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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (9 page)

—Ya no jugaré con nada aquí, Sainclair, me largo, inclina tristemente la cabeza.

—Imagínese que la policía ha pensado cambien en eso… No se autoriza ningún movimiento de personal hasta que finalice la investigación, ni contrataciones ni despidos. Lo siento, habría aceptado su dimisión con mucho gusto.

—Más lo sentirá usted cuando me mee en los pantalones delante de la clientela, cuando me revuelque por el suelo babeando o cuando me arroje a la garganta de ese saco de medallas para arrancarle a mordiscos las amígdalas.

Sainclair, instintivamente, hace el ademán de contener a Lehmann, que ya no tiene ganas de troncharse.

—No sería mala idea, Malausséne, en estos últimos tiempos el Almacén necesita un culpable. Si quiere usted adoptar el perfil de un dinamitero loco, no se contenga…

La entrevista ha terminado. Es apuesto el tal Sainclair. Es muy joven, es eficiente, es viejo como el mundo. Salgo de la habitación antes que él. Con la mano en el pomo de la puerta me doy la vuelta y planteo mi propia adivinanza:

—Dígame, Sainclair, ¿en qué
Tintín
hay un personaje que sale de una habitación y dice, refiriéndose a otro personaje: «El viejo búho me las pagará»?

Sainclair me responde con una sonrisa infantil:

—Es el profesor Müller en
El país del Oro Negro
.

Yo borraré esa sonrisa.

16

En casa, encuentro a Clara a la cabecera de Julius. Ha hecho novillos para velarlo todo el día.

—Tendrás que hacerme un justificante.

Julius sigue estando igual, acostado de lado, con las patas paralelas, rígido como una bombona. Su corazón late, sin embargo. Resuena en una jaula vacía. Un corazón injertado por Edgar Poe.

—¿Le has dado bebida?

—Lo vomita todo.

Acaricio a mi perro. Su pelo es áspero. Diríase que ha pasado por las manos de un taxidermista loco.

—¿Ben?

Clara me toma del brazo, me obliga a girar suavemente sobre mí mismo y coloca su cabeza en mi pecho.

—Ben, Thérése ha subido a verlo a mediodía. Ha sufrido una verdadera crisis nerviosa. Se revolcaba por el suelo aullando que vela el infierno. He tenido que avisar a Laurent. Le ha dado una inyección. Está abajo. Descansa.

Clara mía… ¡Magnífico programa para un día de novillos!

—¿Y lo han visto los pequeños?

No. Ha pedido a los niños que comieran en la cantina y se quedaran estudiando. Se estrecha un poco más contra mí. Descubro suavemente su oreja, conservando por unos instantes la calidez de su pelo en el dorso de mi mano. Pregunto:

—¿Y tú, no tienes miedo?

—Sí, al principio. Entonces le he hecho una foto.

¡Querida mía, tan atenta, anestesiando el horror a golpe de obturador! Ahora la sujeto con mis brazos estirados Nunca he visto una mirada tan tranquila.

—Algún día venderás tus fotos, y entonces te tocará a ganar las habichuelas.

Ahora es ella la que me mira realmente.

—Ben, si estás harto de ese trabajo, no te creas obligado a conservarlo.

(Dios mío, las mujeres…)

Abajo, Thérése está tendida de espaldas, con la mirada aventosada en el techo. Me siento a la cabecera. Siempre me resulta un problema mimar a Thérése. Diríase que la menor caricia la electrocuta. De modo que lo hago con prudencia. Deposito un beso en su helada frente y digo, con la voz más suave posible:

—No te hagas mala sangre, Thérése, la epilepsia es una enfermedad corriente, benigna, que afecta a gente estupenda, fíjate en Dostoievski…

Nada de nada… Suelto una de las manos que agarra una sábana amarillenta por el sudor seco, le beso uno a uno los dedos, que se distienden y, a falta de algo mejor, sigo con el mismo tema:

—El príncipe Myshkin, ¡un hombre en exceso bueno y epiléptico! Al parecer se siente un extraordinario bienestar cuando se produce la crisis. Julius es un perro demasiado bueno, Thérése, y también un gozador.

