Read La felicidad de los ogros Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (5 page)

Clara me lanza una rápida ojeada. Compruebo que el Pequeño se ha dormido y fusilo a Jérémy con la mirada, para que se trague sus habituales dardos. Hecho eso, pongo en mi hermoso rostro tanto interés como puedo.

—Bueno, te escuchamos.

—Nació el veintiuno de enero de mil novecientos diecinueve, Ben, está en su esquela. Aquel día, Marte estaba en conjunción con Urano a trescientos veinticinco grados, y ambos en oposición con Saturno a ciento cuarenta y seis grados.

—¡No jodas!

—Calla, Jérémy.

—Marte, la acción, en conjunción con Urano, el planeta de los trastornos violentos, opuestos a Saturno, indican un temperamento creativo y maléfico.

—¿Estás segura?

—Cállate, Jérémy.

—Marte y Urano en la octava casa anuncian una muerte violenta, la muerte propiamente dicha interviene por el tránsito de Marte sobre la Luna Radical, lo que sucedía exactamente ese veinticuatro de diciembre.

—¡Nooo!

—Jérémy…

8

Al día siguiente no hubo bomba. Ni dos días después. Ni los demás días. La inquietud de los colegas desapareció poco a poco. Pronto fue sólo un tema de conversación. Apenas un recuerdo. El Almacén ha recuperado su velocidad de crucero. Navega alejado de las contingencias explosivas. Lehmann juega al contramaestre con más celo que nunca. Los viejecitos de Théo se creen constructores de imperios. El propio Théo enriquece día tras día el álbum del Pequeño. La pasma sigue registrando a empleados y clientes, que levantan los brazos choteándose. Sainclair ha perdido ochocientos colaboradores para encontrar de nuevo ochocientos empleados. Lecyfre transmite las consignas CGT, Lehmann las consignas de la «Casa». Me abroncan adecuadamente. Perdidos en mi imaginación que va vaciándose, Jib la Hiena y Pat el Patillas comienzan a sacar la lengua. Los niños me amenazan con sustituirme por la tele si fallo. Louna ya no me llama. Todo ha vuelto al orden. Hasta el dos de febrero.

La muchacha es muy hermosa. Del tipo leonado. Una cabellera pelirroja cae en espesas ondas sobre sus anchos hombros que se adivinan musculosos. Tiene unas caderas italianas que se balancean apaciblemente. Ya no es muy joven. Está en la edad de las simpáticas plenitudes. Lo alto de su falda, pegado a las nalgas, revela la huella de unas braguitas minimalistas. Como mi único trabajo es esperar la llamada de miss Hamilton, decido seguir a mi hermosa aparición. Husmea aquí y allá por entre las estanterías. Sus brazos semidesnudos lucen una bisutería medianamente oriental. Tiene unos largos dedos nerviosos, morenos y ágiles, que sólo toman si se enrollan. La sigo con la facilidad del pez en el que me he convertido por las turbias aguas de este almacén. Juego a perderla para ofrecerme el placer de encontrarla de nuevo en el cruce de dos corredores. En estos encuentros falsamente inesperados, permito que la adrenalina erice mis vellos más íntimos. Hay algo que me molesta, no consigo encontrar su mirada. Su melena es demasiado espesa. Y demasiado movediza. Por lo que a ella respecta, está claro que no se fija en mí. (Transparencia de mi traje de trabaj\1\2.\3l jueguecito dura algún tiempo y estoy llegando a un estado de deseo absoluto cuando la cosa se produce. Ella merodeaba desde hacía cinco minutos por el departamento de los pulóveres. De pronto, sus dedos brotan, se enrollan, y un pequeño jersey se ve absolutamente aspirado por la palma de su mano, luego su bolso devora la mano, se la traga y escupe una mano vacía.

