Authors: James Ellroy
—Estoy de acuerdo —dije, antes de encontrar alguna razón para echarme atrás.
Los peces gordos saludaron mi decisión con una salva de aplausos; Ellis Loew sonrió, y al hacerlo, dejó al descubierto unos dientes que parecían pertenecer a una cría de tiburón.
—La fecha es el veintinueve de octubre, una semana antes de la elección —dijo—. Ambos podrán usar, sin limitaciones, el gimnasio de la academia para su entrenamiento. Diez asaltos es pedirle mucho a dos hombres que han estado inactivos durante tanto tiempo como ustedes, pero cualquier otra cosa resultaría ridícula. ¿No están de acuerdo?
Blanchard lanzó un bufido.
—O propia de comunistas.
Loew le dedicó una mueca toda dientes afilados.
—Sí, señor —dije.
El inspector Malloy alzó una cámara y trinó:
—Vigile el pajarito, hijo.
Me puse en pie y sonreí sin separar los labios; una bombilla de flash hizo erupción. Vi las estrellas, me dieron unos cuantos golpes en la espalda y cuando la camaradería acabó y se me despejó la visión, Ellis Loew estaba delante de mí.
—He apostado mucho por usted y el premio es muy alto —dijo—. Y si no pierdo mi apuesta, espero que pronto seremos colegas.
—Sí, señor —respondí, aunque pensé: «Eres un bastardo muy sutil».
Loew me dio un fláccido apretón de manos y se fue. Yo me froté los ojos para quitarme la última estrella de ellos y vi que la habitación estaba vacía.
Bajé en el ascensor y, mientras lo hacía, pensaba en sabrosos modos de recuperar los kilos que había perdido. Blanchard debía pesar algo más de noventa; si yo me enfrentaba a él con mi viejo y cómodo peso de ochenta kilos me dejaría hecho polvo cada vez que lograra atravesar mi guardia. Intentaba elegir entre la Despensa y Little Joe's cuando llegué al aparcamiento y vi a mi adversario, en carne y hueso..., que hablaba con una mujer que le lanzaba anillos de humo a un cielo que parecía de postal.
Me dirigí hacia ellos. Blanchard se apoyaba en un patrullero sin señales de, identificación, y agitaba las manos ante la mujer, la cual seguía muy concentrada en sus anillos de humo, que dejaba escapar en grupitos de tres o cuatro al mismo tiempo. Cuando me acerqué, ella se encontraba de perfil, la cabeza ladeada hacia arriba, la nuca arqueada y una mano sobre la portezuela del patrullero para sostenerse. Una cabellera castaño rojiza cortada al estilo paje le rozaba los hombros y el largo y delgado cuello; la forma en que le quedaba su chaqueta Eisenhower y su falda de lana me indicó que todo su cuerpo era delgado.
Blanchard me vio y le dio un codazo. Ella volvió no sin haber vaciado antes sus pulmones de humo. Ahora, cerca de ella, distinguí un rostro fuerte y bonito que parecía estar hecho con partes que no encajaran entre sí: la frente alta y despejada, que daba un aire incongruente a su peinado, la nariz torcida; labios generosos y unos grandes ojos entre el negro y el marrón.
Blanchard hizo las presentaciones.
—Kay, éste es Bucky Bleichert. Bucky, Kay Lake.
La mujer aplastó su cigarrillo con el pie. Yo dije «Hola», al tiempo que me preguntaba si sería la chica que Blanchard había conocido durante el juicio por el atraco de Boulevard-Citizens. No actuaba como la muñeca de un atracador de bancos, ni aunque hubiera estado años acostándose con un policía.
Su voz tenía un ligero deje de las praderas.
—Te vi boxear varias veces. Y ganaste todas ellas.
—Siempre gano. ¿Eres aficionada al boxeo? Kay Lake meneó la cabeza.
