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Authors: James Ellroy

La dalia negra (2 page)

—¡Bleichert, código tres!

Entré en el jaleo, y comencé a mover mi garrote, con el que golpeé relucientes botones de latón y cintas de campaña. Recibí unos cuantos golpes, no muy bien dados, sobre mis brazos y hombros y avancé cuanto pude para que los infantes de marina no tuvieran mucho espacio en el que hacer girar sus garrotes. Era como intentar agarrarse a un pulpo mientras se espera que la campana suene, pero allí no había árbitro ni campana que marcaran los tres minutos del asalto, así que dejé caer mi garrote por instinto, bajé la cabeza y empecé a soltar puñetazos, haciendo que mis puños entraran en contacto con blandos estómagos cubiertos de tela. Luego, oí gritar:

—¡Bleichert, retrocede!

Obedecí, y allí estaba Lee Blanchard, el sacudenegros levantado por encima de su cabeza. Los infantes de marina se quedaron paralizados; el garrote bajó con rapidez: una vez, dos, tres, limpios golpes sobre los hombros. El trío quedó reducido a un confuso montón de ropas azules.

—A jugar en Trípoli, cagones —dijo Blanchard, y se volvió hacia el pachuco—. Hola, Tomás.

Meneé la cabeza y me estiré. Los brazos y la espalda me dolían; y sentía un sordo latir en los nudillos de mi mano derecha. Blanchard estaba esposando al mexicano:

—¿A qué venía todo eso? —fue cuanto se me ocurrió decir.

Blanchard sonrió.

—Disculpa mis malas formas. Oficial Bucky Bleichert, ¿puedo presentarle al señor Tomás dos Santos, objetivo de una orden de busca y captura por homicidio cometido durante una felonía Clase B? Tomás le dio un «tirón» a una vieja en el cruce de la Sexta con Al-varado, la vieja cayó al suelo con un ataque de corazón y empezó a chillar como una loca. Tomás tiró el bolso y salió corriendo como si huyera del infierno. Dejó un hermoso juego de huellas dactilares en el bolso y tantos testigos oculares como desees. —Blanchard le dio un codazo al mexicano—. ¿Hablas inglés, Tomás?

Dos Santos meneó la cabeza: no. Blanchard movió la suya con aire de tristeza.

—Está frito. Homicidio en segundo grado es un viaje a la cámara de gas para los chicanos. Este chaval dirá el «Gran Adiós» dentro de seis semanas.

Oí disparos que venían de Evergreen y Wabash. Me empiné cuanto pude sobre la punta de los pies y vi llamas que brotaban de una hilera de ventanas rotas, llamas que se convirtieron en una cortina de estallidos blancos y azules cuando llegaron a los cables de teléfono y el tendido del tranvía eléctrico. Miré hacia el suelo, donde los marines estaban, y uno de ellos me hizo un gesto obsceno con el dedo.

—Espero que esos tipos no te hayan tomado el número de la placa —dije.

—Si lo han hecho, que los jodan del revés.

Señalé hacia un grupo de palmeras que se habían incendiado y convertido en bolas de fuego.

—Esta noche no conseguiremos meterle en chirona. ¿Has venido aquí para darle una paliza a ésos o qué? ¿Pensaste...?

Blanchard me hizo callar con un puñetazo juguetón que se detuvo justo antes de estrellarse en mi insignia.

—Corrí hasta aquí porque sabía que no podía hacer ni una jodida mierda en eso de restaurar el orden y si me quedaba en mitad del jaleo como un idiota podrían matarme. ¿Te suena familiar eso?

Me reí.

—Cierto. Entonces, tú...

—Bueno, vi como esos capones perseguían a este chaval, el cual se parecía demasiado al objetivo de la orden de busca y captura cuatro once barra cuarenta y tres. Me acorralaron cuando volvías al jaleo para que te hicieran daño, así que, al verte, creí mejor llamarte para que te hicieran daño por una buena razón. ¿Te parece razonable eso?

