—Aunque también hemos consultado su lista de clientes. Es impresionante y se ajusta muy bien a nuestras necesidades —comentó Annabelle.
Caleb se inclinó hacia delante y dio un golpecito con el cigarrillo en la madera tallada del escritorio de Friedman.
—Nos resultaría útil que nos explicara un poco su experiencia. Queremos hacerlo bien. Nuestro modelo de negocio muestra una vía clara hacia unos ingresos de miles de millones de euros o, más bien, dólares. Tenemos que empezar con buen pie. Es imprescindible.
—Por supuesto. —Friedman les explicó su origen, estudios y experiencia laboral y aspectos en los que podría ayudarles. Cuando la reunión estaba a punto de concluir, Friedman añadió—: Para el tipo de trabajo que requieren, calculo que bastará una cuota de diez mil dólares al mes. Esa cuota se limita al trabajo realizado de acuerdo con el marco de honorarios normal. Para encargos que vayan más allá de este ámbito, el precio será mayor. Todo está explicado en nuestro acuerdo estándar sobre honorarios.
—Por supuesto —dijo Annabelle—, parece lógico.
—¿De qué parte de Alemania es usted?
—De Berlín, pero me crie en otro lugar.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En muchos sitios —dijo Annabelle bruscamente.
—Es muy cosmopolita —añadió Caleb—, y reservada.
—No tiene nada de malo en un mundo en que todos vigilan al prójimo —dijo Friedman con tono desenfadado.
—Seguiremos en contacto —dijo Annabelle—.
Auf Wiedersehen
.
—
Ciao
—añadió Caleb.
Por si les seguían, Annabelle y Caleb condujeron primero a un restaurante y luego a un hotel. Subieron en el ascensor y Annabelle abrió la puerta de su habitación. Stone y Chapman les esperaban allí sentados.
Les relataron con pelos y señales su encuentro con Friedman.
—¿Creéis que sospecha algo? —preguntó Chapman.
—Si de verdad es tan buena, sospecha de todo —respondió Annabelle mientras Stone asentía—. Está claro que tiene un negocio de grupos de presión que funciona —añadió Annabelle.
—Por su lista de clientes y por su historial sabíamos que era cierto —dijo Stone—, pero eso no le impide tener un segundo empleo.
—O que los grupos de presión sean su tapadera y su principal actividad sea el espionaje —añadió Chapman.
Annabelle se pasó una mano por el pelo y se quitó la peluca.
—¿A alguien se le ocurre cuál podría ser su enfoque?
—Como os he dicho, sospecho que está implicada en algún plan dirigido por la inteligencia de Estados Unidos.
—¿Y por eso estaba en el parque aquella noche? —preguntó Caleb.
Stone asintió.
—Exactamente. El hombre al que Harry está siguiendo podría ser su contacto. Es mi teoría. Todavía no hay nada confirmado.
—¿Y el hombre al que Harry sigue? ¿Qué pasa con él?
—Nosotros somos quienes tenemos que descubrirlo.
—¿A través de Friedman?
—Sí, pero sin que Friedman lo sepa. No me fío de ella.
—Pero ¿qué relación tiene todo esto con la bomba? —preguntó Caleb.
—No sé si la tiene —reconoció Stone—. Podría darse el caso de que fuese una coincidencia que los dos estuvieran allí aquella noche. ¿Cómo habéis quedado con ella?
—Que seguiríamos en contacto —dijo Annabelle.
—Entonces, ¿qué habéis conseguido? —preguntó Chapman—. Chicos, ya sé que sois buenos, pero no sabemos nada más sobre ella.
—Lo cierto es que sí —afirmó Annabelle. Abrió el bolso, sacó una cajita de plástico y vieron la impresión de una llave en un molde—. Le saqué la llave del despacho del bolso cuando Caleb le pidió que le enseñara un cuadro del vestíbulo y yo me excusé para ir al baño. Puedo conseguir una copia de la llave rápidamente.
