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Authors: James Ellroy

La dalia negra (5 page)

—¿Sabes lo que me cuestas, so cabrón? Podría haber entrado en la policía con un historial limpio, pero descubrieron que mi padre era un jodido subversivo. Me hicieron delatar a Sammy y Ashidas, y Sammy murió en Manzanar. Sé que sólo te uniste al Bund para hacer el imbécil y tomar copas, pero tendrías que habértelo pensado mejor antes, porque yo ni siquiera tenía eso.

Abrí los ojos y descubrí que estaban secos; los ojos de mi padre carecían de toda expresión. Le solté los hombros.

—No podías saber lo que ocurriría —dije—, y todo eso es asunto mío: yo cargaré con él. Pero siempre fuiste un maldito cerdo tacaño. Mataste a mamá, y eso sí es culpa tuya.

Se me ocurrió una idea para ponerle fin a todo aquel maldito embrollo.

—Ahora tienes que descansar, papá. Yo cuidaré de ti.

Esa tarde, me quedé a ver el entrenamiento de Lee Blanchard. Su régimen de trabajo consistía en asaltos dé cuatro minutos con pesos pesados de la categoría ligera, tipos flacuchos y ágiles que habían sido prestados por el gimnasio de la calle Main, y su estilo era el ataque total. Cuando avanzaba, inclinaba el cuerpo hacia delante, siempre haciendo fintas con el torso; me sorprendió lo bueno que era con el gancho. No se trataba del cazador de cabezas o del pato a la espera de que le pegaran un tiro que yo había imaginado, y cuando le soltaba ganchos al saco de entrenamiento, yo podía oír los golpes aunque me hallaba a quince metros de distancia. Si había dinero de por medio, no resultaba fácil saber lo que sería capaz de hacer, y ahora el combate era por dinero.

Así que el dinero me obligó a tomar medidas serias.

Volví a casa en coche y llamé al cartero retirado que se ocupaba de echarle un vistazo a mi padre dé vez en cuando. Le ofrecí un billete de cien si limpiaba la casa y se pegaba a mi viejo igual que si fuera un cubo de engrudo hasta después de la pelea. Dijo que estaba de acuerdo. Entonces llamé a un antiguo compañero de clase de la Academia que trabajaba en la Antivicio de Hollywood y le pedí los nombres de algunos apostadores. El pensó que yo deseaba apostar por mi propia victoria, y me dio los números de dos independientes, uno que trabajaba con Mickey Cohen y otro que estaba con la pandilla de Jack Dragna. Los enterados y el apostador de Cohen tenían a Blanchard favorito por dos a uno, pero el tipo dé Dragna andaba igualado, Bleichert o Blanchard, la misma cantidad de apuestas, con el dinero nuevo moviéndose según los informes de que yo parecía estar fuerte y rápido. Podía doblar cada uno de los dólares que invirtiera.

Por la mañana, llamé a la comisaría y dije que me encontraba enfermo. El jefe de turno de día se lo tragó porque yo era una celebridad local y el capitán Harwell no quería que me tocara las narices. Una vez me hube librado del trabajo, liquidé mi cuenta de ahorros, cobré mis bonos del Tesoro y pedí un préstamo bancario por dos de los grandes, usando mi Chevy casi nuevo del 46 como garantía. Desde el banco había un corto trayecto hasta Lincoln Heights y una conversación con Pete Lukins. Estuvo de acuerdo en hacer lo que yo quería; dos horas después, me llamó con los resultados.

El apostador de Dragna, al cual yo le había enviado, aceptó su dinero por Blanchard con un KO en el último asalto, ofreciéndole apuestas de dos a uno en contra. Si yo mordía la lona entre los asaltos ocho al diez ganaría 8.640 dólares..., lo suficiente para mantener al viejo en un asilo de primera durante dos o tres años como mínimo. Había cambiado el puesto de la Criminal por una liquidación de las viejas y malas deudas, con la estipulación del último asalto, siendo un riesgo apenas suficiente como para hacer que no me sintiera demasiado gallina. Era un trato que alguien me ayudaría a saldar, y ese alguien era Lee Blanchard.