—Funcionó.

Dos de los infantes de marina habían logrado ponerse en pie y estaban ayudando al otro para que se levantara. Cuando empezaron a andar por la acera, de tres en fondo, Tomás dos Santos clavó su pie derecho con rotunda dureza en el mayor de los tres traseros. El infante de marina gordo al cual pertenecía se volvió para encararse con su atacante; yo di un paso hacia delante. Entonces, abandonaron su campaña en el este de Los Ángeles, y los tres avanzaron cojeando hacia la calle, los disparos y las palmeras en llamas. Blanchard revolvió con su mano el cabello de Dos Santos.

—Ah, capullito, eres hombre muerto. Vamos Bleichert, busquemos un sitio donde dejar a este individuo.

Encontramos una casa que tenía un montón de periódicos tirados en el porche, a unos cuantos bloques de distancia, y nos metimos en ella. En el armario de la cocina había una botella de Cutty Sark, llena en sus dos quintas partes. Blanchard le quitó las esposas de las muñecas a Dos Santos, y se las puso en los tobillos a fin de que pudiera tener las manos libres para echar un trago. Cuando terminó de hacer bocadillos de jamón y unos combinados, el pachuco había liquidado la mitad del licor y se dedicaba a eructar a gritos
Cielito Lindo
y una versión mexicana de
Chattanooga Chu Chu
. Una hora después, la botella estaba vacía y Tomás se había quedado dormido. Lo puse en el sofá y lo tapé con una colcha.

—Es el noveno de su clase que pillo en 1943 —comentó Blanchard—. Dentro de seis semanas, él estará chupando gas; yo, en tres años, trabajando en la Noreste o en la Brigada Central.

La seguridad de sus palabras me molestó.

—Nanay. Eres demasiado joven, no te han nombrado sargento, te acuestas con una tía sin estar casado y perdiste a tus amigotes de alto rango cuando dejaste de boxear para ellos, aparte de no haber hecho ninguna ronda de a pie. Tú...

Me detuve al ver que Blanchard sonreía, se acercaba a la ventana de la sala y miraba por ella.

—Incendios en Michigan y Soto. Precioso.

—¿Precioso?

—Sí, precioso. Sabes mucho de mí, Bleichert.

—La gente habla de ti.

—También lo hacen de ti.

—¿Qué dicen?

—Que tu viejo es algo así como un chalado que babea por los nazis. Que entregaste a tu mejor amigo a los federales para conseguir ingresar en el Departamento. Que inflaste el número de tus victorias porque te dedicabas a pelear con tipos que estaban demasiado fondones.

Las palabras quedaron colgando en el aire como la cuenta final de un asalto.

—¿Dicen eso?

Blanchard se volvió hacia mí.

—No. Comentan que nunca has capturado a nadie que valga la pena y aseguran que puedes vencerme.

Acepté el desafío.

—Todas esas cosas son ciertas.

—¿Sí? Pues también es cierto lo que oíste de mí. Salvo que me encuentro en la lista de sargentos, que en agosto me trasladarán a la Brigada Antivicio de Highland Park y que en la oficina del fiscal del distrito hay un muchacho judío que se moja los pantalones por los boxeadores. Me ha prometido el primer puesto libre en la Criminal que él pueda encontrar.

—Estoy impresionado.

—¿Sí? ¿Quieres oír algo todavía más impresionante?

—Suéltalo ya.

—Mis primeros veinte noqueados fueron desgraciados a los que mi mánager elegía. Mi chica te vio pelear en el Olímpico y dijo que se te vería muy bien si te arreglaras los dientes y que, tal vez, pudieras vencerme.

No estaba muy seguro de lo que buscaba aquel hombre: quizá una pelea, tal vez un amigo; podía ser que estuviera poniéndome a prueba y me buscara las cosquillas o intentara sacarme información. Señalé hacia Tomás dos Santos, que se retorcía en su modorra alcohólica.