—Tiene un sistema de seguridad —dijo Caleb.
—Pero el teclado está en la puerta delantera —dijo Annabelle—. Anoche observamos la oficina. Friedman fue la última en marcharse a las siete y tecleó el número. Lo grabé con mi cámara desde el parque mientras fingía hacerles fotos a las estatuas.
Chapman miró a Stone.
—Entonces ¿vamos a entrar en su oficina?
—Yo sí, tú no.
—¿Por qué yo no?
—Eres demasiado oficial.
—Tú también tienes placa.
—Siempre he considerado que esa situación era temporal. Tú, por el contrario, aspiras a ascender.
—¿Cuándo vas a hacerlo? —preguntó Chapman.
—¿Por qué?
—Para decirle a la poli que te espere.
Annabelle la miró con cara de enfado.
—¿Tú de qué lado estás?
—Pero si me dejas ir no se lo diré a nadie —sugirió Chapman.
—No me gusta la idea —dijo Stone.
—No paras de sermonearme sobre el compañerismo y la lealtad.
—De acuerdo —accedió Stone finalmente—. Tú y yo.
Annabelle empezó a quejarse.
—Pero …
Stone le puso una mano en el hombro.
—Por favor, Annabelle, déjalo estar.
—Pero nosotros hicimos el trabajo duro y resulta que vosotros os lo pasáis en grande desvalijando el lugar —dijo Caleb.
A Annabelle le hizo gracia el comentario.
—Has llegado muy lejos, señor bibliotecario. Y, por cierto, me ha gustado un montón tu pinta de metrosexual cuando hemos ido a ver a Friedman.
Caleb se alegró.
—Gracias. Siempre he pensado que … —Empezó a hablar y la miró—. ¿Metro qué?
—Buena suerte —dijo Annabelle a Stone. Se giró hacia Chapman—. Cúbrele las espaldas, y lo digo en serio.
—Lo haré —prometió Chapman.
Stone y Chapman caminaban a paso ligero por la calle. Stone llevaba traje y un maletín. Chapman vestía falda y tacones con un chal alrededor de los hombros. Llevaba un bolso grande. Cruzaron el parque y llegaron a Jackson Place y Stone introdujo la llave en la puerta de la oficina de Marisa Friedman. Entraron y Chapman marcó el código en el teclado de seguridad y dejó de oírse el pitido. Stone cerró la puerta detrás de ellos y se internó en el edificio.
Había suficiente luz de ambiente procedente del exterior para que vieran por dónde iban, aunque Chapman se golpeó la pierna con un escritorio.
—Según Annabelle, el despacho de Friedman está en la planta de arriba, en la parte de atrás —dijo mientras se frotaba el muslo.
Al cabo de una hora estaban el uno frente al otro, con una sensación de fracaso evidente en la expresión.
Stone se encaramó al borde del escritorio de Friedman y miró en derredor. Habían repasado todos los archivos en papel, pero Stone se imaginaba que habría mucha información en los ordenadores. El sistema estaba protegido con una contraseña y, aunque probaron unas cuantas, no dieron con la correcta.
—¿Se te ocurre alguna idea brillante? —preguntó Chapman.
—No. Tendríamos que haberle dicho a Harry que nos acompañara. Probablemente habría podido entrar en el ordenador.
—Deberíamos largarnos.
Bajaron las escaleras. Stone lo vio primero, al otro lado de la ventana. Corrió hasta el teclado numérico, activó el sistema y entonces tiró de Chapman para que entrara en un despacho interior de la primera planta.
Al cabo de unos instantes la puerta se abrió y sonó el pitido del sistema de seguridad. Marisa Friedman pulsó las teclas adecuadas y el pitido cesó. Cerró la puerta tras de sí y subió las escaleras.
Stone abrió un poco la puerta y se asomó, con Chapman a su espalda.