Hablarle de goce no es muy adecuado pero, en cualquier caso, la despierta. Su cabeza se vuelve hacia mí:

—¿Ben?

—¿Si, hermosa mía?

—Los dos muertos del Almacén…

(Oh, ¡mierda…!)

—Tenían que morir así, Ben.

(Ya estamos).

—Nacieron el veinticinco de abril de mil novecientos dieciocho lo dice el periódico. Eran gemelos.

—Thérése…

—Escúchame, aunque no creas en ello. Aquel día. Saturno estaba en conjunción con Neptuno y ambos en cuadratura con el Sol.

—Thérése, ángel mío, no es que no lo crea, pero no entiendo nada, te lo suplico, tengo a mis espaldas una dura jornada de curro.

Inútil.

—Esta conjunción indica espíritus absolutamente malvados, propensos a prácticas dudosas o ilícitas.

(«Prácticas dudosas o ilícitas», ya no es el estilo Sainclair, es el estilo Thérése).

—Sí, Thérése, sí…

—La cuadratura con el Sol Índica la sumisión del individuo a fuerzas malignas.

¡Por fortuna, Jérémy no está aquí!

—Y la presencia del Sol en la octava casa es un indicio de muerte violenta.

Se ha sentado ahora al borde de la cama. Su tono no se exalta en absoluto. La erudita serenidad de un informe en el Collége de Francia.

—Thérése, tengo que salir a comprar.

—Acabo enseguida: la muerte interviene por el tránsito de Urano, el destructor, sobre el Sol radical…

—¿Y qué?

(Dicho en un tono jeremyesco que se me ha escapado).

—Pues bien, así era el dos de febrero, el día en que la bomba los mató en el Almacén.

Quod erat demostrandum
. Bueno, ya se ha restablecido por completo. ¿Ataque de nervios?, nunca. Se levanta, ordena la ex tienda, que no ha sido limpiada desde esta mañana. Cuando la emprende con las camas de los pequeños, se me ocurre de pronto una idea.

—¿Thérese?

—¿Sí, Benjamín?

En sus manos, las almohadas recuperan el suave volumen que invita al sueño.

—Los pequeños no deben saber lo de Julius. Está muy feo para que lo vean. De modo que lo atropello un coche, cuando venía a buscarme, ayer por la noche, y lo hemos llevado a una clínica para chuchos. «Sus días no corren peligro». ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Y tampoco subas a verlo.

—De acuerdo, Ben, de acuerdo.

Cuando paseo por Belleville, sea cual sea la hora del día, siempre tengo la sensación de haberme perdido en uno de los álbumes de Clara. Ha fotografiado el jodido barrio desde todos los ángulos. De las viejas fachadas a los jóvenes camellos pasando por las montañas de dátiles y pimientos, lo ha captado todo. Es como si paseara ya en plena nostalgia. (¿Cuántos días de novillos puede representar semejante proeza?) incluso ha grabado la voz del muecín de enfrente de lo de Amar. Este anochecer, mientras dicho muecín recita una azora más larga que el Nilo, una pandilla de árabes y senegaleses echa una partida a la puerta del restaurante. Los dados tamborilean en los cubiletes y saltan sobre una caja de cartón boca abajo. La atmósfera me parece algo más tensa que de costumbre. Y, en efecto, apenas me he hecho esta reflexión, cuando brota una hoja al extremo de un puño tendido, mientras la otra mano arrambla con las apuestas. La hoja vibra junto a la panza de un negro monumental que se pone gris, como en los libros. Pero Hadouch (masticaba indolentemente un pedazo de regaliz apoyado en la pared del figón), Hadouch ha dado un salto. El canto de su mano cae sobre la muñeca del árabe, que suelta el cuchillo con un aullido. Sí no le ha roto la muñeca, está hecho de acero templado. Hadouch mete la mano en el bolsillo del árabe y la saca con el objeto de litigio: una moneda de cinco francos que entrega al senegalés. Luego, puesto que me he acercado, dice:

—¿Te das cuenta, Ben? Meterse con un enorme negro por una perra chica es realmente la crisis.

Y, volviéndose hacia el hombre del cuchillo:

—Tú, mañana, te largas a casa.

—¡No, Hadouch!