—¿Qué hay del mexicano?

—Lo llevaremos a la comisaría mañana por la mañana.

—Tú serás quien le lleve.

—La mitad del premio es tuyo.

—Oh, gracias, pero no.

—De acuerdo, socio.

—No soy tu socio.

—Puede que algún día lo seas.

—Tal vez nunca lo sea, Blanchard. Puede que tú trabajes en la Criminal, comas papeles y te encargues de mandarles más papeles a esos capados de la parte alta, y puede que yo me chupe mis veinte años, que cobre mi pensión y me largue a buscar un trabajo tranquilo en algún otro sitio.

—Podrías ir con los federales. Sé que tienes amigos en el Departamento de Extranjeros.

—No sigas con ese tema. No me presiones tanto.

Blanchard miró de nuevo por la ventana.

—Precioso. Serviría para una buena postal. «Querida mamá, ojalá estuvieras aquí para ver el pintoresco motín racial de Los Ángeles este.»

Tomás dos Santos se revolvió y murmuró algo.

—¿Inés? ¿Inés? ¿Qué Inés? —Blanchard fue hasta un armario y encontró una vieja manta de lana que le echó por encima. El calor prestado por la manta pareció calmarle; sus balbuceos se apagaron—.
Cherchez la femme
—dijo después.

—¿Cómo?

—Buscad a la mujer. Incluso con media botella dentro, el viejo Tomás no es capaz de olvidar a Inés. Te apuesto diez contra uno a que cuanto entre en la cámara de gas ella estará justo allí, a su lado.

—Quizá tenga éxito con la apelación. De quince años a cadena perpetua, y en veinte años a la calle.

—No. Es hombre muerto.
Cherchez la femme
, Bucky. Acuérdate de eso.

Recorrí la casa en busca de un sitio donde dormir y al fin me decidí por un dormitorio de la planta baja con una cama demasiado corta para mis piernas y un colchón lleno de bultos. Al tenderme en ella, escuché sirenas y disparos a lo lejos. Me fui quedando dormido poco a poco, y soñé con mis mujeres, demasiado escasas en número y con demasiado tiempo entre una y otra.

Por la mañana, los disturbios ya se habían enfriado; el cielo había quedado cubierto con una capa de cenizas y las calles llenas de botellas de licor rotas, garrotes y bates de béisbol abandonados. Blanchard llamó a la comisaría de Hollenbeck para que un coche patrulla transportara a su noveno delincuente de 1943 a una celda del Departamento de Justicia. Tomás dos Santos lloró cuando los patrulleros lo apartaron de nosotros. Blanchard y yo nos dimos la mano en la acera y luego seguimos caminos separados hacia la parte alta de la ciudad: él, a la oficina del fiscal del distrito para escribir su informe sobre la captura del ladrón de bolsos; yo, a la estación Central y a nuevos deberes.

El Consejo Ciudadano de Los Ángeles declaró ilegal la cazadora de cuero, y Blanchard y yo volvimos a nuestras corteses conversaciones previas a la asignación de puestos. Y todo lo que había afirmado con tan molesta certeza esa noche en la casa vacía acabó por convenirse en realidad.

Blanchard fue ascendido a sargento y trasladado a la Brigada Antivicio de Highland Park a primeros de agosto; Tomás dos Santos entró en la cámara de gas una semana más tarde. Transcurrieron tres años y yo seguía metido en un patrullero con radio de la División Central. Entonces, una mañana le eché un vistazo al tablón de ascensos y cambios de puesto y en la cabecera de la lista vi: Blanchard, Leland C., sargento, Brigada Antivicio de Highland Park a Brigada Criminal Central, efectividad 15/9/46.

