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Authors: James Ellroy

La dalia negra (3 page)

Pero no había palas cargadoras en esa categoría porque cualquier boxeador con ganas de subir, que pesara ochenta kilos, tragaba y tragaba hasta lograr convertirse en un peso pesado de verdad, incluso si sacrificaba en ello la mitad de su velocidad y la mayor parte de su pegada. El peso semipesado era un sitio seguro. En esa categoría tenías garantizadas bolsas de cincuenta dólares sin que te hicieran daño. La categoría era salir en el
Times
citado por Braven Dyer, verse adulado por el viejo y sus amigotes comejudíos y ser un tipo importante mientras que no abandonara Glassell Park y Lincoln Heights. Era todo lo lejos que como boxeador con un talento natural podía llegar... sin verme obligado a demostrar que tenía redaños.

Y entonces, Ronnie Cordero apareció.

Era un peso medio mexicano llegado de El Monte, rápido, con el poder de noquear en las dos manos y una defensa parecida a la de un cangrejo, la guardia alta, los codos pegados a los flancos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo. Sólo tenía diecinueve años y poseía unos huesos enormes para su peso, con el potencial de crecimiento suficiente como para hacerle subir de un salto dos categorías hasta el peso pesado y los montones de dinero. Había conseguido catorce victorias seguidas por KO en el Olímpico, al cargarse de forma fulgurante a todos los pesos medios importantes de Los Ángeles. Como todavía estaba creciendo y anhelaba que la calidad de sus oponentes fuese más alta, Cordero me lanzó un desafío mediante la página deportiva del
Herald.

Sabía que iba a comerme crudo. Sabía que perder ante un cocinero de tacos arruinaría mi celebridad local. Sabía que huir del combate me haría daño, pero que librar ese combate me mataría. Empecé a buscar un lugar al cual huir. El Ejército, la Armada y la Infantería de Marina parecían buenos sitios pero entonces bombardearon Pearl Harbour y les dieron un aspecto distinto por completo. Además, mi viejo sufrió un ataque, perdió su trabajo y su pensión y empezó a tomar papillas para bebé a través de una paja. Conseguí librarme del reclutamiento por mi situación familiar y me uní al Departamento de Policía de Los Ángeles.

Me daba cuenta de hacia dónde iban mis ideas. Los imbéciles del FBI me preguntaban si me tenía por alemán o por estadounidense y yo les daría mi respuesta con la demostración de que estaba dispuesto a probar mi patriotismo. Luché contra lo que venía después de aquello y me concentré en el gato de mi patrona, que acechaba a un arrendajo sobre el tejado del garaje. Cuando el gato saltó sobre él, admití ante mí mismo hasta qué punto deseaba que el rumor de Johnny Vogel fuera cierto.

La Criminal era la celebridad local para un poli. La Criminal era el traje de paisano, sin necesidad de llevar abrigo ni corbata, emoción, aventura y dietas por kilometraje en tu coche de civil. La Criminal era la persecución de los tipos realmente malos y no el tener que atrapar a los borrachos y a los vagabundos que se reunían delante de la Misión de Medianoche. La Criminal era el trabajo en la oficina del fiscal del distrito, con un pie metido en la categoría de los detectives y cenas tardías con el mayor Bowron, cuando él estuviera de buen humor y quisiera que se le contasen historias de guerra.

Al pensar en ello, empezó a dolerme. Fui al garaje y comencé a darle puñetazos al saco de entrenamiento hasta sentir calambres en los brazos.

Durante las siguientes semanas trabajé en un coche con radio cerca del límite norte de nuestro perímetro. Me encargaba de curtir a un tipo que siempre hablaba demasiado y que se llamaba Sidwell, un niñato que acababa de servir tres años como policía militar en el Canal. Estaba pendiente de cada palabra mía con la babeante tenacidad de un perrito faldero y se había enamorado hasta tal punto del trabajo policíaco civil que se dedicaba a rondar por la comisaría después de haber terminado su turno. Allí, hacía el idiota con los carceleros, golpeaba con la toalla a los carteles de «Se busca» que había en la sala y, por lo general, molestaba a todos de tal forma que alguien se cansaba y le decía que se fuera a su casa.

No tenía el menor sentido del decoro y podía hablar con cualquiera de lo que fuese. Yo era uno de sus temas favoritos y se encargaba de transmitirme todos los cotilleos de la comisaría.

La mayor parte de los rumores me dejaban frío: el jefe Horrall iba a poner en marcha un equipo de boxeo que abarcaría todas las comisarías y me mandaría como un cohete a la Criminal para asegurarse de que yo figurara en él junto con Blanchard; al parecer, Ellis Loew, el trepador de la oficina del fiscal, había ganado un montón de dinero apostando por mí antes de la guerra y ahora me estaba concediendo una recompensa con atrasos. Horrall había rescindido su orden prohibiendo los combates privados y algunos jefazos que tiraban de los hilos adecuados querían tenerme contento para así poder llenarse los bolsillos cuando apostaran por mí.

