueño, hecho unas pascuas al ver a su dueño, como todos los martes a la misma hora de la noche. Nunca le he negado este placer. Y estamos todavía en el jolgorio del encuentro cuando se abre la puerta por segunda vez, comí una exhalación.

—Oiga, vigilante, no habrá usted…

El pasma, que interrumpe su pregunta al descubrir a Julius, es enorme, un verdadero armario, con la pelambrera a ras de sus espesas cejas, muy negras, un puro producto de los estudios Mack Sennett.

—¡Rediós! ¿Qué hace aquí este chucho?

—Es mi perro —digo.

Pero la Ley no quiere dejarnos gozar por más tiempo su sorpresa. Lo suyo es más bien el terror, ojos desorbitado y chirriar de dientes.

—Pero ¿qué pasa en este tugurio, joder, donde los vigilantes juegan a las cartas y cualquiera puede pasearse por la noche con su chucho?

Improviso una explicación a la gloria del noble juego de ajedrez y en defensa de las viejas costumbres, pero me interrumpe de un hachazo:

—¿Y qué coño hace usted aquí?

Le anuncio que Boca Húmeda me ha dado su autorización.

—Lárguese.

Eso es autoridad pura y simple. Y puesto que, de todos modos, Julius y yo íbamos a hacerlo, nos damos el piro. Regreso, a seis patas, hasta el Lachaise.

—¿Por dónde va a ir?

Anuncio mi itinerario: la puerta hecha polvo de los pasillos.

—¡Y un huevo! Por la puerta de servicio, como todo el mundo.

Cambio de rumbo. Julius y yo bajamos por la escalera mecánica que, en cinco revoluciones, nos escupirá en el departamento de juguetes. A mi espalda, oigo al humanista gritando:

—¡Pasquier, acompaña a ese payaso y a su chucho de mierda!

Y añade:

—El animalucho apesta.

Pasquier, que me sigue los pasos, murmura a mi oído:

—Lo siento, de veras.

Reconozco la voz infantil de Boca Húmeda.

—La jerarquía, amigo. Está usted perdonado.

Delante de mí, Julius se traga, prudentemente, los peldaños de la inmóvil escalera mecánica, de una altura desacostumbrada para él. Su gran culo oscila entre las paredes de formica. El sueño de más de un pastor. Encantado de recuperar, por fin, el suelo llano de la planta baja, se da la vuelta y, saltando con sus cuatro patas, me ofrece un bailecito jubiloso. Lo cierto es que apesta. Tendré que lavarlo.

Cuando llegamos al departamento de los juguetes ocurre la cosa. Algo que seguirá siendo, hasta nueva orden, el recuerdo más penoso de mi vida. El perro, que ha recuperado su paso senatorial, se inmoviliza de pronto. Boca Húmeda y yo estamos a punto de rompernos la cara cuando chocamos con él. Tras el golpe, Julius cae de lado, rígido como un caballo de madera. Tiene los ojos en blanco. Una espesa baba brota a chorros de sus belfos negros y contraídos en un rictus de apocalipsis. Su lengua está tan profundamente enrollada en la garganta que le es imposible cualquier respiración. Mi pobre Julius, hinchado como si fuera estallar. Sí, un cadáver de caballo mucho tiempo después de la batalla. Me arrojo sobre él, zambullo mi brazo en sus fauces distendidas y tiro de aquella lengua como si quisiera arrancársela. Cede por fin, se extiende con un chasquido y de pronto, los ojos de mi perro vuelven a su lugar. Pero la expresión que leo en ellos me obliga a retroceder de un salto. Y entonces comienza a aullar, un aullido lejano de sirena, que asciende y que, ampliándose, llena todo el volumen del Almacén con un terror capaz de despertar a los muertos. Todos los terrores del mundo en un solo e interminable aullido de perro loco.

—Pero ¡hágalo callar, rediós!

Boca Húmeda pierde a su vez los estribos. Sin comprender muy bien lo que hace, lo veo desabrochar el botón di su chaqueta, apartar la tablilla de su funda sobaquera, tornar el arma y apuntar a la cabeza de mi perro.

Mi pie se mueve solo, golpea la muñeca del pasma y la pipa se pierde en algún rincón del Almacén. El tipo queda con el brazo estirado, como si tuviera todavía algo en mano. Una mano que, por fin, cae blandamente. Aprovecho la ocasión para tomar a mi perro en brazos.

¡Es ligero!

¡Ligero como si estuviera vacío!

Y sigue aullando, con esa mirada enloquecida y ése rictus de devorador del mundo.