Un verdadero grito de angustia. Más fuerte que el dolor de la muñeca.

—Mañana. Prepara tus cosas.

Cuando Amar me ha pedido noticias de los míos hasta la séptima generación y yo he hecho lo mismo, salgo del restaurante llevando en mi pequeño cesto cinco raciones de cuscús y cinco raciones de pinchitos.

—¿Y cómo es esa clínica?

Los pequeños, relucientes como monedas nuevas con sus pijamas limpios, se lanzan a la carrera por los detalles. Y las dos mayores, con sus camisones perfumados, me escuchan como si quisieran también creer ese cuento de la clínica.

—Súper. Lo mejor que hay para un perro de lujo. Tele en cada tugurio con un programa especial según los caracteres.

—Hala…

—Os lo juro.

—¿Y qué programa le ponen a Julius?

—«Tex Avery».

Jérémy se cae del catre.

—¿Iremos a verlo mañana, di, iremos a verlo?

—Imposible, están prohibidos los mocosos.

—¿Por qué?

—Porque podrían contagiar a los chuchos.

Ya está. La velada pasa. Volvemos, claro, al sangriento serial del Almacén, donde ficción y realidad copulan alegremente. Del lado ficción, Pat el Patillas y Jib la Hiena realizan una investigación por las cloacas de París (gracias, amigo Sue), por si desembocaran en pleno Almacén (gracias, Eon Leroux). Por el camino, se encuentran con una pitón neurasténica y la adoptan inmediatamente para amueblar su soledad de
homo urbanus
(gracias, Ajar). Aquí, una pensativa interrupción de Jérémy.

—Dime, Ben, ¿el Stojil ese es tan bueno como guardián nocturno?

—Y tanto, ya lo creo.

—Pues entonces, nadie puede introducir bombas, ni de día ni de noche en ese garito, ¿verdad?

—Me parece difícil.

—¿Ni siquiera por las cloacas?

—Ni siquiera.

Clara se ha levantado para acostar al Pequeño, que se ha dormido sentado muy tieso sobre su gran culo, con las gafas en la nariz. Thérése taquigrafía con tanta seriedad como en la Asamblea.

—Yo sabría cómo hacerlo —dice Jérémy.

—¿Cómo?

—Ya verás.

Ligera inquietud…

17

Durante la noche, me he levantado cinco o seis veces para escuchar la respiración de Julius. Respira, si a eso se le puede llamar respirar. Tengo más bien la impresión de que el aire penetra en su cuerpo y sale de él en un movimiento de ventilación independiente de su voluntad. Respira para sí. Y no hablo ya del olor, cuando la cosa brota de sus abiertas fauces de gárgola alucinada… ¡Y pensar que está vivo!

He combatido la desesperación con algunos pensamientos chuscos. Me he dicho, por ejemplo, que podría aprovechar la ocasión para darle un buen baño, pues esta vez no se largaría exportando montones de espuma por todo el edificio. Pero no me ha hecho reír. He intentado, pues, volver a dormirme. Y sin duda lo he conseguido porque por la mañana me he despertado. De un humor de perros, aunque hoy sea mi día de descanso semanal.

He llamado inmediatamente a Louna.

—¿Eres tú, Ben?

—Soy yo. Pásame a Laurent.

Sollozos al otro extremo del hilo. Su Laurent no ha ido en toda la noche.

—¡Oh, no volverá más, Ben, no volverá más, lo sé!

La crisis. Sé muy bien que si Laurent no está con ella, es que está en el hospital. No hay motivo para preocuparse. Nunca ha podido abandonarla por alguien distinto a sus enfermos.

—Dame el número del hospital.

—¡Oh, Ben, por favor, sé amable con él, es tan desgraciado!

—¡Pero si soy amable! ¡Siempre he sido amable! ¿Con quién no he sido amable yo, joder?

En el hospital, la misma canción. Apenas me lo han pasado cuando el doctor Laurent Bourdin (pasión exclusiva mi hermanita desde hace siete años) se lanza a una explicación de sus angustias ante la paternidad.

