—Stone, tenemos un problema.
—Los escombros. ¿Sabemos ya de qué se trata?
—¿Has oído hablar alguna vez de los nanobots?
—¿La nanotecnología? He leído sobre el tema en los periódicos, pero es cuanto sé.
—Una cosa rarísima. Está presente en la ropa, la comida, los cosméticos, los electrodomésticos, en un montón de cosas. Y la mayoría de la gente ni siquiera sabe que está ahí. La mitad de los científicos creen que es totalmente segura y la otra mitad dice que no sabemos lo bastante y que podría tener consecuencias a largo plazo imprevistas y posiblemente desastrosas.
—¿O sea que encontraron nanobots en los escombros? Pensaba que eran microscópicos.
—Lo son, no los detectaron hasta que los analizaron con el microscopio.
—¿Por qué estaban allí? ¿Cuál sería el objetivo en el contexto de una bomba?
El presidente sonrió con resignación.
—Ese es el problema, Stone. No lo sabemos. Creemos que alguien ha descubierto una nueva aplicación que utiliza la nanotecnología para fines nunca antes contemplados.
—¿Se refiere a fines criminales o terroristas?
—Sí.
—¿Qué posibilidades se barajan? Me refiero a por qué se usaron los nanobots. Seguro que hay varias teorías.
—Las hay. La que tiene más adeptos es también la más escalofriante: se supone que el explosivo llevaba injertado una especie de contagio y, al estallar la bomba, lo liberó y ahora circula por el organismo de todos aquellos que estuvieron en el parque, quienes lo han transmitido a otras personas sin saberlo.
Stone se estremeció y se apartó del presidente.
—Estaba en el parque y la explosión me derribó. Podría estar infectado. No debería acercarse a mí.
—Ya me he expuesto, Stone. A través del agente Gross, Garchik y otros. Cielos, el director del FBI también estuvo allí. Me han hecho todas las pruebas habidas y por haber y los médicos dicen que estoy perfectamente.
—¿Existe alguna prueba de la existencia de tal plaga en los escombros?
—No que se sepa. Pero ¿sabes qué me dicen ahora? Que los dichosos nanobots tienen la capacidad de invadir y cambiar ciertas estructuras moleculares de otras sustancias. Esa «transformación» puede dejar las sustancias en su forma original, pero puede cambiarlas de manera tan sutil que identificarlas resulte mucho más difícil. Ahora mismo no creemos que haya un problema de contagio, pero lo cierto es que no lo sabemos a ciencia cierta. Ni siquiera sabemos qué tipo de pruebas llevar a cabo. O sea que todas las pruebas que me han hecho los médicos hasta ahora a lo mejor no sirven para nada. Además, podrían haber utilizado nanobots para provocar un contagio nuevo. Es como jugar a darle al topo con un martillo. Golpeas un agujero y el topo sale por otro sitio.
—¿Y el agente Garchik? —preguntó.
—Nos pareció conveniente apartarlo de la investigación de forma temporal. Se encuentra en un piso franco de la ATF en …
Stone levantó una mano.
—Preferiría no saber la ubicación exacta.
—¿Qué quieres decir?
—Por si acaso alguien intenta sonsacármela. Sí.
—Tiempos peligrosos, Stone. Tiempos inciertos.
—Los enemigos más cerca que nunca.
—Exacto. Ojalá supiésemos quiénes son. En ese sentido la situación es cada vez más compleja.
—Creo que todos y cada uno de los soldados desplegados en Irak y Afganistán estarían de acuerdo con usted.
—Lo cierto es que resulta irónico —dijo Brennan.
—¿El qué?
—En un principio te encomendé que lucharas contra los rusos en México. Ahora resulta que están mucho más cerca de casa. Probablemente al otro lado de la calle, enfrente de la Casa Blanca.
—¿Supongo que está al corriente del arma encontrada y de los vínculos de Kravitz con Moscú?
—Sí, sí, de todo eso, pero eso no es todo. —Stone aguardó expectante—. Cuando la Unión Soviética era una potencia mundial tenía un programa de descubrimiento científico descomunal. Laboratorios por todas partes y decenas de miles de millones de dólares para subvencionar tales investigaciones.
—¿Como los nanobots?
—Como los nanobots. Hay pocos países u organizaciones con los medios suficientes para llevar adelante algo así. Los rusos casi encabezan la lista.
—¿Qué quiere que haga ahora, señor?
—Tu trabajo, Stone. Si sobrevives, borrón y cuenta nueva. Tienes mi palabra. Las consecuencias no deseadas serán cosa del pasado. —Le tendió la mano. Stone se la estrechó—. ¿Por qué los hombres como tú hacen este trabajo? —añadió Brennan—. Seguro que no es por las medallas ni por el dinero. —Stone no dijo nada—. ¿Por qué entonces? ¿Por Dios y la patria?
—Es por algo más complejo y más sencillo, señor presidente.
—¿El qué?
—Para poder mirarme al espejo.