Todas esas historias me sonaban demasiado raras y ridículas, aunque, en cierto modo, sabía que el boxeo 'se encontraba detrás de mi posición como un tipo con posibilidades de subir aprisa. A lo que sí le di crédito era a que la elección para la Criminal se estaba reduciendo a Johnny Vogel o a mí.

Aquél tenía un padre que trabajaba a los tipos de la Central; cinco años antes, yo había conseguido treinta y seis victorias y no había perdido ni un solo combate en la categoría de pesos que llamaban la-tierra-de-nadie. Sabiendo que el único modo de combatir al nepotismo era dar el peso adecuado, empecé a golpear sacos, me salté comidas y practiqué con la comba hasta que de nuevo volví a ser un perfecto peso pesado ligero, seguro y sin problemas. Luego, esperé.

2

Pasé una semana en el límite de los ochenta kilos, harto de entrenarme. Cada noche soñaba con filetes, hamburguesas con chiles y pasteles de coco a la crema. Mis esperanzas de conseguir el puesto en la Criminal se habían reducido hasta el punto de que las habría cambiado con toda alegría por unas costillas de cerdo en el Pacific Dinning Car. El vecino que cuidaba del viejo por cien pavos al mes me había llamado para decirme que su comportamiento volvía a ser raro: les disparaba a los perros del vecindario con su escopeta de balines y se gastaba el cheque de la Seguridad Social en revistas de chicas ligeras de ropa y modelos de aeroplano. Había llegado a un punto en el cual tendría que hacer algo con él; por eso, cada abuelo sin dientes que me encontraba hería mi vista como una gargolesca versión de Dolph Bleichert, el chalado. Observaba a uno de ellos, que cruzaba con pasos inseguros de la Tercera a Hill, cuando recibí la llamada de radio que cambió mi vida para siempre.

—11-A-23, llame a la comisaría. Repito: 11-A-23, llame a la comisaría.

Sidwell me dio un codazo.

—Tenemos una llamada, Bucky.

—Acusa recibo.

—El encargado ha dicho que llamemos a la comisaría.

Giré a la izquierda y estacioné el coche. Después, señalé el teléfono de la esquina, encerrado en su caja metálica.

—Usa la llave maestra. Ésa que llevas colgada al lado de las esposas.

Sidwell obedeció. Unos instantes después volvió al trote al coche patrulla, con grave expresión de seriedad.

—Se supone que debes presentarte de inmediato al jefe de detectives —dijo.

Mi primer pensamiento fue para el viejo. A toda velocidad, recorrí con el coche las seis manzanas que me separaban del ayuntamiento, y le dejé el coche-patrulla a Sidwell. Luego, subí en el ascensor hasta las oficinas del jefe Thad Green, en la cuarta planta. Una secretaria me dejó entrar en el santuario del jefe y allí, sentados en sillones de cuero, me encontré a Lee Blanchard, más peces gordos de los que nunca había visto reunidos en un solo sitio y un tipo delgado como una araña que vestía un traje de mezclilla, con chaleco incluido.

—El oficial Bleichert —anunció la secretaria, y me dejó allí, de pie, en medio de la habitación muy consciente de que el uniforme me colgaba del cuerpo, enflaquecido, igual que una tienda de campaña. Entonces, Blanchard, que vestía pantalones oscuros y una chaqueta marrón, se levantó de su sillón y jugó a ser maestro de ceremonias.

—Caballeros, Bucky Bleichert. Bucky, de izquierda a derecha en uniforme, tenemos al inspector Malloy, al inspector Stensland y al jefe Green. El caballero trajeado es Ellis Loew, de la oficina del fiscal del distrito.

Asentí con la cabeza y Thad Green me señaló un asiento vacío encarado al grupo. Me instalé en él y Stensland me entregó un fajo de papeles.

—Lea esto, oficial. Es el editorial de Braven Dyer para el próximo
Times
del sábado.

La primera página tenía como encabezamiento la fecha 14/10/46, con un título debajo en letras mayúsculas: «Fuego y hielo entre lo mejor de Los Ángeles»; debajo, empezaba el texto escrito a máquina:

Antes de la guerra, la ciudad de Los Ángeles se vio agraciada con dos boxeadores locales, nacidos y criados apenas a ocho kilómetros de distancia el uno del otro, pugilistas con estilos tan distintos como el fuego y el hielo. Lee Blanchard era un molino de viento con las piernas arqueadas cuya pegada tenía la potencia del tiro de una honda, y cuando daba puñetazos las chispas llovían sobre las primeras filas de asientos. Bucky Bleichert entraba en el cuadrilátero tan tranquilo e impasible que resultaba fácil creer que era inmune al sudor. Podía bailar sobre la punta de sus pies mejor que Bojangles Robinson, y sus ganchos aderezaban cada vez el rostro de su oponente hasta que parecía el filete tártaro que sirven en el Mike Lyman's Grill. Los dos hombres eran poetas: Blanchard el poeta de la fuerza bruta, Bleichert el poeta contrario de la velocidad y la astucia. En conjunto, ganaron 79 combates y sólo perdieron cuatro. Tanto en el ring como en la tabla de los elementos, el fuego y el hielo resultan difíciles de vencer.

