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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (3 page)

—¿Está usted casado?

El agua azucarada canta en la cafetera de cobre.

—No.

He puesto tres cucharadas de café turco molido y remuevo lentamente hasta que la mezcla se vuelve aterciopelada como la voz de Clara.

—¿Los niños de abajo?

Luego lo pongo todo al fuego y dejo que suba, aunque procurando que el café no hierva.

—Hermanastros y hermanastras, son los hijos de mi madre.

Tras permitir que su lapicero ennegrezca el cuaderno, el inspector Caregga suelta su siguiente pregunta:

—¿Y los padres?

—Diseminados.

Echo una ojeada por la puerta de la cocina. Caregga escribe, aplicado, que mi pobre madre disemina los hombres. Hago luego mi aparición, con la cafetera y las tazas en la mano. Vierto el espeso jugo. Detengo la mano que el inspector ha alargado.

—Aguarde, hay que dejar que el poso descanse antes de beber.

Deja que el poso descanse.

Julius, sentado a sus pies, le mira con pasión.

—¿Cuál es su función en el Almacén?

—Recibir broncas.

No dice ni mu. Escribe.

—¿Oficios anteriores?

Carajo, la enumeración puede resultar muy larga: encargado de mantenimiento, camarero, taxista, profesor de dibujo en una institución piadosa, encuestador publicitario, probablemente olvido alguno, y Control Técnico en el Almacén, mi último trabajo.

—¿Desde?

—Cuatro meses.

—¿Le gusta?

—Es como todo, demasiado bien pagado por lo que hago, pero no lo bastante por lo que me aburro.

(¡Elevemos el debate, diablos!)

Anota.

—¿No advirtió usted nada anormal, ayer?

—Sí, estalló una bomba.

Y ahí, sin embargo, levanta la cabeza. Pero utiliza exactamente el mismo tono impasible para precisar:

—Me refiero a antes de la explosión.

—Nada.

—Al parecer, fue usted llamado tres veces a la oficina de Reclamaciones.

Ya estamos. Le cuento lo de la cocina, la aspiradora y la nevera pirómana.

Se echa mano al bolsillo interior y extiende ante mí el plano del Almacén.

—¿Dónde está la oficina de Reclamaciones?

Se la muestro.

—En ese caso, pasó al menos tres veces por el departamento de juguetes.

¡Cómo deduce este tipo!

—En efecto.

—¿Se detuvo usted allí?

—Diez segundos en el tercer viaje, sí.

—¿Observó algo anormal?

—Salvo por el hecho de que me apuntó un AMX 30, nada.

Anota en silencio, encapucha su bolígrafo, apura de un trago el café, poso incluido, se levanta y dice:

—Esto es todo, no salga de París, es posible que debamos hacerle más preguntas, hasta la vista, gracias por el café.

Bueno. No sólo en las películas se queda la gente mirando largo rato una puerta cerrada. Julius y yo quedamos seducidos por la franca naturaleza del inspector Caregga. El tipo tiene un gran porvenir en la brigada de la risa. Pero ya tengo el relato que serviré esta noche a los niños. Será idéntico, salvo porque las réplicas brotarán como cohetes, marcadas por el sello de un humor definitivo, nos separaremos con una mezcla explosiva de odio, desconfianza y admiración, y los pasmas serán dos, dos tiparracos de mi invención que los niños conocen muy bien: uno bajito, hirsuto, con la atormentada fealdad de una hiena, y el otro enorme, calvo, a excepción de unas patillas «que abaten sus signos de admiración en las poderosas mandíbulas».

—¡Jib la Hiena y Pat el Patillas! —gritará el Pequeño.

—Jib la Hiena por su nombre y su jeta —precisará Jérémy.

—Pat el Patillas por su nombre y sus pelluzgones —precisará el Pequeño.

—Más malo que Ataúd Ed Johnson y más loco que el Checo sin Fondos.

—¿Son amigos? —preguntará Clara.

—Hace quince años que no se separan —responderé—. Son incontables ya las veces que se han salvado mutuamente la vida.

—¿Qué trasto tienen? —preguntará Jérémy que adora la respuesta.

—Un Peugeot 504, rosa, descapotable, con seis cilindros en V, peligroso como un lucio.

—¿Su signo del zodíaco? —preguntará Thérése.

—Tauro, ambos.

Cuando me reúno con los niños, tras la marcha de Caregga, el árbol de Navidad brilla con todo su fulgor, como suele decirse. Jérémy y el Pequeño lanzan gritos de gaviota en un océano de papel de regalo. Thérése, con cejas profesionales, copia mi relato de ayer por la noche en una flamante máquina de margarita. Louna, que nos visita, contempla el cuadro familiar con lágrimas en los ojos y los pies abiertos, como si estuviera preñada de seis meses. Advierto la ausencia de Laurent. Clara navega a mi encuentro, con un vestido de punto que le da un hermoso cuerpo llameante. Lleva en las manos la antigua Leica que me envidiaba, en silencio, desde hacía años y que he acabado sacrificando a su pasión por la fotografía. Théo eligió el vestido. En este campo, siempre hay que confiar en los hombres que prefieren a los hombres. (Tal vez sea un prejuicio).