La he visto. Pero al otro lado del mostrador, Cazeneuve, el polizonte apropiado, también la ha visto. Por fortuna, estoy más cerca que él. Mientras saca sus colmillos dando una vuelta al departamento, yo recorro los dos pasos que me separan de mi bella ladrona. Meto la mano en su bolso, forzándola a volverse hacia mí, y saco el jersey colocando sobre sus hombros como si se lo probara. Al mismo tiempo, murmuro entre dientes con aire reflexivo:

—No haga el gilipollas, el chivato de guardia está justo detrás de usted.

No sólo tiene el reflejo de no protestar sino que, además, exclama con una hermosa voz ronca:

—Me sienta bien, ¿verdad? ¿A ti qué te parece?

Sorprendido, respondo cualquier cosa.

—Va muy bien con tus ojos, tía Julia, pero no con tus cabellos.

De hecho, sólo veo sus ojos. Dos almendras con lentejuelas doradas, rodeadas por unas pestañas que casi me cosquillean la nariz. Tras aquellas maravillas, otros dos ojos me fusilan. Son los clisos de Cazeneuve. Arrojo negligentemente el jersey en el mostrador, elijo otro y lo pongo ante la muchacha, echando hacia atrás la cabeza con aire entendido. Recuperándose, Cazeneuve interviene. No se anda por las ramas.

—Deja de hacer teatro, Malausséne, he visto perfectamente que la moza mangaba el primer jersey.

—¿«La moza»? ¿Éstas son maneras de dirigirse a la clientela Cazeneuve? ¿Un buen tipo como tú?

Lo digo en el tono soñador de alguien que está pensando en otra cosa. El segundo jersey (decididamente, comienzo a entender de trapitos) sienta a las mil maravillas a mi adorable leona. Y digo:

—Éste te sienta muy bien, tía Julia.

No soy el único que admira a «tía Julia». Cierto número de clientes contiene la respiración. Entre ellos un viejo matrimonio de aspecto enternecido y cabellos albísimos, que llevan un cesto verde y que nos devoran literalmente con los ojos.

—Malausséne, por favor, no me impidas hacer mi trabajo.

Cazeneuve chirría. Mientras, no lejos de allí, uno de los viejecitos de Théo arrambla con un vibrador de masaje.

—No te impido hacer tu curro, Cazeneuve, te impido complacerte demasiado en él.

—Señorita, se ha metido usted el jersey en el bolso, ¡la he visto!

La muchacha se agarra a mi mirada como a una boya de salvamento. Rostro alargado, pómulos altos, labios húmedos.

—¿Te pregunto yo dónde te bronceas, Cazeneuve?

He dado en el blanco. Cazeneuve se hace lustrar gratis su hermosa jeta de terracota, todos los días, en el departamento de lámparas solares. Añado:

—Deja en paz a tía Julia o te soltaré un sopapo.

Y entonces ocurre la cosa, como a cámara lenta, en un Almacén que parece haberse inmovilizado por completo, palidece. Justo a sus espaldas, los dos graciosos viejecitos se vuelven sonriéndose. ¡Y entonces, en pleno centenario, se entregan a un beso de tornillo! Un beso de una sensualidad increíblemente contagiosa. Distingo, entre sus dos vientres soldados, una punta del cesto verde, verde manzana.

Y Cazeneuve recibe el bofetón prometido. Pero no soy yo quien se lo da, sino el brazo arrancado de la anciana. Sigo con la mirada la curva perfectamente dibujada por el geiser de sangre que brota de él. Veo el rostro del hombre, con toda claridad, una mirada incrédula bajo un mechón de cabellos blancos, finos como los de un bebé y cortados a la romana.

Veo la cabeza de Cazeneuve. En su mejilla, repentinamente fofa, repercute la onda de choque hasta el resto del rostro.

Y sólo entonces oigo la explosión. Una pared de ladrillos volatilizada en mi cabeza. Proyectado hacia delante, Cazeneuve nos tumba en la lona a tía Julia y a mí.

9

La ventaja de hallarse en el lugar mismo de una explosión es que nadie te pisotea. Todo el mundo huye del epicentro.