—¿Nos marchamos mientras está ocupada? —sugirió Chapman.
—No, esperamos.
Pasaron veinte minutos y entonces él y Chapman oyeron unos pasos que bajaban y Stone cerró la puerta lentamente. Oyeron que el sistema de seguridad volvía a activarse y al cabo de unos segundos la puerta se cerró.
Stone contó hasta cinco y luego miró hacia el exterior.
—Despejado. Vamos.
Consiguieron abrir y cerrar la puerta en el intervalo durante el cual se armaba el sistema de seguridad.
—¡Allí! —gritó Chapman señalando hacia el norte, donde Friedman estaba a punto de doblar la esquina en Decatur House.
—¿Oliver? ¿Agente Chapman?
Se giraron y vieron a Alex Ford observándoles.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —espetó Chapman.
—Vigilando el perímetro de seguridad, aunque no es asunto tuyo —replicó Alex. Miró a Stone—. ¿Oliver?
—Lo siento, Alex. No hay tiempo. Te lo explicaré luego.
Stone agarró a Chapman del brazo y se marcharon rápidamente, y Alex se quedó boquiabierto mirándoles.
—Está entrando en un taxi —dijo Chapman al cabo de un momento.
—No hay problema. —Stone paró otro taxi que pasó al cabo de unos instantes. Subieron al mismo, Stone le enseñó la placa al taxista y le ordenó que siguiera al otro vehículo.
El taxi giró por una calle y luego otra en dirección oeste.
—Me resulta familiar —dijo Stone.
—¿El qué? —preguntó Chapman.
—La Universidad George Washington. Podía haber ido andando. Hace una tarde agradable.
—¿Sabes adónde va? —preguntó Chapman.
—Creo que sí.
—Pues desembucha —dijo Chapman exasperada.
El taxi se detuvo junto a la acera. Observaron cómo bajaba Friedman.
—Va a ver a Fuat Turkekul —dijo Stone.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Chapman.
—Porque es el edificio en el que le conocí.
—Pues vamos a ver qué están tramando.
En ese preciso instante un todoterreno dio un frenazo delante de su taxi, y otros dos, detrás. Les rodearon hombres armados antes de que tuvieran tiempo de reaccionar. Les obligaron a salir del vehículo y a entrar a empujones en uno de los todoterrenos, que se puso en marcha antes de que recobraran el aliento. Stone miró hacia atrás y vio que Marisa Friedman les observaba. Resultaba obvio que había interpretado su papel a la perfección para tenderles una trampa. Sin embargo, su expresión no era triunfante. En realidad se la veía un poco triste, pensó Stone.
Al cabo de veinte minutos les hicieron entrar en un edificio de aspecto abandonado. Subieron una escalera apenas iluminada hasta llegar a una puerta. Cruzaron esa puerta y luego otra. Les obligaron a sentarse y los hombres armados se marcharon cerrando la puerta detrás de ellos. Se encendió la luz y alguien se movió en la parte delantera de la sala.
Adelphia estaba allí sentada con las manos en el regazo.
A Riley Weaver se le veía sumamente contrariado.
Sir James McElroy parecía más que nada intrigado.
—¿Qué coño vamos a hacer con vosotros? Estáis en todas partes —dijo Weaver.
McElroy apoyó los codos en la mesa y formó una tienda con las manos.
—¿Cómo es que os habéis interesado por Marisa Friedman?
—Era la única que quedaba —dijo Stone.
—¿Y habéis deducido adónde se dirigía?
—A ver a Turkekul.
McElroy miró a Weaver y luego a Adelphia.
Stone se dirigió a McElroy.
—¿O sea que por eso, cuando me enteré de tu relación con Turkekul, no quisiste responder a mi pregunta?
