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Authors: James Ellroy

La dalia negra (9 page)

Resistí el impulso de preguntar «¿Por qué no estás tirándote a Kay Lake?», y, «Ya que hablamos del tema, ¿cuál es su historia?».

—Sí. ¿Por qué dejaste de pelear y te uniste al Departamento? Y no me digas que lo hiciste por la desaparición de tu hermana pequeña y porque el' atrapar criminales te hace sentir que todo está en su sitio. Ya he oído eso un par de veces y no me lo trago.

Lee mantenía los ojos clavados en el tráfico.

—¿Tienes hermanas? ¿Tienes algún pariente de esa edad, un crío que te importe de verdad?

Negué con un movimiento de cabeza.

—Mi familia está muerta.

—Laurie, también. Lo comprendí al fin cuando tenía quince años. Mis padres seguían gastando dinero en poner anuncios y en detectives, pero yo sabía que se la habían cargado. No paraba de imaginármela creciendo. La reina del baile, la primera en todas las asignaturas, con su propia familia creada... Me dolía mucho, así que empecé a imaginar que crecía en el mal sentido. Ya sabes, una cualquiera. La verdad es que eso resultaba consolador, pero me daba la misma sensación que si me estuviera cagando encima de su cara.

—Oye, mira, lo siento —dije.

Lee me dio un suave codazo.

—No lo sientas, porque tienes razón. Dejé de pelear y me uní a la poli porque Benny Siegel empezaba a hacerme sudar. Compró mi contrato y asustó a mi mánager para que se largara. Después, me prometió una oportunidad con Joe Louis si hacía dos tongos para él. Le contesté que no e ingresé en el Departamento porque los chicos judíos del Sindicato tienen una regla que prohíbe matar polis. Estaba cagado de miedo, temía que me matara de todas formas, entonces, cuando oí decir que los atracadores del Boulevard-Citizens se habían llevado un poco de dinero de Benny junto con el del banco, sacudí todos los troncos cercanos hasta Conseguir la cabeza de Bobby de Witt encima de una bandeja. Y se lo ofrecí a Benny para que hiciera lo que quisiera con él. Su segundo de a bordo le convenció para que no se lo cargara, así que llevé el tipo a la policía de Hollywood. Y ahora Benny es mi amigo. Siempre me pasa datos sobre a qué caballos debo apostar. ¿Siguiente pregunta?

Decidí no pedir más información sobre Kay. Al mirar hacia la calle, vi que la ciudad había cedido el paso a bloques de casitas mal cuidadas. La historia sobre Bugsy Siegel continuaba por la cabeza; seguía con ello cuando Lee redujo la velocidad y llevó al coche hacia la acera.

Logré farfullar un «Qué diablos...».

—Esto es para mi satisfacción personal —dijo Lee—. ¿Recuerdas al violador de criaturas del informe?

—Seguro.

—Tierney dijo que hay cuatro sodomías por resolver en Highland Park, ¿correcto?

—Correcto.

—Y mencionó que había un informe sobre sus relaciones conocidas, ¿no?

—Seguro. ¿Qué...?

—Bucky, leí ese informe y reconocí el nombre de un tipo... Bruno Albanese. Proporciona coartadas y es un perista de poca monta. Trabaja en un restaurante mexicano de Highland Park que utiliza como base. Llamé a los polis de Highland Park, conseguí los lugares donde se habían producido las violaciones y me enteré de que dos de ellas sucedieron a un kilómetro escaso del tugurio que ese tipo ronda. Ésta es su casa y, según los archivos, tiene todo un montón de multas de tráfico por pagar y se han emitido citaciones por ello. ¿Quieres que te haga un esquema del resto?

Salí del coche y crucé un patio delantero cubierto de hierbajos y cagadas de perro. Lee me alcanzó cuando ya estaba en el porche y llamó al timbre; del interior de la casa brotaron furiosos ladridos.