El señor Fuego y el señor Hielo jamás pelearon entre ellos. Los límites de los territorios formados por las distintas categorías los mantenían aparte. Pero cierto sentido del deber hizo que se acercaran en espíritu, y los dos hombres ingresaron en el Departamento de Policía de Los Ángeles, y siguieron peleando fuera del ring... esta vez en la guerra contra el crimen. Blanchard resolvió el asombroso robo al banco de Boulevard-Citizens en 1939 y capturó a Tomás dos Santos, autor de un asesinato imposible de olvidar. Bleichert sirvió de forma distinguida durante la guerra de las cazadoras, del 43. Ahora, ambos son oficiales en la Central: el señor Fuego, 32 años, es sargento en la prestigiosa Brigada Criminal; el señor Hielo, 29 años, patrullero, cubre el peligroso territorio de la zona sur de Los Ángeles. No hace mucho tiempo, les pregunté, tanto a Fuego como a Hielo, por qué habían perdido sus mejores años en el cuadrilátero para, después, convertirse en policías. Sus respuestas indican el carácter de esos soberbios hombres:

Sargento Blanchard: «La carrera de un boxeador no dura para siempre; sin embargo, la satisfacción de servir a tu comunidad, sí».

Oficial Bleichert: «Yo quería luchar contra oponentes más peligrosos, sobre todo los criminales y los comunistas».

Lee Blanchard y Bucky Bleichert hicieron grandes sacrificios para, servir a su ciudad y en el día de elecciones, el 5 de noviembre, los votantes de Los Ángeles verán cómo se les pide hacer lo mismo que ellos: votar una moción de conceder cinco millones de dólares al Departamento de Policía de Los Ángeles para modernizar su equipo y proporcionar un aumento del ocho por ciento de su paga a todo el personal. Tengan en mente los ejemplos del señor Fuego y el señor Hielo. Vote «Sí» a la propuesta B el día de las elecciones.

Cuando hube terminado, le entregué de nuevo las páginas al inspector Stensland. Abrió la boca para decir algo pero Thad Green le hizo callar.

—Díganos lo que le ha parecido esto, oficial. Y sea sincero.

Tragué saliva para que la voz no me temblara.

—Es muy sutil.

Stensland se ruborizó, Green y Malloy sonrieron, Blanchard lanzó una risotada sin contenerse.

—La propuesta B va a ser derrotada —dijo Ellis Loew—, pero hay una posibilidad de someterla de nuevo a votación en las elecciones de la primavera próxima. Lo que teníamos en...

—Ellis por favor —le cortó Green y se volvió otra vez hacia mí—. Una de las razones por las que la moción no saldrá adelante es que el público no se encuentra nada satisfecho con el servicio que se le ha dado hasta ahora. Nos faltó gente durante la guerra y algunos de los hombres que contratamos para remediarlo resultaron ser manzanas podridas y nos dieron mala fama a todos. Además, desde que la guerra acabó, nos hemos visto inundados por los delincuentes, y un montón de hombres buenos se han jubilado. Hay que reconstruir dos comisarías y necesitamos ofrecer unos salarios iniciales más altos con el fin de atraer a mejores hombres. Para todo eso hace falta dinero, y los votantes no van a dárnoslo en noviembre.

Empezaba a ver el cuadro con bastante claridad.

—Ha sido idea suya, consejero —dijo Malloy—. Explíqueselo usted.

—Apuesto dólares contra donuts a que podemos hacer pasar la propuesta en la votación especial del cuarenta y siete —dijo Loew—. Pero necesitamos que haya más entusiasmo público hacia el Departamento para lograrlo. Hemos de levantar la moral dentro del Departamento e impresionar a los votantes con la calidad de nuestros hombres. Los buenos boxeadores de pura raza blanca resultan atractivos, Bleichert. Eso usted lo sabe.

Miré a Blanchard.

—Usted y yo, ¿eh?

Blanchard me guiñó el ojo.

—Fuego y Hielo. Cuéntele el resto, Ellis.

Loew torció el gesto al oírle utilizar su nombre de pila, y continuó:

—Un combate a diez asaltos dentro de tres semanas a contar desde hoy en el gimnasio de la academia. Braven Dyer es un buen amigo personal mío y se encargará de ir creando la expectación en su columna. Las entradas costarán dos dólares cada una y habrá una mitad de aforo para policías y sus familias y otra mitad para civiles. Los ingresos irán al programa de beneficencia de la policía. A partir de ahí, construiremos un equipo de boxeo de todas las categorías, todo con chicos blancos de pura raza y buen aspecto. Los miembros del equipo tendrán un día libre a la semana para enseñarles a los niños de pocos medios el arte de la autodefensa: Montones de publicidad, hasta que llegue la elección especial del cuarenta y siete.

Todos los ojos permanecían clavados en mí. Contuve el aliento, en espera de que se me ofreciera el puesto en la Criminal. Cuando vi que nadie decía palabra, miré a Blanchard de soslayo. Su torso parecía dotado de un poder brutal pero su estómago se había ablandado y yo era más joven, más alto y, también quizá, mucho más rápido que él.

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