—Toma, Benjamín, es para ti.

Lo que Clara me entrega está muy bien empaquetado. Está en la caja de cartón, está entre papel de seda, son unas pantuflas forradas con nata batida, exactamente lo que quería, es Navidad.

5

Al día siguiente, veintiséis, de nuevo al tajo. Como todos los días, Julius me acompaña al metro Pére-Lachaise, luego se va a ligar a Belleville mientras yo me gano su condumio. Su pelota nueva está atrapada entre sus babosas fauces desde anteayer por la noche.

En el periódico que acabo de comprar, hablan largo y tendido del «monstruoso atentado del Almacén». Como un solo muerto no basta, el autor del artículo describe el espectáculo al que habríamos podido asistir si hubiera habido una decena. (Si realmente queréis soñar, despertad…) Luego el plumífero consagra, de todos modos, algunas líneas a la biografía del difunto. Era un honesto mecánico de Courbevoie, de sesenta y dos años, por el que todo el barrio derrama lágrimas, pero que «por fortuna» era soltero y sin hijos. No es una alucinación, en efecto he leído «por fortuna soltero y sin hijos». Miro a mi alrededor: el hecho de que el Dios Azar se cargue «por fortuna» a los solteros preferentemente, no parece perturbar el mundillo familiar del metropolitano. La cosa me pone de tan buen humor que bajo en Republique, dispuesto a hacer el resto del camino a pie. Mañana de invierno, sombría, pringosa, glacial, repleta. París es un charco donde se embarra el amarillo de los faros.

Temía llegar con retraso, pero el Almacén se ha retrasado más que yo. Con sus persianas metálicas bajadas ante sus inmensos escaparates, produce el efecto de un paquebote en cuarentena. De sus calderas subterráneas sube un vapor que se deshilacha en la bruma matinal. Aquí y allá, pequeñas presencias luminosas me indican, sin embargo, que el corazón late. Dentro, hay vida. Penetro, pues, y me inunda enseguida la luz. Cada vez la misma sorpresa. Cuanto más oscuro y siniestro es el exterior, más brilla el interior. Toda aquella luz que cae corno una cascada silenciosa de las alturas del Almacén, que rebota en los espejos, los bronces, los vidrios, los falsos cristales, que fluye por los pasillos, que os espolvorea el alma; toda esa luz no es que ilumine: inventa un mundo.

En eso estoy soñando mientras un polizonte de dedos ágiles me registra de pies a cabeza, hasta que advierte por fin que no soy una bomba atómica y me deja pasar.

No he llegado el primero. La mayoría de los empleados están ya reunidos en los pasillos de la planta baja. Todos miran hacia arriba. Mujeres en su mayoría. Sus ojos brillan con un fulgor turbio como si estuvieran escuchando al Espíritu Santo. Arriba, en la pasarela de mando, Sainclair ronronea por un micrófono. Rinde homenaje al «maravilloso comportamiento del personal» en los últimos «acontecimientos». Asegura toda la simpatía de la Dirección de Chantredon: el tipo que viajó a través del escaparate de cosméticos y que cura sus heridas en el hospital. Se excusa ante quienes fueron visitados ayer por la policía. Todos los empleados deberán pasar por ello, «incluida la Dirección», pero con el único objetivo de «aportar a la investigación los elementos necesarios para llevarla a buen puerto».

Por lo que a él, Sainclair, se refiere, ni por un segundo se le ha ocurrido que el atentado pueda ser obra «de uno de mis colaboradores». Ya que nosotros no somos «sus empleados», sino «sus colaboradores», como ha declarado solemnemente ante el Consejo de Administración. Mil excusas a los ««colaboradores» por el pequeño registro al entrar. Él mismo se ha prestado a ello, y también los clientes lo sufrirán mientras dure la investigación.

Miro a Sainclair. Es muy joven. Ha ascendido muy deprisa. Tiene una autoridad suave. Sale de una escuela superior de comercio donde, en primer lugar, le enseñaron a impostar la voz y a vestirse. Lo demás llegó por sí solo. Habla casi con ternura y, bajo su rubio mechón, se filtra una dulce mirada transida de tristeza. A Sainclair le duele el Almacén. Los colaboradores que rodean al jefe de personal, responsables de planta, cómitres de primera clase, tienen una jeta más adecuada al empleo. Están todos alineados a cordel, a lo largo de la dorada balaustrada del primer piso. Ponen cara de circunstancias. Si se aguzara el oído, podría oírse cómo crecen las medallas en sus pechos responsables. La idea me da risa. Me río. El tipo que está ante mi se da la vuelta. Es Lecyfre, el delegado de la CGT en carne y matices.

—Ya está bien, Malausséne, cierra la boca.

Mis miradas se posan en la muchedumbre estática, luego en la nuca afeitada de Lecyfre, luego de nuevo en la tribuna oficial. No cabe duda, el tal Sainclair tiene un don. Ha comprendido algo que yo no comprenderé jamás.