Cuando sólo faltaban siete días para la pelea, comí hasta ponerme en ochenta y siete kilos, aumenté la distancia recorrida en mis carreras y subí el tiempo de mis sesiones con el saco pesado hasta los seis minutos. Duane Fisk, el oficial asignado como entrenador y segundo mío, me advirtió sobre los riesgos de pasarme en el entrenamiento pero yo no le hice caso, y continué igual hasta que faltaron cuarenta y ocho horas para el combate. Luego, bajé el ritmo a unos suaves ejercicios gimnásticos y estudié a mi oponente.

Desde la parte trasera del gimnasio observé a Blanchard, que se entrenaba en el ring central. Busqué defectos en su ataque habitual y calibré sus reacciones cuando sus compañeros de entrenamiento intentaban pasarse de la raya. Me di cuenta de que doblaba los codos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo, lo cual le abría la guardia para recibir pequeños pero potentes directos que le harían alzarla todavía más y lo dejarían en posición de recibir unos buenos ganchos en las costillas. Me di cuenta de que su mejor golpe, el cruzado de la derecha, lo anunciaba siempre por dos medios pasos que daba a la izquierda y una finta que hacía con la cabeza. Vi que contra las cuerdas era letal y que podía mantener a oponentes de menos peso clavados en ellas con empujones de los codos alternados con puñetazos cortos al cuerpo. Me acerqué algo más y pude ver un poco de tejido cicatrizado en su ceja, algo que debería evitar que se abriera si quería impedir que el combate fuera detenido a causa de sus hemorragias. Eso era una molestia, pero una larga cicatriz que bajaba por la parte izquierda de su caja torácica parecía un lugar soberbio para hacerle muchísimo daño.

—Al menos, tienes buen aspecto sin la camisa.

Me volví al oír esas palabras. Kay Lake estaba frente a mí; por el rabillo del ojo vi a Blanchard, que descansaba en su taburete, y nos miraba.

—¿Dónde está tu cuaderno de dibujo? —pregunté.

Kay agitó la mano mirando a Blanchard; él le arrojó un beso con sus dos manos cubiertas por los guantes de boxeo. Sonó la campana y tanto él como su compañero de entrenamiento avanzaron el uno hacia el otro en un intercambio de golpes.

—Lo dejé —respondió Kay—. No era demasiado buena, así que decidí graduarme en otra cosa.

—¿En qué?

—Medicina; después, psicología; luego, literatura inglesa y, más tarde, historia.

—Me gusta una mujer que sabe lo que quiere.

Kay sonrió.

—A mí también me gustan, pero no conozco a ninguna. ¿Qué es lo que tú quieres?

Mis ojos recorrieron el gimnasio.

Treinta o cuarenta espectadores estaban sentados en asientos plegables alrededor del ring central, la mayoría de ellos policías libres de servicio y periodistas, y casi todos fumando.

Sobre el ring colgaba una neblina que siempre parecía estar a punto de disiparse y las luces del techo la hacían brillar con un resplandor sulfuroso. Todas las miradas se clavaban en Blanchard y su contrincante, y todos los gritos y bromas iban dirigidas hacia él..., pero si yo no estaba dispuesto a vengarme de los viejos asuntos, todo eso no significaba nada.

—Formo parte de esto. Es lo que quiero.

Kay meneó la cabeza.

—Dejaste de boxear hace cinco años. Ahora eso ya no forma parte de tu vida.

La agresividad de aquella mujer me ponía nervioso. No pude contenerme.

—Y tu amiguito es alguien que nunca consiguió llegar a nada, igual que yo; y tú andabas meneando el culo delante de unos atracadores antes de que él te recogiera. Tú...