La puerta se abrió con una cadena de seguridad que iba de ella hasta el marco. Los ladridos crecieron en intensidad; por la abertura distinguí a una mujer bastante desaliñada. «¡Agentes de policía!», grité. Lee metió su pie a modo de cuña en el espacio que había entre el quicio y la puerta; yo introduje la mano y arranqué la cadena de un tirón. Lee abrió de un empujón y la mujer salió corriendo hacia el porche. Entré en la casa, pensando dónde estaría el perro y cómo sería. Me encontré en una sala sucia y más bien miserable cuando un gran mastín de color marrón saltó sobre mí, con la boca abierta del todo. Busqué a tientas mi pistola... y la bestia empezó a lamerme la cara.

Nos quedamos inmóviles, las patas delanteras del perro sobre mis hombros, igual que si estuviéramos a punto de bailar. Una lengua enorme me lamía sin parar y la mujer chilló:

—¡
Hacksaw
, sé bueno! ¡Sé bueno!

Agarré las patas del perro y le hice ponerlas en el suelo; sin perder ni un segundo, el animal concentró su atención en mi ingle. Lee le hablaba a la mujer, y le enseñaba una tira de instantáneas policiales. Ella meneaba la cabeza en una continua negativa, las manos en las caderas, el vivo retrato de una ciudadana airada. Con
Hacksaw
pisándome los talones, me reuní con ellos.

—Señora Albanese —dijo Lee—, este agente es el encargado del asunto. ¿Quiere contarle lo que me acaba de contar a mí?

La mujer agitó los puños;
Hacksaw
empezó a explorar la ingle de Lee.

—¿Dónde está su esposo, señora? —dije yo—. No tenemos todo el día.

—¡Se lo dije a él y se lo diré a usted! ¡Bruno ha pagado su deuda con la sociedad! ¡No se mezcla con criminales y no conozco a ningún Coleman, se apellide como se apellide! ¡Es un hombre de negocios! ¡El agente encargado de su libertad condicional le hizo dejar de rondar por ese sitio mexicano y no sé dónde está! ¡
Hacksaw
, pórtate bien!

Yo miré al auténtico agente encargado del 'asunto, que se hallaba bailoteando torpemente con un perro de noventa kilos.

—Señora, su esposo es un conocido perista con un montón de infracciones de tráfico. En el coche tengo una lista de mercancías calientes y si no me dice dónde está, pondré patas arriba su casa hasta encontrar algo sucio. Entonces, la arrestaré a usted por tener mercancías robadas. ¿Cuál de las dos cosas prefiere?

La mujer se golpeó las piernas con los puños; Lee luchó con
Hacksaw
hasta conseguir que se pusiera a cuatro patas.

—Hay gente incapaz de responder adecuadamente a la cortesía —dijo—. Señora Albanese, ¿sabe usted qué es la ruleta rusa?

La mujer hizo un mohín.

—¡No soy tonta y Bruno ha pagado su deuda con la sociedad!

Lee sacó una 38 de cañón corto de la parte trasera de su cinturón, comprobó el cilindro y lo cerró de un golpe seco.

—En este arma hay una bala. ¿Crees que hoy es tu día de suerte,
Hacksaw
?

Hacksaw
dijo: «Woof» y la mujer exclamó: «¡No se atreverá!». Lee puso la 38 en la sien del perro y apretó el gatillo. El percutor hizo
click
en una cámara vacía; la mujer dio un respingo y empezó a ponerse pálida.

—Faltan cinco —dijo Lee—. Vete preparando para el cielo de los perros,
Hacksaw
.

Lee apretó el gatillo por segunda vez; yo contuve la risa, notando como me temblaba el estómago, cuando el percutor hizo
click
de nuevo y
Hacksaw
le lamió las pelotas, aburrido del juego. La señora Albanese estaba rezando fervorosamente con los ojos cerrados.

