—Éste es el despacho del rey —anunció el maestro carnicero.
Antes de librar a Egipto del tirano había que cumplir una formalidad. Una vez más, Iker se felicitó por haber seguido una formación militar en la provincia del Oryx. Su brazo no tembló cuando, con el plato de alabastro, dejó sin sentido, limpiamente, al artesano.
Oculto en las legumbres esparcidas por el suelo, su puñal. Si lo hubieran registrado, no se les habría ocurrido mirar entre la comida. El escriba limpió el arma y se detuvo frente a la puerta. Tenía que olvidar toda sensibilidad, pensar en su venganza, no considerar que acababa con un ser humano, sino con un monstruo.
Y tenía que actuar pronto, muy pronto, sin darle tiempo al rey a reaccionar.
Cuando abría la puerta, una voz grave lo dejó petrificado:
—Entra, Iker. Te estaba esperando.
Bañado en una suave luz que difundían numerosas lámparas, el despacho del monarca era inmenso. Sesostris, sentado con las piernas cruzadas y un papiro desenrollado sobre las rodillas, miraba fijamente al joven.
—Entra y cierra la puerta.
Petrificado, Iker obedeció.
—Puesto que quieres matarme, necesitas otra arma.
El monarca enrolló el papiro y se levantó: un gigante se incorporó ante Iker.
—¿Crees poder herir a un faraón con ese miserable puñal? Toma aquél, el que manejan los genios guardianes del otro mundo.
Iker soltó su arma y, con mano temblorosa, aceptó el regalo de Sesostris.
—Ahora, elige tu función: ¿servidor de Maat o confederado de
isefet
, compañero de Horus o de Seth? ¿Deseas el fuego de la vida que regenera y transmuta o el de la muerte, en el que arden los criminales?
Sesostris no se parecía al tirano que Iker detestaba; nada había en él de huidizo ni de pérfido. Allí estaba, a menos de un metro de distancia, vulnerable, mientras que su agresor blandía un objeto terrorífico, capaz de liquidarlo.
—Decídete, Iker, algunas puertas sólo se abren una
vez.
—Majestad, ¿cómo conocéis mi nombre?
—¿Has olvidado que nos vimos durante una fiesta campesina? Pedí entonces a uno de mis fieles amigos que no te perdiera de vista.
De una oscura esquina de la estancia apareció Sekari.
Iker quedó asombrado.
—¿Tú… tú, el condenado a trabajos forzados, mi criado, que manejaba la escoba y cocinaba?
—Mi función implica competencias múltiples. No eres fácil de seguir, pero el esfuerzo valía la pena. Incluso me vi obligado a escalar un muro y a asustar a Dama Techat para impedir que te retuviera en la provincia del Oryx.
—¿Sabías… conocías mis contactos con Bina, la asiática?
—Tus contactos, sí, pero no el contenido de vuestras entrevistas. Si te conviertes en un fiel al faraón, el único garante de Maat, le revelarás lo que se trama en Kahun. Estoy convencido de que Heremsaf, a quien le debes tu ascenso a la dignidad de sacerdote temporal de Anubis, ha sido asesinado. Eres el centro de una terrible conspiración, Iker. Hasta ahora te han manipulado. Abre los ojos de una vez.
El joven fue presa del vértigo.
—Vayamos a sentarnos —recomendó el monarca—. Sekari, ¿crees que la seguridad está garantizada de nuevo?
—Los guardias están en su puesto. Por lo que al maestro carnicero se refiere, saldrá de ésta con una buena jaqueca. Antes de que denuncie a Iker, Sehotep le explicará que se trata de un asunto de Estado en el que su ayudante de un día no está implicado en absoluto.
Un velo se desgarraba. Allí, en el palacio, en presencia del señor de las Dos Tierras, Iker comenzaba a sentir los beneficios de una luminosa potencia.
Manipulado, estúpido, ingenuo… ¡cuántas faltas había cometido!
—Majestad, yo…
—Ni excusas ni lamentaciones, Iker. Era preciso que afrontaras la adversidad y que, sin saberlo, siguieras una implacable formación. El pasado sólo tiene interés si sacas una lección de él. El único porvenir que nos interesa, a ti y a mí, es el de Egipto. Planteemos, pues, los auténticos problemas. Gracias a Sekari, dispongo de ciertas informaciones, pero me faltan precisiones esenciales. ¿Cómo fue trastornada tu existencia?
—Me raptaron en Medamud, mi aldea natal. Yo era alumno de un viejo escriba, hoy fallecido, que me enseñó a leer y a escribir. Los raptores me ataron al mástil de un gran navío,
El rápido
. Según el capitán, yo debía servir como ofrenda al dios del mar. Aquellos piratas pensaban encontrar oro en el país de Punt.
—¿Reveló el capitán la identidad del destinatario del oro?
—«Secreto de Estado»: así calificaba su misión.
—¿Cómo se llamaba ese oficial?
—Lo ignoro, majestad. Sólo conozco el nombre de dos marinos, Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado, pero cualquier rastro de su existencia ha sido visiblemente borrado.