Trasladaron a Stone de vuelta a Washington D.C. por aire, donde se reunió con Chapman en Lafayette Park tal como habían acordado.
—¿Qué tal el encuentro? —preguntó ella ansiosa.
—Informativo.
—Pero ¿será útil?
—Eso está por ver.
—¡Venga ya! ¿Te ha revelado algo? Por el amor de Dios, te acabas de reunir con el presidente.
Stone le explicó que los fragmentos de escombros desconocidos quizás estuvieran relacionados con la nanotecnología. También la puso al corriente sobre el paradero del agente Garchik.
—¿Sabías todo eso cuando pediste reunirte con el presidente?
—Digamos que lo sospechaba.
—¿Y le planteaste tus sospechas?
—Me pareció que lo mejor era ser directo.
—Vaya huevos. ¿O sea que nanobots? Joder. ¿Adónde vamos a ir a parar cuando meten cosas en cosas que ni siquiera vemos y que podrían volver y matarnos a todos?
—Creo que para ciertas personas eso es el progreso —dijo Stone lacónicamente.
—O sea que los rusos vuelven a jugar a los laboratorios. No presagia nada bueno.
—El narcotráfico genera cientos de miles de millones de dólares. Esa es una motivación. Si se combina con los conocimientos científicos capaces de dejar yermos a los países enemigos, entonces se trata de algo que no tiene precio.
—Los enemigos de Rusia, o sea mi país y el tuyo.
—A pesar de la distensión, Gorbachov y Yeltsin, las cosas nunca han sido de color de rosa entre los tres países.
—Pero ¿por qué detonar una bomba en Lafayette Park que no mata a nadie?
—Ni idea.
Stone se acercó a la zona cero y miró el cráter.
—Las preguntas de Riley Weaver siguen sin respuesta —dijo.
—¿A qué te refieres?
—¿Cómo es que el árbol murió de repente? ¿Y por qué se dejó el agujero descubierto después de que lo plantaran?
—Lo del arborista y tal. El agente Gross nos lo contó.
—Pues supongo que tendremos que comprobarlo por nosotros mismos.
—¿Y qué me dices de Ashburn? ¿No es ahora ella la responsable del caso?
—Preferiría averiguarlo por mis propios medios.
—¿Por si perdemos otro agente? —preguntó con voz queda.
Stone no respondió.
Al cabo de una hora se encontraban delante de George Sykes, vestido con el uniforme del Servicio Nacional de Parques. Era el supervisor del que Tom Gross había hablado y que había dirigido la plantación del árbol. Sykes era un hombre esbelto que apretaba la mano con fuerza. Chapman se frotó discretamente los dedos doloridos después de estrecharle la mano.
—El arce no había dado muestras de estar enfermo ni de sufrir ningún otro problema —declaró—, pero una mañana repasamos el parque y descubrimos que estaba moribundo. No había manera de salvarlo. Se me partió el corazón. Ese árbol llevaba allí mucho tiempo.
—¿O sea que lo sacasteis, pedisteis uno nuevo y lo plantasteis?
—Eso es —repuso Sykes—. Somos muy cuidadosos con los materiales que introducimos en el parque. Tienen que ser históricamente adecuados.
—Eso tenemos entendido. ¿Y el vivero de árboles de Pensilvania era uno de vuestros proveedores contrastados? —preguntó Stone.
—Sí. Ya se lo dije al agente Gross.
—Ya, pero teniendo en cuenta lo sucedido teníamos que revisar de nuevo esa información.
—Por supuesto —se apresuró a decir Sykes—. Menuda pesadilla. ¿Creen que uno de los hombres del vivero está implicado?
—Eso parece —dijo Chapman con vaguedad—. ¿Qué puede decirnos del momento en que recibieron el árbol?
—Lo guardamos en una zona de montaje segura a pocas manzanas de la Casa Blanca.
—¿Y luego lo desplazaron con una grúa hasta aquí? —preguntó Stone.
—Eso es —dijo Sykes.
—¿Y el árbol se plantó pero el agujero no se tapó? —preguntó Chapman.
—Eso es —respondió Sykes.
—¿Por qué no se tapó enseguida? —inquirió Stone—. De hecho era un peligro, ¿no? Hubo que acordonar la zona para evitar que la gente se acercara.
«Y evitar que los perros detectores de bombas se acercaran», pensó Stone sin llegar a decirlo.
—Trasplantar un árbol de esa envergadura provoca un montón de estrés al ejemplar. Hay que hacerlo por etapas y comprobar la salud del árbol en todo momento. Colocarlo con la grúa e introducirlo en el agujero no fue más que un paso de un proceso que se inició cuando fue excavado en el vivero de Pensilvania. La clave reside en hacerlo lenta y cuidadosamente. Lo colocamos en el agujero y no lo cubrimos para comprobar su salud. Nuestro arborista tenía intención de examinar el arce a la mañana siguiente. Haría un informe y nos diría cuál era la mezcla correcta de tierra de relleno y abono que el árbol necesitaría para ese período de transición.