—¡Porque, además, es epiléptico!

Muy cerca de mi oigo la voz del malvado que acaba comparecer y se desternilla.

15

El Almacén parece llenarse más deprisa a la mañana siguiente. Y sin embargo, los pasmas apostados en todas las entradas realizan minuciosamente su trabajo. Registran todos los bolsos, todos los bolsillos profundos, todas las hinchazones sospechosas. E incluso algunos cuerpos son palpados, en el pecho, en la entrepierna, date la vuelta, la espalda, el bolsillo interior, mírame otra vez, y por fin:

—Pase.

Al parecer, a la clientela le gusta. Una apariencia de peligro que excita el prurito consumista. El deseo, también, de ver a qué se parece un almacén donde estallan bombas. Toman por asalto el departamento de los jerséis. Pero aunque las miradas se arrastren como fregonas, nada, ni el menor rastro de sangre, ni el menor mechón de pelos en la lana, nanay. No ha ocurrido nada. Nada de nada. El mismo dulzarrón arreglo de
Cantando bajo la lluvia
pringa los mismos departamentos donde los mismos clientes se dejan tomar el pelo. Luego, cuatro pequeñas notas que recuerdan el Westminster de mi infancia y la nube de miss Hamilton:

—Señor Malausséne, acuda a la oficina de Reclamaciones.

Comienza mi jornada.

Conocí a esa muchacha, con voz de placebo, al comienzo de mi brillante, carrera. En la cafetería. Bajita, redonda y rosada. Sólo podía imaginarla con nalgas de muñeca. Tanto más cuanto que daba a sus párpados un movimiento de balancín que le cerraba los ojos cada vez que echaba hacia atrás su hermosa cabeza. Aspiraba con una pajita una leche rosada, sin duda el secreto de su tez de pétalo translúcido. Todo comenzó bien entre nosotros. Y no hubiera debido acabar mal. Pero me preguntó mi nombre.

—Benjamín —dije.

—Es bonito como nombre de pila.

Por extraño que pueda parecer, tenía la misma voz que su altavoz: una nube de éter y, pensándolo bien, la misma tez que su voz. Me dirigió una enorme sonrisa.

—¿Y el otro, el verdadero, el apellido?

Lecyfre, que pasaba por detrás, arrojó mi nombre sobre la mesa:

—Malausséne.

La moza abrió unos ojos como platos.

—¡Ah! ¿Es usted?

Sí, por aquel entonces ya era yo.

—Perdóneme, tengo que volver al micrófono.

Ni siquiera terminó su mamadita.

Ese olor a chivo ya…

Precisamente vamos a hablar del oficio en la torreta de Lehmann. Sainclair en persona me aguarda allí. Se ha sentado tras la mesa de mi jefe jerárquico directo, que se mantiene de pie a su lado, con los talones a escuadra, hinchando el pecho, las manos cruzadas a la espalda, la mirada franca. No hay cliente. No hay silla para que me siente. Todo neón. Y la dulce mirada de Sainclair, el jefe de todos nosotros.

—Señor Malausséne, la casualidad me permitió conocer al comisario Coudrier en casa de unos amigos comunes, ¿Sabe usted lo que me dijo?

Advierto lo de la «casualidad», lo de los «amigos comunes»; pienso: mientes, simplemente te ha llamado, y responde.

—Coño, yo no recibí la invitación.

—Y sin embargo fue usted el centro de nuestra conversación, señor Malausséne.

—¡Ah! ¡Eso lo explica todo! —digo.

—¿Qué?

—Mi sueño de esta noche: eructaba Moet et Chandon.

—Esta noche no estaba usted soñando, señor Malausséne, estaba perturbando la buena marcha de esta casa al impedir que la policía y el vigilante nocturno realizaran su trabajo de centinela.

(Las noticias corren como los olores). Lehmann frunce las cejas. Sainclair se confecciona un aspecto francamente desolado.

—Su situación no es muy brillante, señor Malausséne.

(Y no obstante es mejor que la de mi perro. El veterinario de guardia rompió tres agujas en su muslo de cemento antes de poder darle la inyección. Al parecer, los perros epilépticos existen y esta noche estará mejor. Por la mañana, seguía sacándole la lengua al mundo y devorándolo con los ojos. Idéntica rigidez. Idéntica muerte).

—Pero ¿cómo se le ha ocurrido contarle a la policía lo del chivo expiatorio?

Ya estamos. Por eso lo ha llamado Coudrier.

—Me limité a responder sus preguntas.