Dejo que la misa siga sin mi y me largo al vestuario. Abro mi armario metálico, saco mi traje de trabajo. No me pertenece, lo presta la empresa. Ni demasiado antañón ni demasiado a la moda. Apenas un no sé qué de gris, de polvoriento, de en exceso honesto. El traje de alguien a quien le gustaría comprarse otro. Lo llevo bajo el brazo, como si fuera la primera vez. Una voz chabacana me arranca de mis pensamientos:

—¿Tienes algún plan, Ben? ¿Quieres cambiarlo por uno de los míos?

Es Théo, emperifollado por Cerutti esta mañana. Cambia tan a menudo de traje para sus sesiones de fotomatón que su armario está de bote en bote y también ha invadido el mío. Compartimos la llave. Cada mañana, extirpo mi traje de trabajo de su guardarropía espagueti-hollywoodiense.

—En serio, ¿quieres uno? ¡Sírvete!

Mi mano lo rechaza.

—Gracias, Théo, sólo me preguntaba, viendo la alegría del uniforme, si realmente estaba yo hecho para este curro.

Y, entonces, en su jeta se abre una amplia sonrisa.

—Es exactamente la pregunta que me hago, ante mi guardarropía, todas las mañanas. Me digo que estaba hecho para ser hetera, y resulta que soy maricón.

Tras ello, ambos nos encontramos en el sótano, en el reino del bricolaje, su imperio. Llega cada mañana más de media hora antes que sus vendedores. Recorre los pasillos vacíos como Bonaparte recorría las prietas filas de sus guripas antes de la hecatombe. Al pasar lista, le salta a los ojos la falta de la menor tuerca, el más pequeño rastro de confusión en los aparadores le hiere cruelmente.

—¡Es que mis viejecitos arman un follón terrible!

Suspira. Lo devuelve todo a su lugar. Podría ordenar por completo el sótano con los ojos cerrados. Es su territorio. Cuando estamos los dos solos, reina allí un silencio anterior a la creación del mundo.

—¿Le gustó a Clara su vestido?

—Una maravilla sobre una maravilla, Théo.

Susurramos. Encuentra un timbre eléctrico en la cubeta de las ruedas para sillones.

—Ya ves, en mis ancianos la memoria es lo que primero chirría. Toman cualquier cosa y la dejan en cualquier lugar, para tomar otra cosa. Ávidos y apasionados como bebés…

El reinado de los viejecitos de Théo data de cuando era un simple vendedor de herramientas. Era tan amable con los desechos del barrio que éstos iban a mangonear tranquilamente en sus dominios, días enteros y cada vez en mayor número.

—Salí de la calle y sé lo que es eso, no quiero dejarles ahí, podrían ir por mal camino.

Eso es lo que responde a quienes refunfuñan por esa invasión de centenarios.

—Aquí tienen la sensación de reconstruirse un mundo, y no cuesta nada.

Cuanto más ascendía Théo, más aumentaba el número de los víejecitos. Llegaban de los más alejados hospicios. Y, desde que Sainclair le coronó Emperador del Bricolaje (no sólo puede reconstruir París con cualquier cosa sino que también puede vender una segadora de césped a alguien que desea arreglar su cuarto de baño), todo el sótano pertenece a los viejecitos de Théo.

—Un adelanto de su paraíso.

—¿De dónde sacaste los delantales grises?

—Liquidación de un orfelinato, cerca de mi casa. Así al menos, cuando lo llevan, siempre sé dónde están.

A mediodía, en el pequeño figón donde huimos de la cantina, Théo se permite una súbita carcajada.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Lehmann hace correr el rumor de que soy gerontófilo. Como quien dice un pedófilo de la tercera edad. ¿Te das cuenta?

(Tierno Lehmann…)

—Mira, a propósito de pedofilia, dale eso al Pequeño, para su álbum.

Es otra fotografía. Traje color burdeos, terciopelo sedoso, mimosa en el ojal. A su espalda, la leyenda que el Pequeño copiará con una caligrafía de trazos gruesos y trazos finos.

Eso es cuando Théo hace la golondrina.

Que quien quiera comprender, comprenda. Théo comprende. Y los innumerables amigos de Théo, que encuentran sus mensajes fotográficos clavados en su puerta cuando no está. ¿Y el Pequeño? ¿Tengo que prohibir esa colección? Sé que lo de Théo no es la infancia, pero de todos modos…

6

A primeras horas de la tarde, dos o tres reclamaciones han caído ya en la papelera. Una de ellas, un serio follón de camas. Lehmann me reclama. Paso ante el departamento de juguetes. No quedan rastros de la explosión. El mostrador no ha sido reparado sino sustituido, durante la noche, por otro idéntico, exactamente. Una impresión extraña, como si la explosión no se hubiera producido, como si hubiera sido víctima de una alucinación colectiva. Como si intentaran cortarme un retazo de memoria. Pensamientos desmoralizadores mientras la escalera mecánica sumerge el departamento de juguetes en las hormigueantes entrañas del Almacén.

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