Kay Lake me hizo parar con una carcajada.

—¿Has estado leyendo mis recortes de prensa?

—No. ¿Has estado leyendo tú los míos?

—Sí.

Yo no tenía réplica alguna para eso.

—¿Por qué dejó Lee de pelear? —pregunté—. ¿Por qué ingresó en el Departamento?

—Atrapar criminales le hace sentir que todo está en su sitio. ¿Tienes alguna amiga?

—Me reservo para Rita Hayworth. ¿Te dedicas a ligar con muchos polis o soy un caso especial?

De entre los espectadores brotaron unos cuantos gritos. Miré hacia allí y vi como el compañero de entrenamientos de Blanchard caía sobre la lona. Johnny Vogel trepó al cuadrilátero y le quitó el protector de la boca; el tipo dejó escapar un largo chorro de sangre. Cuando me volví hacia Kay observé que estaba pálida y apretaba su chaqueta Ike alrededor del cuerpo.

—Mañana por la noche será peor —dije—. Deberías quedarte en tu casa.

Kay se estremeció.

—No. Es un gran momento para Lee.

—¿Te ha pedido que vengas?

—No. Él nunca haría algo así.

—Es del tipo sensible, ¿verdad?

Kay hurgó en sus bolsillos en busca de su cajetilla de cigarrillos y encendió uno.

—Sí. Igual que tú, pero no tan susceptible.

Sentí que enrojecía.

—¿Siempre estáis allí cuando el otro os necesita? ¿En la enfermedad y en la salud..., todo eso?

—Lo intentamos.

—Entonces, ¿por qué no estáis casados? Acostarse con alguien sin estar casado va contra el reglamento, y si los jefazos decidieran ponerse idiotas podrían crucificar a Lee por ello.

Kay lanzó unos cuantos anillos de humo hacia el ring y luego alzó los ojos hacia mí.

—No podemos.

—¿Por qué no? Lleváis años juntos. Dejó de disputar combates a puerta cerrada por ti. Permite que le hagas la corte a otros hombres. A mí me parece que es todo un mirlo blanco.

Hubo más gritos. Miré de soslayo y vi que Blanchard estaba sacudiéndole el polvo a un nuevo contrincante. Empecé a moverme para esquivar los golpes, haciendo agitarse la atmósfera estancada del gimnasio. Después de unos cuantos segundos, me di cuenta de lo que estaba haciendo y me detuve. Kay lanzó su cigarrillo hacia el ring.

—Ahora tengo que irme —dijo—. Buena suerte, Dwight.

Sólo mi viejo me llamaba así.

—No has respondido a mi pregunta.

—Lee y yo no nos acostamos juntos —repuso Kay, y se marchó antes de que yo pudiera hacer nada que no fuera ver como se alejaba.

Rondé por el gimnasio alrededor de una hora. Cuando ya oscurecía, los reporteros y los fotógrafos empezaron a llegar en manada y se dirigieron hacia el ring central, hacia donde estaba Blanchard y su aburrida serie de victorias por noqueo sobre idiotas con la mandíbula de cristal. La frase con que Kay Lake se había despedido constituía una obsesión para mí, junto con fugaces visiones de su risa, de la forma en que sonreía y cómo podía ponerse triste apenas transcurrido un segundo. Al oír que un sabueso de la prensa gritaba: «¡Eh! ¡Ahí está Bleichert!», salí del lugar y corrí al aparcamiento y hacia mi Chevy, ahora hipotecado por partida doble. Cuando me marchaba, me di cuenta de que no tenía ningún sitio al que dirigirme y nada que deseara hacer salvo satisfacer mi curiosidad sobre una mujer que parecía llevar un gran dolor dentro y que me afectaba en lo más profundo.

Así que me fui a la parte baja de la ciudad para leer sus recortes de prensa.