—Lee solía llevarme a rastras a los combates. Iba a clase de arte antes de la guerra, así que me llevaba mi cuaderno de dibujo y hacía esbozos de los boxeadores.
Blanchard pasó un brazo alrededor de sus hombros.
—Me obligó a dejar los combates a puerta cerrada. Dijo que no tenía ganas de acabar viendo cómo hacía el baile de los vegetales.
Empezó una imitación de un boxeador sonado que intentara parar los golpes y Kay Lake se apartó un poco de él, con el gesto torcido. Blanchard la miró rápidamente y luego lanzó unos cuantos ganchos de izquierda y unos cortos pases al aire con la derecha. Los puñetazos se veían venir a kilómetros de distancia y en mi mente conté el contraataque rápidamente: uno, dos, a su mentón y a su estómago.
—Intentaré no hacerte daño —dije.
Kay me miró con ojos furiosos ante mi observación; Blanchard sonrió.
—Tendré que hablar semanas enteras con ella para convencerla de que me deje boxear. Le he prometido un coche nuevo si no pone demasiados morritos.
—No hagas ninguna apuesta que luego no seas capaz de cubrir.
Blanchard se rió y luego, dando un paso hacia Kay, la abrazó con fuerza.
—¿A quién se le ha ocurrido todo eso? —pregunté.
—A Ellis Loew. Consiguió que yo entrara en la Criminal; después, mi compañero presentó sus papeles de jubilación y Loew empezó a pensar en ti para sustituirle. Hizo que Braven Dyer escribiera toda esa mierda del Fuego y el Hielo y luego le llevó el pastelito a Horrall. Jamás se lo habría tragado pero todas las encuestas decían que la propuesta se iba a hundir hasta el fondo de los mares, así que a regañadientes acabó dando luz verde.
—¿Ha apostado dinero por mí? ¿Conseguiré entrar en la Criminal si gano?
—Algo parecido. Al fiscal del distrito no le gusta mucho la idea y, además, piensa que nosotros dos no funcionaremos de compañeros. Pero va a seguirles la corriente... Horrall y Thad Green lo convencieron. Personalmente, casi espero que ganes. Si pierdes, me quedaré con Johnny Vogel. Está gordo, se tira pedos, le apesta el aliento y su papi es el capullo más grande de toda la Central. Siempre le hace recados al niño prodigio judío... Además...
Con suavidad, clavé la punta de mi índice en el pecho de Blanchard.
—¿Y qué sacas tú de todo esto?
—Las apuestas funcionan en los dos sentidos. A mi niña le gustan las cosas bonitas y no puedo permitir que se lleve un disgusto. ¿Verdad que no, cariño?
—Sigue hablando de mí en tercera persona —dijo Kay—. Es algo que me encanta.
Blanchard alzó las manos en un burlón gesto de rendición; los oscuros ojos de Kay parecían arder.
—¿Qué piensa usted de todo el asunto, señorita Lake? —pregunté al sentir una cierta curiosidad hacia ella.
Ahora sus ojos bailaban llenos de lucecitas.
—Por razones estéticas, espero que los dos tengáis un buen aspecto con la camisa quitada. Por razones morales, espero que el Departamento de Policía de Los Ángeles se vea puesto en ridículo por perpetrar esta farsa. Por razones financieras, espero que Lee gane.
Blanchard se rió y dio una fuerte palmada en la capota del patrullero; yo olvidé mi vanidad y sonreí, con toda la boca abierta. Kay Lake me miró a los ojos y, por primera vez —sí, era algo extraño, pero estoy seguro de ello—, tuve la sensación de que el señor Fuego y yo estábamos haciéndonos amigos. Extendí la mano.
—Toda la suerte del mundo, victoria aparte —dije, y extendí la mano.
Lee me la apretó.
—Lo mismo para ti —replicó él.
Kay nos abarcó a los dos con una mirada indicativa de que nos consideraba dos niños algo retrasados. Me llevé la mano al ala del sombrero, lo ladeé un poco en señal de despedida y comencé a andar.