—Hora de conocer a tu creador, perrito —dijo Lee.

—¡No, no, no, no, no! —balbuceó la mujer—. ¡Bruno está en un bar de Silverlake! ¡El Buena Vista 6 el Vendome! ¡Por favor, deje en paz a mi niño!

Lee me mostró el cilindro vacío de su 38 y volvimos al coche con los felices ladridos de
Hacksaw
despertando ecos a nuestra espalda. Me estuve riendo durante todo el camino hasta Silverlake.

El Buena Vista era un bar con parrilla construido igual que un rancho de estilo español: paredes de adobe encalado y torretas festoneadas con luces navideñas seis semanas antes de la festividad. El interior era fresco, todo en madera oscura. Había un largo mostrador de roble justo al lado de la entrada, con un hombre detrás que estaba limpiando vasos. Lee le mostró su placa durante una fracción de segundo.

—¿Bruno Albanese?

El hombre señaló hacia la parte trasera del restaurante, con los ojos bajos.

La parte trasera del salón era estrecha, con reservados tapizados en cuero y luces tenues.

Del último reservado nos llegaron los ruidos producidos por alguien que comía con voracidad: era el único ocupado. Un hombre delgado, de tez morena, estaba encorvado sobre un plato lleno de judías, chiles y huevos a la ranchera, y se metía la comida en la boca como si se tratara de la última que fuese a disfrutar en la Tierra.

Lee golpeó la mesa con los nudillos.

—Agentes de policía. ¿Es usted Bruno Albanese?

El hombre alzó la vista.

—¿Quién, yo? —preguntó a su vez.

Lee se deslizó al interior del reservado y señaló hacia el tapiz religioso colgado en la pared.

—No, el niño en el pesebre. Hagamos que esto vaya rápido para que no me vea obligado a verle comer. Tiene una orden de busca por infracciones de tráfico, pero a mi compañero y a mí nos gusta su perro, así que no vamos a detenerle a usted. ¿Verdad que es un gran gesto por nuestra parte?

Bruno Albanese eructó.

—¿Significa eso que usted desea pillar a otro?

—Chico listo —dijo Lee, y puso sobre la mesa la foto de Maynard alisándola con la mano—. Le gusta metérsela a los niños pequeños. Sabemos que le vende cosas a usted y no nos importa. ¿Dónde está?

Albanese miró la foto y soltó un hipo.

—Nunca he visto a este tipo antes. Alguien les ha conducido en mala dirección.

Lee me miró y suspiró.

—Hay gente que no responde a la buena educación —comentó.

Entonces, agarró a Bruno Albanese por la nuca y le metió el rostro en el plato, lo cual hizo que le entrara grasa por la boca, la nariz y los ojos, mientras agitaba los brazos a lo loco y golpeaba la mesa con las piernas. Lee lo mantuvo en esa posición y dijo:

—Bruno Albanese era un buen hombre, un buen esposo y un buen padre para su hijo
Hacksaw
. No cooperaba mucho con la policía pero, ¿quién espera hallar la perfección? Socio, ¿puedes darme una sola razón para que perdone la vida a este mierda?

Albanese estaba emitiendo fuertes gorgoteos; sus huevos a la ranchera se estaban llenando de sangre.

—Ten compasión —dije yo—. Incluso un perista merece una última cena mejor que ésta.

—Muy bien dicho —replicó Lee y soltó la cabeza de Albanese.

Éste se levantó, lleno de sangre y jadeante, en busca de algo de aire, limpiándose todo un recetario mexicano de la cara. Cuando tuvo algo de aliento logró graznar:

—¡Apartamentos Versalles, entre la Sexta y Saint Andrews, habitación 803 y, por favor, no revelen que yo se lo he dicho!

—Buen provecho, Bruno —dijo Lee.

—Eres un buen chico —apostrofé yo.

Salimos a la carrera del restaurante y fuimos a toda velocidad hasta la Sexta y Saint Andrews.