El peso de la muchacha tendida sobre mí me pega al suelo. Diríase que me protege de las ametralladoras enemigas. Pero si lo miras de más cerca, está, sencillamente, desvanecida. La deposito suavemente a un lado, aguantando su cabeza con la palma de mi mano, y le cubro con el vestido las piernas al aire. Cazeneuve está frente a mí, sentado, estático como un chiquillo ante su primer castillo de arena. Está cubierto de sangre y algo en su interior se pregunta, sin moverse, si es suya o de alguien más. (Es la primera vez que lo veo pensar). Algunos metros por detrás de Cazeneuve, dos cuerpos, dispersos y encabestrados al mismo tiempo, yacen en una espantosa bazofia sanguinolenta. Me levanto penosamente. A mi alrededor hay el pánico de un vivero cuando se abre la pesca. Todos los peces quieren salir del agua. Saltan, vuelven a caer, chocan, cambian repentinamente de dirección como si quisieran escapar de una red invisible. Lo más alucinante es que todo ello se desarrolla en un silencio de profundidades marinas. Caen estantes enteros, los maniquíes de escaparate estallan bajo los pies de los fugitivos. Y todo sin un solo ruido. Estoy en el fondo de un gigantesco acuario enloquecido. Tía Julia se despierta a su vez. Veo sus labios que se mueven, pero no oigo nada.
Sordo
. La explosión me ha dejado sordo. Instintivamente, me llevo los dedos a los oídos. No hay sangre. Eso me tranquiliza un poco. Me agacho ante tía Julia y tomo su rostro entre mis manos:

—¿No hay nada roto?

Oigo mi voz como si me telefoneara a mí mismo, la muchacha responde algo, luego hace ademán de darse la vuelta, pero se lo impido. Sin embargo, aquel sangriento revoltijo no me da náuseas, esta vez no. Al parecer, nos acostumbramos a todo. Los dos cuerpos dan la impresión de haber intercambiado sus vísceras en una especie de postrera comunión. Se han fusionado. Del pequeño cesto verde manzana no queda ni rastro. Sus dos vientres lo incubaban y la explosión se ha producido. Dos tipos de blanco se llevan a Cazeneuve, completamente sonado. Me palmean el hombro. Me doy la vuelta. Prueba de que la Historia se repite siempre del peor modo. El pequeño bombero de última vez comienza a explicarme la cosa. Sus dos babosas rosadas bailan bajo el fino bigote. Pero —¡oh alegría!— no le oigo.

Permanecí cuatro largas horas en el hospital. Me inspeccionaron por todas mis costuras. Nada roto. Sentí un placer muy infantil dejándome manipular. Como cuando era un mocoso y mi madre o Yasmina, la mujer del viejo Amar, me bañaban. Mi sordera contribuye al encanto de la cosa. Siempre he pensado que sería un buen sordo y un mal ciego. Apartad el mundo de mis oídos, lo quiero. Tapadme los ojos, me muero. Puesto que todas las cosas buenas se terminan, el mundo acaba abriéndose de nuevo camino hasta mis tímpanos. Oigo las conversaciones de enfermeras y matasanos a mi alrededor. Al principio, no entiendo nada. Como si estuvieran hablando en un compartimento contiguo. Luego, la cosa se precisa. Se trata, sencillamente, de mantenerme en observación una semanita. Es posible haya complicaciones en el cerebro. ¡Una semana de hospital! Desde aquí veo la cara de los mocosos y de Julius.

—¡Ni hablar del peluquín!

Una larga bata blanca de rostro caballuno se inclina hacia mi ¿Decía usted algo?

—Sí, he dicho no, no quiero quedarme aquí, me encuentro muy bien, no hay problema, voy a marcharme a casa.

—La bata blanca se remite a otra bata más blanca todavía, censada por una panza oronda.

—No podemos dejarlo marchar, amigo. No antes de haber hecho las radiografías necesarias.

Estoy todavía tendido en la camilla de curas. La panza enorme habla justo delante de mi nariz. Todas esas barrigas trampa… ¿Y si me estallara también él en las narices?

Digo:

—Tampoco pueden retenerme contra mi voluntad.