—Esperaba tu llamada, Ben, sabía que ibas a llamarme pero, perdóname, eso no cambia nada de nada, no hubiera debido hacerme esa jugada, quitarse el Sterilet a hurtadillas nunca he querido hijos y no los querré nunca, lo sabía y aunque los hubiera querido, me parece que la habría preferido a ella, a ella sola, para toda la vida, no sé si entiendes lo que quiero decirte. Y además, para hacer un trío tienes que quererte a ti mismo, y yo no me quiero, en absoluto nunca he podido tragarme, sin duda por eso soy matasanos Ben, compréndeme, me parece bien que me ame, pero no quiero que me reproduzca, lo comprendes, ¿no? Escúchame, Ben, en cualquier caso, que no se te meta en la cabeza que he querido ofender a la familia…

(«Ofender a la Familia», carajo, ¡está hablando como si yo fuera el Padrino en persona!)

—… pero elija lo que elija, aborte o no, lo nuestro ya se ha jodido, ahora…

Espero a que pierda el resuello para hacer mi pregunta:

—Laurent, ¿cuánto puede durar una crisis epiléptica?

El profesional que hay en él se pone, ipso facto, al aparato.

—¿Me estás hablando de Julius? Algunas horas…

—Ya hace todo un día y dos noches completas.

Silencio. Arrancan sus engranajes de diagnóstico.

—Tal vez sea el tétanos. ¿Habéis hecho ruido a su alrededor?

—No, aparte, del ataque de Thérése, ningún ruido.

—Ve a dar un portazo en tu habitación. Si es el tétanos pegará un salto hasta el techo.

(Delicado procedimiento de investigación). Doy el portazo. Nanay. Julius parece de mármol.

—Pues no lo sé —concluye el doctor Bourdin.

(«No lo sé»… es un médico honesto).

—Laurent, ¿cuánto tiempo puede aguantar un organismo sin comer ni beber?

—Depende de la naturaleza de la enfermedad pero, de todos modos, al cabo de unos días, hay un montón de cosas que se estropean gravemente.

Y ahora reflexiono yo. Lo que le digo es tan sencillo como la desesperación:

—Quiero que salves a mi perro.

—Haré lo que pueda, Ben.

Me hago un café. Cuando lo he bebido, imagino los posos chorreando por las paredes interiores de mi cráneo e intento leer el destino de Julius en los meandros de aquel fluir pardusco. Pero no soy Thérése, los astros no me son colegas, los posos de café apenas pueden servir como abono al negro geranio de mi depre. Depre que me lleva a reconsiderar la radiante sonrisa de Sainclair y mi promesa de borrar aquella certidumbre de blanca dentadura:

Sí, hay algo que hacer por ese lado. Para eso, soy como Julius: me han echado en mi vida de muchos lugares, pero nunca me han obligado a quedarme donde no he querido. Encargarme de Sainclair, pues. ¡Obligarlo a ponerme de patitas en la calle! ¡Eso es, forzarlo a darme puerta! (Ése es uno con el que no voy a ser «amable»). Lo que me evitará pensar en otra cosa. El inicio de una idea comienza a germinar cuando enfilo la primera pernera de mi pantalón. En la segunda, la cosa se precisa. Y no está muy lejos de ser la idea del siglo cuando me abotono la camisa. Y mientras me ato los zapatos estoy ya tan contento que se marcharían sin mí a realizar el genial proyecto. Bajo las escaleras como un tornado arrasador, paso como una tromba por lo de los pequeños, donde tomo prestadas algunas fotos que hizo Clara, salgo y me zambullo en el metro. Es un mes de febrero de lo más invernal, con una clientela de lo más huraña. Jomeini manda a los recién nacidos al matadero, el Ejército Rojo defiende a los hermanitos afganos hasta que se le acaben, Polonia cambia de pogromo, Pinochet tira a matar (Pinochetiramatar), Reagan enjuga, la Derecha dice que es la Izquierda, la Izquierda dice que es la crisis, un kurdo afirma, con pruebas, que es pura mierda, Carolina no quiera reconocer que está preñada, el Secretario General del Partido Comunista sopla en el globo de las encuestas y obtiene un test de alcoholemia, pero yo, yo, Ubú Rey, «ciudadela viva», me relamo tanto que no veo pasar las estaciones que me separan de Actual, el mensual de todos los «yo».

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