—Parece complicado —reconoció Chapman.
—Puede llegar a serlo. Se trata de un ser vivo que pesa varias toneladas y para que arraigue hay que regarlo como es debido.
—De acuerdo —dijo Stone lentamente—. ¿Pero siguen sin saber qué mató al primer árbol?
Sykes se encogió de hombros.
—Podrían ser varias cosas. Aunque resulte extraño que muera tan rápido, no es inusitado.
—¿Podrían haberlo hecho a propósito? —preguntó Chapman.
Sykes la miró asombrado.
—¿Por qué querría alguien matar ese árbol?
—Bueno, si el árbol no hubiera muerto no habría habido necesidad de sustituirlo —explicó Stone—. Si no hay un árbol nuevo, no hay bomba que valga.
—Oh —dijo Sykes con aspecto totalmente consternado—. ¿Quieres decir que mataron el primer árbol y luego hicieron explotar el otro? Qué cabrones.
Stone veía que le afectaba mucho más la pérdida de los árboles que la del ser humano que había saltado por los aires.
—Bueno, gracias por tu ayuda —dijo Stone.
Chapman y Stone volvieron al coche.
—Está claro que la bomba estaba en el cepellón antes de llegar aquí. El hecho de que no se cubriera el hoyo no es tan importante. Incluso con tierra encima, la detonación remota habría funcionado. Las señales de radio pueden atravesar varios metros de tierra.
—A pesar de mis dudas, todo apunta a que el vivero es la clave y toda conexión con el mismo se perdió cuando Kravitz murió.
—Lo cierto es que han eliminado todos los rastros —observó Chapman—. Un momento, ¿encontraron los nanobots esos en el tráiler de Kravitz?
—Que yo sepa, no.
—¿No se supone que tendrían que estar allí?
—No lo sé, pero tendremos que averiguarlo.
Chapman comprobó la hora.
—Tengo que preparar un informe y poner al corriente a sir James.
—Yo me voy a la Biblioteca del Congreso a hablar con Caleb.
—¿Tu intrépido investigador?
Stone sonrió.
—Si conoces sus puntos fuertes, es bastante bueno.
—¿Qué te parece si cenamos juntos esta noche? —sugirió ella de repente.
Stone se volvió para mirarla.
—De acuerdo —dijo lentamente—. ¿Dónde?
—En un restaurante de la calle Catorce que se llama Ceiba. Hace tiempo que quiero ir. Podemos comparar notas. ¿Pongamos que a eso de las siete?
Stone asintió y se marchó caminando mientras Chapman regresaba a su coche a toda prisa y se dirigía no a la embajada británica, sino a un hotel en Tysons Corner, Virginia. Subió en ascensor a la sexta planta. Abrió la puerta de una habitación y entró. Se trataba de una suite espaciosa formada por una sala de estar grande, dormitorio y comedor. Contempló la vista desde la ventana, se quitó la chaqueta y los zapatos y se frotó los pies mientras se sentaba en el sofá. Sacó la pistola y la observó. Cuando oyó que llamaban a la puerta, guardó la Walther.
Recorrió la habitación sin prisas y abrió la puerta.
Entró un hombre, Chapman volvió a sentarse y alzó la vista hacia él.
—Esto no me gusta, joder —espetó—. Nada de nada.
Quien la miraba no era otro que el director del NIC, Riley Weaver.
—Da igual lo que te guste o no. La autorización viene desde lo más alto por ambas partes.
—¿Cómo lo sé seguro? —gruñó.
—Porque es verdad, Mary —dijo James McElroy mientras entraba cojeando desde el dormitorio.
Stone pasó primero por el hospital para ver cómo estaba Reuben. Oyó la voz de su amigo mucho antes de entrar en la habitación. Al parecer, Reuben quería marcharse, pero los médicos no querían darle el alta hasta al cabo de unos días.
Annabelle se topó con Stone en el umbral de la puerta de la habitación de Reuben.
—¡A lo mejor consigues hacerle entrar en razón! —le gritó.
—Lo dudo —dijo Stone—, pero lo intentaré.
—Estoy bien —bramó Reuben en cuanto vio a Stone—. No es precisamente la primera vez que me disparan. Pero le pegaré un tiro a la enfermera Ratchet como siga clavándome tantas agujas.
La enfermera que le estaba tomando las constantes vitales se limitó a poner los ojos en blanco ante el comentario de Reuben.
—Buena suerte —le susurró ésta a Stone cuando se giró para marcharse.
Stone bajó la mirada hacia Reuben.
—Deduzco que te quieres ir.
—Lo que quiero es pillar a los cabrones que me hicieron esto.
Stone acercó una silla y se sentó justo en el momento en que Caleb aparecía con un ramo de flores.
—¿Qué coño es eso? —espetó Reuben.
Caleb frunció el ceño ante la actitud desagradecida de su amigo.
—Son peonías y no es fácil conseguirlas en esta época del año.
Reuben estaba mortificado.
—¿Me estás diciendo que me has traído flores?