Fuera, ya hace tiempo que es de noche. Mientras camino hacia el metro, un coche circula junto a la acera hasta llegar a mi altura y da un bocinazo. Una bocina de los años cincuenta. De las que hacen «tut». Me doy la vuelta. Tía Julia, en el interior de un cuatro caballos amarillo limón, me invita con grandes aspavientos.

—¿Va a pie? Suba, lo llevo.

Subo en la reliquia de tía Julia.

—¿Le han hecho firmar un descargo? A mi también. Se cubren las espaldas, es normal.

Conduce su cuatro caballos como si fuera un paquebote, sin sacudidas. Una especie de proeza cuando conoces ese trasto. Navegamos hacia el Pére-Lachaise. Tía Julia habla. Habla y yo recuerdo el cesto verde manzana y los vientres que se cierran. Luego, la mirada aterrorizada de Cazeneuve. Cazeneuve no tiene nada, me dejaría cortar el brazo. Está conmocionado, eso es todo. La carga ha estallado en el nido hermético formado por los dos vientres. Como en el interior de un huevo blando.

—¡Estaban empalmados como ángeles!

¿Ángeles empalmados? ¿Qué ángeles? ¿Quién está empalmado? Tía Julia me mira con ojos velados por una indecible nostalgia. Dice:

—Los sandinistas. Empalmaban como ángeles. Indefinidamente. Jodían riendo. Y, cuando gozaban, lo hacían a largos chorros ardientes, hasta la total extinción de mi incendio. Lo experimenté una sola vez, en Cuba, justo después de la revolución. Yo tenía catorce años. Fue dos días antes de que mi padre el cónsul se hiciera expulsar. Luego volví, pero todo había terminado: era ya la erección del realismo socialista, el coito estajanovista…

Calló unos momentos. El tiempo de permitirme recuperar el aliento. (¿Ha sido la bomba lo que la ha puesto en ese estado?). Un semáforo rojo pasa al verde. Tía Julia se pone en marcha al mismo tiempo que su cafetera.

—Ahora, también Nicaragua está jodida… El placer constructivo.

Su rostro, retorcido en una expresión de asco, se relaja bruscamente, y su hermosa voz ronca se zambulle de nuevo en afortunadas certidumbres:

—Afortunadamente, siempre quedarán los mois, los maoríes, los satarés…

Digo:

—¿Los satarés?

—¡Los satarés de la Amazonia brasileña! —Y amplía—: Tienen unos músculos largos, netos, bien dibujados. Sus hombros y sus caderas no se deshacen entre tus dedos. Su picha tiene una suavidad satinada que no he encontrado en ninguna otra parte. Y cuando te la meten, se iluminan desde el interior, como un Callé 1900, soberbiamente cobrizo.

Y así, mientras el París invernal y nocturno desfila por los flancos de nuestra piragua, tía Julia desarrolla el suntuoso cuerpo de su teoría. A su entender, sólo los revolucionarios al día siguiente de la victoria y los grandes primitivos joden correctamente. Unos y otros tienen la eternidad en la cabeza. Joden en presente de indicativo, como si debiera durar siempre. En todo el resto del mundo, se polvea en pasado o en futuro, se conmemora o se erige, se perpetúa o se multiplica, pero nadie se ocupa de sí mismo…

La voz se ha vuelto extraordinariamente convincente.

—Me refiero a ocuparse de sí mismos, allí, del uno y del otro, al instante, de ti y de mí…

Foco sobre tía Julia, No aparto de ella mis ojos ni un solo segundo. Sus contornos están irisados por las luces de la ciudad. Y luego, de pronto, se me aparece por completo, en la salpicadura de un escaparate de luminarias. (
Mamma mia
)

Other books

A Hasty Betrothal by Jessica Nelson
Desires of the Dead by Kimberly Derting
The Know by Martina Cole
Avenger by Su Halfwerk
Is by Derek Webb
It Had To Be You by Janice Thompson
In My Father's Country by Saima Wahab
The King's Gold by Arturo Pérez-Reverte


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024