La mesa está por completo vacía ante Sainclair. Con el reverso del meñique, aparta una mota de polvo ficticia.

—Y sin embargo nos habíamos puesto de acuerdo sobre el precio de su discreción, señor Malausséne.

Su estilo me toca los cojones. Y se lo digo. Le digo también que las condiciones han cambiado notablemente. En su Almacén llueven bombas. La policía busca al bombardero. Están pasando por el cedazo los motivos de descontento de todos los empleados. Y el que tiene peor prensa soy yo, porque me están abroncando de la mañana a la noche. No me parece monstruoso, pues, explicar claramente mi situación al superpasma, para que no se imagine que me paso las noches poniendo barrenos en ese garito para vengarme de mis sinsabores diurnos. (Digo «sinsabores diurnos» al estilo Sainclair).

—Pues es la idea que le ha metido usted en la cabeza al señor Malausséne.

No hay satisfacción alguna en la voz de Sainclair. Parece sinceramente desolado. Explica:

—Ni siquiera he tenido que desmentirle. El comisario Coudrier no creyó una sola palabra de lo que usted le contó. ¿Cómo podría creerle? La función llamada de «Control Técnico» existe en todas las empresas parecidas a la nuestra. Y, teniendo en cuenta su naturaleza, es perfectamente normal que se transmitan las reclamaciones de la clientela…

Le escucho como si estuviera soñando. Esta función es, aquí, puro farol, él lo sabe y yo le digo que lo sabe.

—¡Naturalmente, señor Malausséne! Dado el número de artículos que salen de unos grandes almacenes en una jornada, ¿cómo quiere usted que el Control Técnico pueda controlar algo? Aunque multiplicáramos los controladores como hacen la mayoría de las grandes superficies, el porcentaje de reclamaciones seguiría siendo el mismo. Me ha parecido más rentable, pues, dar a esta función un carácter… ¿cómo decirlo?, de «relaciones públicas», papel que usted asume muy bien, debo reconocerlo, y que tiene doble ventaja de limitar el número de puestos y resolver amistosamente la mayoría de litigios.

En efecto, es su gran teoría. Me la expuso a lo largo y lo ancho el mismo día de mi contratación. ¿Por qué me metí en esta jugarreta? ¿Para reírme? (Muy divertido… ¿Porque mi madre suele fugarse y el paro no le sienta bien al tutor de una familia numerosa? (Caliente, caliente ¿Misterios de mi naturaleza profunda? (Bah…) En cualquier caso, acepté oler a chivo, y es un olor que molesta.

Sainclair debe de leer mis pensamientos pues, en ese estadio de mi mutismo, me plantea una adivinanza:

—Señor Malausséne, ¿sabe usted lo que decía Clernenceau de su jefe de gabinete?

(Me la trae floja).

—Decía: «Cuando me tiro un pedo, él es el que hiede».

Los michelines de Lehmann se agitan convulsivamente. Sainclair añade:

—Hay gente de muy buena posición que es jefe de gabinete, señor Malausséne, ¡incluso se pelean por ello con uñas y dientes!

Soy incapaz de describir a Sainclair. Es apuesto, es fino, es dulce, está situado, diríase un nuevo filósofo, un nuevo romántico, un nuevo
after shave
. Es nuevo y, sin embargo, se alimenta con la semilla de la tradición. Me aburre.

—No se haga pasar por paranoico ante la policía, señor Malausséne. Imagínese que comprueban esta historia de chivo expiatorio cuando interrogan a sus colegas. ¿Qué descubriría el comisario Coudrier? Un Control Técnico que no controla nada y que en consecuencia, no cumple con su trabajo. Es lógico, por lo tanto, que sea convocado continuamente a la oficina de Reclamaciones. Ésta es la conclusión a la que llegaría, inevitablemente, el comisario Coudrier. Y reconocerá que sería el colmo, ¿no? Puesto que, por el contrario, usted hace muy bien su trabajo. —Y ahí (permítanme la originalidad de la expresión) me quedo mudo. Lo que posibilita a Sainclair proseguir:

—Me costó mucho convencer al comisario Coudrier de que estaba usted bromeando. Un consejo, Malausséne, no juegue con fuego.

Advierto la supresión del «señor» y luego, vayan a saber por qué, pienso en el Pequeño, en sus ogros Noel, pienso en la nueva soledad de Louna. Pienso en la carrera-fuga de mi madre, pienso en mi perro súbitamente almidonado, y eso me deja hecho un flan, me pone patas p'arriba, me hace polvo, qué se yo, y contesto:

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