—Dwight... —llamó Kay, y me pregunté cómo sabía mi auténtico nombre. Cuando me di la vuelta, dijo—: Se te vería muy bien si te hicieras arreglar los dientes.
La pelea se convirtió en la sensación del Departamento y, luego, de Los Ángeles entero. Todo el aforo del gimnasio de la academia estaba vendido a las veinticuatro horas de que Braven Dyer anunciara el acontecimiento en la página deportiva del Times. El teniente de la calle Setenta y Siete nombrado como apostador oficial del Departamento empezó poniendo a Blanchard como favorito por tres a uno, en tanto que los apostadores auténticos favorecían al señor Fuego con un noqueo por dos y medio a uno y por decisión final de los jueces de cinco a tres. Las apuestas entre los departamentos internos de la policía estaban al rojo vivo, y en todas las comisarías montaron cuartos especiales para recogerlas. Dyer y Morrie Ryskind, del
Mirror
, alimentaban la locura en sus columnas y un locutor de la KMPC compuso una cancioncilla llamada
El tango del Fuego y el Hielo
. Respaldada por un grupo de jazz, una soprano de voz aguardentosa canturreaba: «Fuego y Hielo no son como el azúcar y la sal; ciento ochenta kilos duros como el hierro no son cosa de broma. Pero el señor Fuego enciende mi llama y el señor Hielo me enfría la frente, ¡y lo que yo saco es un servicio nocturno de primera clase!».
De nuevo, me convertí en una celebridad local.
Cuando repartían los turnos vi cambiar de manos las fichas de los apostadores y me saludaron polis a quienes nunca había conocido antes; Johnny Vogel, «el gordo», me miraba como si quisiera echarme mal de ojo cada vez que pasaba junto a mí en los vestidores. Sidwell, siempre con su atención a los rumores, dijo que dos tipos del turno de noche habían apostado sus coches y que el jefe de la comisaría, el capitán Harwell, se encargaba de guardar las apuestas de cada uno hasta después del combate. Los de la Brigada Antivicio habían suspendido sus incursiones contra los apostadores clandestinos porque Mickey Cohen recibía diez de los grandes al día en fichas y le estaba pasando el cinco por ciento de todo a la agencia de publicidad empleada por el ayuntamiento en su esfuerzo por conseguir que la propuesta de fondos tuviera éxito. Harry Cohn, el señor Pez Gordo de la Columbia Pictures, había apostado un buen fajo en mi favor por pensar que ganaría por decisión final de los jueces, y si yo cumplía, tendría derecho a un ardiente fin de semana con Rita Hayworth.
Aunque nada de todo eso tenía sentido, resultaba agradable y logré no volverme loco al tener que entrenarme más duro de lo que jamás había hecho antes.
Cada día, al acabar mi turno, me iba directo al gimnasio y trabajaba. Sin hacer caso de Blanchard, de todos los entrometidos que lo rodeaban y de los.policías libres de servicio que me rondaban igual que moscas, me dedicaba a golpear el saco, gancho de izquierda, derecha cruzada, un buen izquierdazo, cinco minutos en cada sesión, todo el tiempo sobre las puntas de los pies; me entrené con mi viejo compañero Pete Lukins y me concentré en el saco de los golpes rápidos hasta que el sudor me cegó y sentí que los brazos se me convertían en goma. Salté a la comba y corrí por las colinas del Parque Elíseo con pesas de un kilo atadas a los tobillos, mientras le lanzaba puñetazos a los árboles y a la vegetación, y dejaba atrás a los perros que vivían allí, alimentándose de lo que encontraban en los cubos de basura. Cuando estaba en casa, me atiborraba de hígado, enormes filetes y espinacas y me quedaba dormido antes de que pudiera quitarme la ropa.
Entonces, faltando nueve días para la pelea, vi a mi viejo y decidí lanzarme a por el dinero.