—¿Te refieres a si te ocultaba algo más? Debo decir en mi defensa que entré en el juego cuando ya había empezado, y cuanto más profundizábamos en el mismo, más enrevesado se volvía. Reconozco que es la partida de ajedrez más intensa de mi carrera, Oliver. De verdad que sí. Espero estar a la altura de las circunstancias.
Stone se volvió hacia Weaver.
—¿Y tú estás a la altura de las circunstancias?
Weaver se sonrojó.
—Estamos haciendo lo que podemos en unas circunstancias sumamente adversas. Un pequeño paso en falso y se va todo al garete. Eso es lo que habéis estado a punto de conseguir esta noche.
—¿Cómo nos habéis localizado? —preguntó Chapman.
—Fácil. Hemos seguido a Friedman y hemos visto que la seguíais.
—¿Por qué seguís a vuestra propia agente? —inquirió Stone.
—Porque es sumamente valiosa y porque nos preocupamos de los nuestros.
—He visto que nos miraba cuando nos habéis detenido. No parecía sorprendida.
—La hemos telefoneado e informado nada más veros.
—¿O sea que no lo ha sabido hasta entonces? —preguntó Stone.
—¿A ti qué más te da? —bramó Weaver.
—¿Cuál es el verdadero objetivo de Fuat Turkekul? —preguntó Chapman—. No va a por Bin Laden, ¿verdad?
—¿Desde cuándo sospecháis que es un traidor? —dijo Stone.
Weaver pareció sorprenderse, Chapman se quedó conmocionada, pero McElroy asintió con aire pensativo.
—Me imaginaba que lo descubrirías.
—He tardado lo mío —reconoció Stone—. Demasiado tiempo, en realidad.
—Nos abordó con grandes promesas —explicó McElroy—. Con tantas promesas, de hecho, que a Adelphia, aquí presente, una de nuestras mejores bazas, se le encomendó que trabajara con él antes de que lo pusiéramos en manos de Friedman.
Adelphia asintió.
—Es uno de los motivos por las que tuve que marcharme, Oliver —dijo—. Para trabajar con Fuat.
—¿En qué exactamente? —preguntó Chapman.
Weaver soltó una risotada.
—Vino a vendernos la moto. Primero podía conducirnos hasta Bin Laden. Luego dijo que había un topo en nuestras filas y que nos ayudaría a descubrirlo.
—¿Y resultó que el topo era él? —dijo Stone.
—Más bien un troyano —observó McElroy—. Vino a nosotros disfrazado, por así decirlo, y ahora ha soltado un virus entre nosotros.
—¿Un virus? ¿Cómo? —preguntó Chapman.
—Le dejamos entrar —se lamentó Weaver— y trajo otros elementos consigo. Elementos desconocidos.
—Ahora nuestra única solución es hacerle pensar que confiamos en él, trabajar con él y entonces seguirle hasta sus otros contactos. No es nuestro método preferido, pero se nos acaban las opciones.
—¿Por eso no hacía gran cosa? —preguntó Stone.
Weaver asintió.
—Exacto. Fuat se lo toma con mucha filosofía. Quiso mudarse a Washington D.C. Se preparó a conciencia, creó su red y acto seguido se va todo a la mierda.
—¿El incidente del parque? —preguntó Chapman—. ¿Fue él?
—Sin duda —afirmó Weaver—. Creemos que no fue más que el preludio de algo mucho mayor.
—¿Y Friedman? ¿Qué papel desempeña? —preguntó Stone.
—Es una de nuestras agentes más encubiertas. Miembro de un grupo de presión y abogada de día con una plétora de clientes internacionales, muchos de ellos frentes de nuestro gobierno y sus aliados. Eso le permite viajar mucho. Nos informa de lo que ve. Sus conocimientos lingüísticos sobre Oriente Medio son apabullantes. Pasó muchos años allí para la CIA y luego en misiones conjuntas con el NIC. Tiene contactos importantes en la región. Era una elección lógica para la misión con Fuat y así complementar la labor de Adelphia.