Y, por supuesto, nos convertimos en compañeros. Cuando vuelvo la vista hacia atrás, sé que él no poseía ningún don profético; se limitaba a trabajar para asegurar su propio futuro, en tanto que yo avanzaba con un caminar incierto hacia el mío. Lo que continúa su acoso en mi mente es su voz ronca e inexpresiva cuando decía:
Cherchez la femme
. Porque nuestra relación no fue nada, sólo un torpe camino para llevarse a la Dalia. Y. al final de ese camino, ella acabaría poseyéndonos a los dos por completo.

PRIMERA PARTE
Fuego y hielo
1

El camino de nuestra relación empezó sin que yo lo supiera, y fue un rebrote de toda la agitación sobre el combate Blanchard-Bleichert lo que me hizo enterarme.

Yo volvía de un largo día de trabajo en una trampa de velocidad situada en Bunker Hill, donde me había dedicado a atrapar infractores de las normas de tráfico. Tenía el cuaderno de multas lleno y el cerebro atontado de haber pasado ocho horas siguiendo con los ojos el cruce de la Segunda y Beaudry. Cuando cruzaba la sala general de la Central, entre una multitud de policías de azul que esperaban oír el informe general de la tarde, casi pasé por delante de Johnny Vogel sin enterarme de lo que decía.

—No han peleado desde hace años, y Horrall ha prohibido los combates clandestinos, por lo que no creo que se trate de eso. Mi padre es uña y carne con el judío, y dice que él probaría con Joe Louis si fuera blanco.

Entonces, Tom Joslin me dio un codazo.

—Hablan de ti, Bleichert.

Miré hacia Vogel, que charlaba con otro policía a un par de metros de distancia.

—Suéltalo ya, Tommy.

Joslin sonrió.

—¿Conoces a Lee Blanchard?

—¿Conoce el Papa a Jesucristo?

—¡Ja! Trabaja en la Brigada Criminal.

—Dime algo que yo no sepa.

—A ver qué te parece esto: el compañero de Blanchard está a punto de cumplir sus veinte años de servicio. Nadie pensó que lo consiguiera, pero se ha salido con la suya. El jefe de la Criminal es Ellis Loew, ese tipo de la oficina del fiscal del distrito. Le consiguió el puesto a Blanchard y ahora anda buscando un chico brillante para que sustituya a su compañero. Corre la voz de que los boxeadores lo enloquecen y quiere que tú ocupes el puesto. El viejo de Vogel está en la brigada de los detectives. Se lleva bien con Loew y no hace más que presionar para que su chico consiga el puesto. Con franqueza, no creo que ninguno de vosotros dos esté cualificado para ocuparlo. Yo, en cambio...

Sentí un extraño cosquilleo, pero conseguí responderle con una broma. Quería que Joslin viese que nada de eso me importaba.

—Tienes los dientes demasiado pequeños. No sirven para morder como es debido cuando los boxeadores se agarran en el combate. Y hay muchos de éstos en la Criminal.

Pero sí me importaba.

Esa noche me quedé sentado en los escalones que había delante de mi apartamento y contemplé el garaje donde guardaba las dos bolsas con mis trastos, mi álbum con los recortes de prensa, los programas de combates y las fotografías publicitarias. Pensé que era bueno aunque no realmente bueno, que me hubiese mantenido en mi peso cuando podría haber ganado unos cinco kilos más y luchar en la categoría de los pesos pesados, y pensé en los combates con pesos medios mexicanos repletos de tortilla en la Sala de la Legión de Eagle Rock donde mi viejo iba a sus reuniones del Bund. El peso semipesado era una categoría que, en realidad, no pertenecía a nadie y pronto comprendí que había sido hecha a mi medida. Podía bailar sobre los dedos de mis pies durante toda la noche, mientras pesase ochenta kilos, y llegar al cuerpo del otro con toda precisión; además, sólo una pala cargadora hubiera sido capaz de aguantar mi gancho de izquierda.

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