Los buzones de correos que había en el vestíbulo del Versalles tenían a un Maynard Coleman en el Apartamento 803. Subimos en el ascensor hasta la octava planta e hicimos sonar el timbre; yo pegué la oreja a la puerta y no oí nada. Lee sacó una anilla llena de ganzúas y empezó a trabajar en la cerradura hasta que una de ellas encajó y el mecanismo cedió con un seco chasquido.

Entramos en una habitación pequeña, caliente y oscura. Lee encendió la luz del techo, que iluminó una cama plegable tipo Murphy cubierta de animales de peluche: ositos, pandas y tigres. El lecho apestaba a sudor y a un olor medicinal que no logré identificar. Arrugué la nariz y Lee se encargó de identificarlo por mí.

—Vaselina mezclada con cortisona. Los homosexuales lo utilizan para lubricar los traseros. Iba a entregarle a Maynard personalmente al capitán Jack, pero ahora dejaré que Vogel y Koenig le den un repaso antes.

Fui hacia la cama y examiné los muñecos; todos tenían mechones de suave cabello infantil pegados entre las patas con cinta adhesiva. Con un estremecimiento, miré a Lee. Estaba pálido, sus rasgos faciales retorcidos por toda una serie de gestos. Nuestros ojos se encontraron y salimos en silencio de la habitación. Luego, bajamos en el ascensor.

—¿Ahora, qué? —pregunté cuando estuvimos en la acera.

A Lee le temblaba un poco la voz.

—Busca una cabina telefónica y llama a los de tráfico. Dales el alias de Maynard y su dirección y pregúntales si tienen procesada alguna papeleta rosa de infracción que coincida en el último mes o algo así. Si la tienen, consigue una descripción del vehículo y el número de la matrícula. Me reuniré contigo en el coche.

Corrí hacia la esquina, encontré un teléfono público y marqué el número de la línea para información policial de tráfico. Me respondió uno de los empleados:

—¿Quién pide la información?

—El agente Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles placa 1611. Información sobre multas de un coche, Maynard Coleman o Coleman Maynard, Saint Andrews Sur, 643. Los Ángeles. Es probable que sean recientes.

—Entendido..., un minuto.

Esperé, cuaderno de notas y pluma en mano, mientras pensaba en los animales de peluche. Unos buenos cinco minutos después el «Agente, positivo» que oí logró sobresaltarme.

—Dispare.

—Sedán De Soto, 1938, verde oscuro, licencia B de Boston, V de Victor, 1-4-3-2. Repito, B de barco...

Lo anoté todo, colgué y regresé corriendo al coche. Lee examinaba un callejero de Los Ángeles, y tomaba notas.

—Lo tenemos —dije.

Lee cerró la guía.

—Es probable que merodee por las escuelas. Sabemos que las había cerca de los sitios donde ocurrieron los sucesos de Highland Park y por aquí hay media docena de ellas. He hablado por radio con las centrales de Hollywood y Wilshire y les he dicho lo que tenemos. Los coches patrulla se pararán cerca de las escuelas y se dedicarán a buscar a Maynard. ¿Qué tienen los de tráfico?

Señalé hacia mi cuaderno de notas; Lee cogió el micrófono de la radio y conectó el interruptor de emisión. Hubo un estallido de estática y luego el aparato se quedó muerto.

—¡Mierda, pongámonos en marcha! —exclamó.

Recorrimos las escuelas elementales de Hollywood y el distrito de Wilshire. Lee conducía y yo examinaba las aceras y los patios de las escuelas buscando De Sotos verdes y tipos que anduvieran rondando por allí. Nos detuvimos en un teléfono de la policía y Lee llamó a Wilshire y a Hollywood para darles los datos obtenidos de tráfico y conseguir la seguridad de que serían transmitidos a cada coche que tuviera radio en cada uno de los turnos.

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