La ocasión que aproveché fue mi visita mensual. Viajé en coche hasta Lincoln Heights. Me sentía culpable por no haber asomado la nariz allí hasta haber recibido noticias de que volvía a hacer el loco. Le llevé regalos para calmar un poco mi culpabilidad: conservas que había cogido de las tiendas durante mi 'ronda y unas cuantas revistas de chicas, confiscadas. Cuando frené delante de la casa, me di cuenta de que eso no bastaría.
El viejo estaba sentado en el porche y daba tragos de una botella de jarabe para la tos. En una mano sostenía su pistola de balines; con aire distraído, disparaba contra toda una formación de aeroplanos hechos con madera de balsa que estaba alineada sobre la hierba. Estacioné el coche y fui hasta él. Tenía las ropas manchadas de vómito y por debajo de ellas le asomaban los huesos, que le sobresalían como si se los hubieran colocado todos en ángulos equivocados. El aliento le apestaba, tenía los ojos amarillos y bastante velados y la piel que podía ver por entre su descuidada barba blanca estaba iluminada por las venas rotas. Me incliné para ayudarle a que se levantara y él me apartó las manos de un golpe.
—
Scheisskopf!
—farfulló—.
Kleine Scheisskopf!
Tiré de él hasta conseguir levantarle. Dejó caer al suelo la pistola de balines y una buena cantidad de Expectolar.
—
Guten Tag, Dwight
—murmuró, como si me hubiera visto el día anterior.
Yo aparté las lágrimas de mis ojos con la mano.
—Habla en inglés, papá.
Él se agarró el codo derecho con la otra mano y comenzó a agitar el puño ante mí.
—
Englisch Scheisser!
—gritó—.
Churchill Scheisser! Amerikanisch Juden Scheisser!
Lo dejé en el porche y recorrí la casa. La sala aparecía repleta de piezas para montar aeroplanos y de latas de judías a medio abrir con moscas que zumbaban a su alrededor; el dormitorio estaba cubierto con fotos de chicas, la mayor parte de ellas puestas cabeza abajo. El cuarto de baño apestaba a orines viejos y en la cocina había tres gatos que andaban husmeando latas de atún medio vacías. Cuando me acerqué a ellos, me bufaron; les tiré una silla y volví a donde estaba mi padre.
Se encontraba en la barandilla del porche, mesándose la barba. Temí que se cayera, y lo agarré del brazo. Pensé que me echaría a llorar en serio.
—Háblame, papá —dije—. Lo que sea. Haz que me enfade. Dime cómo has logrado dejar la casa tan jodida en tan sólo un mes.
Mi padre intentó soltarse. Yo lo sujeté con más fuerza y luego aflojé mi presa ante el temor de quebrarle los huesos igual que si fueran ramas secas.
—
Du, Dwight? Du?
—murmuró. Y yo supe que había sufrido otro ataque. Había vuelto a perder la memoria y sólo sabía hablar alemán. Rebusqué en mi propia memoria, en un intento de hallar frases en alemán y no logré encontrar nada. Le había odiado tanto de pequeño que me obligué a olvidar el idioma que me había enseñado—.
Wo ist Greta? Wo, Mutti?
—añadió.
Lo rodeé con mis brazos.
—Mamá está muerta. Eras demasiado tacaño para traerle licor de contrabando, y acabó por comprarse un poco de aguardiente de uvas de los negros del Flats. Era alcohol de quemar, papá. Se quedó ciega. La metiste en el hospital y se tiró desde el tejado.
—¡Greta!
Lo abracé con más fuerza.
—Ssssh. Eso ocurrió hace catorce años, papá. Mucho tiempo.
Él intentó apartarme; yo le empujé hacia la puerta del porche y lo aprisioné contra ella. Sus labios se curvaron para lanzar una invectiva y, entonces, el rostro se le quedó vacío de toda expresión: no lograba encontrar las palabras. Cerré los ojos y las encontré yo en su lugar.