El empleado del depósito de cadáveres del
Herald
, impresionado por mi placa, me llevó hasta una mesa de lectura. Le dije que estaba interesado en el asalto al banco del Boulevard-Citizens y el juicio de los atracadores capturados, y que yo pensaba que la fecha del atraco había sido a principios del año 39, quizá hacia el otoño de ese mismo año para el procedimiento legal. Me dejó allí sentado y regresó al cabo de unos diez minutos con dos grandes volúmenes encuadernados en cuero. Las páginas de los periódicos habían sido pegadas con cola a gruesas hojas de cartón negro, y colocadas en orden cronológico. Tuve que pasar del 1 de febrero al 12 del mismo mes antes de hallar lo que deseaba.

El 11 de febrero de 1939, un grupo de cuatro hombres asaltó un coche blindado en una tranquila calleja de Hollywood. Usaron una motocicleta caída en el suelo como distracción; después, los ladrones dominaron al guardia que salió del coche blindado para investigar el accidente. Le pusieron un cuchillo en la garganta, y así obligaron a los otros dos guardias que seguían dentro del coche a que les abrieran. Una vez dentro, dieron cloroformo a los tres hombres, los ataron y amordazaron y dejaron seis bolsas llenas con recortes de guías telefónicas y chatarra a cambio de las seis bolsas de dinero que el coche llevaba.

Uno de los ladrones condujo el vehículo blindado hasta la parte baja de Hollywood; los otros tres se pusieron uniformes idénticos a los que llevaban los guardias. Los tres tipos vestidos de uniforme entraron por la puerta del Boulevard-Citizens Savings & Loan situado entre Yucca e Ivar, con los sacos de papeles y chatarra en las manos, y el gerente les abrió la bóveda acorazada. Uno de los ladrones le atizó con una porra al gerente; los otros dos cogieron sacos de dinero y se fueron hacia la puerta. Para aquel entonces el conductor había entrado ya en el banco y se había encargado de reunir a los empleados. Los llevó hasta la bóveda, donde les dio una ración de porra, luego cerró la puerta y la aseguró. Los cuatro ladrones se encontraban de nuevo en la calle cuando un patrullero de la comisaría de Hollywood, alertado por una alarma banco-a-comisaría, llegó al sitio. Los agentes ordenaron a los atracadores que se detuvieran; éstos abrieron fuego y los policías respondieron a sus disparos. Hubo dos ladrones muertos y otros dos que escaparon... con cuatro bolsas llenas de billetes de cincuenta y cien dólares sin marcar.

Al no ver mención alguna de Blanchard o Kay Lake, me salté una semana entera de la primera página y dos informes sobre las investigaciones del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Los atracadores muertos fueron identificados como Chick Geyer y Max Ottens, dos tipos duros de San Francisco a los cuales no se les conocían socios en Los Ángeles. Los testigos oculares del banco no pudieron identificar por las fotos del archivo a los dos que habían escapado, y fueron incapaces de proporcionar descripciones adecuadas de ellos: llevaban las gorras de guardias caladas hasta las cejas y los dos lucían gafas de sol oscuras. No hubo testigos en el lugar donde robaron el coche blindado y los guardias narcotizados habían sido reducidos a la impotencia antes de que pudieran echarle un buen vistazo a sus atacantes.

El atraco pasó de las segunda y tercera páginas a la columna de escándalos. Bevo Means lo mantuvo en circulación durante tres días, con la teoría de que la banda de Bugsy Siegel perseguía a los atracadores que habían escapado porque una de las paradas hechas por el coche blindado para recoger el dinero era una tapadera del Gran Bug. Siegel había jurado encontrarles, aunque el dinero con el que se habían largado los dos tipos fuera el del banco... no el suyo.

Las informaciones en las páginas de sucesos se fueron haciendo más y más espaciadas y yo continué pasando las hojas hasta topar con el titular del 28 de febrero: «Informante permite a un policía ex boxeador resolver sangriento atraco a un banco».

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