—El dios del mar te respetó, pues.
—Como consecuencia de una tormenta, fui el único superviviente. Al salir de la nada desperté en una isla encantadora, la del ka, donde en sueños se me apareció una enorme serpiente, dueña de la tierra divina y del maravilloso país de Punt. «No pude impedir el fin de este mundo», me dijo. «¿Salvarás tú el tuyo?» La isla desapareció, me recogieron unos marinos, así como unas cajas que contenían perfumes. Aunque todo eso parezca inverosímil, es la verdad, ¡os lo juro!
—No lo dudo, Iker.
—Mis salvadores eran también bandidos que me pusieron en manos de un falso policía.
—El que tuve que eliminar cerca de Kahun —advirtió Sekari.
—Majestad, no he dejado de intentar comprender por qué caían sobre mí tantas desgracias. Todas las pistas llevaban a un solo responsable: vos mismo. Algunos indicios concordantes me hicieron concluir que un bajel de ciento veinte codos como
El rápido
forzosamente os pertenecía, y que la tripulación os obedecía.
—¿Obtuviste pruebas formales de ello?
—Esperaba encontrarlas en los archivos de la provincia de la Liebre, pero, según Djehuty, los documentos relativos a
El rápido
habían sido destruidos. Los de Kahun sufrieron la misma suerte.
—Tienes razón, Iker: un navío de ese tamaño pertenecía forzosamente a la marina real.
El joven se estremeció. Si no se había equivocado en ese punto fundamental, estaba, pues, en presencia del déspota decidido a acabar con él.
—Ninguno de mis barcos marinos se llama
El rápido
—indicó Sesostris—. Esa unidad fue construida clandestinamente. Mañana mismo se iniciará una investigación fondo sobre ese acto de piratería de excepcional gravedad. Sin duda alguna, el autor de la fechoría es también quien pagó al falso policía para matarte. Lo que aquel criminal deseaba evitar a toda costa acaba de producirse: me has contado la verdad. Cuando sepa que estás vivo, te encontrarás de nuevo en gran peligro.
—Nunca me alejo de Iker —recordó Sekari.
—¿Qué más has descubierto sobre el oro de Punt? —preguntó el rey.
—Por desgracia, nada. Pero conservo en la memoria la frase del
Libro de
Kemit
: «Que el buen escriba sea salvado por el perfume de Punt.» ¿Es real ese país legendario?
—¿Sabes qué ha sido de la reina de las turquesas que extrajiste de la montaña de Hator?
—No, majestad. La pandilla de asesinos que devastaron el paraje la robó.
—Probablemente, cananeos; sin duda, los inspiradores de la revuelta de Siquem, que el general Nesmontu redujo al silencio recuperando la ciudad. Llegará un día en que necesitemos esa piedra.
Sekari advirtió que se anunciaba una nueva misión. ¿Con qué medios y en qué dirección?
—En Kahun, un viejo carpintero me describió un cofre de acacia destinado a un largo viaje —añadió Iker—. Me pregunté si los piratas no pensaban ocultar en él el oro de Punt. El artesano ha muerto, ni siquiera me dijo el nombre de su cliente.
Sesostris se volvió hacia Sekari. Con una mirada, el agente secreto le hizo comprender que no sabía nada más.
—Ahora, Iker —exigió el monarca—, no me ocultes nada de tus manejos en Kahun.
Hablando, el muchacho se condenaba a muerte, pero le debía una total sinceridad al faraón, de quien había sospechado injustamente.
—Una joven asiática me convenció de que erais un tirano sanguinario, tan insensible a la angustia de los egipcios como a la de los extranjeros que estaban bajo vuestro yugo. Sus preocupaciones coincidían con las mías, yo estaba embrujado, obsesionado por una sola idea: vengarme acabando con vos y, de ese modo, devolver la libertad al pueblo.
—¿Tú, un sacerdote de Anubis, cometiendo un asesinato?
Iker se miró las manos.
—Intenté convencerme de ello, y desperté tras una interminable pesadilla. Reconozco haber conspirado contra vos, y sé que eso es una falta imperdonable. Antes de ser tomado como rehén, mi único objetivo era convertirme en un buen escriba. Luego, se encadenaron esos incomprensibles acontecimientos y perdí la razón. Nada justifica mi ceguera.
—¿Dirige una facción esa asiática?
—Me mintió haciéndose pasar por una pobre sierva a la que las autoridades negaban el derecho a instruirse. En realidad, Bina desea apoderarse de Kahun con la ayuda de algunos compatriotas que han conseguido infiltrarse allí. Puesto que no soporto ser engañado, rompí todo contacto con ella y decidí actuar solo.
—¿Uno de sus aliados te esperaba en Menfis?
—No, majestad. Yo consideraba imposible llegar hasta vos, pero las circunstancias me han ayudado.
—El benevolente jubilado, las clases de derecho, el templo de Ptah, el maestro carnicero, la enfermedad de su ayudante… —precisó Sekari.
—¿Lo… lo sabías todo?
—Te recuerdo que el rey me ordenó que no te perdiera de vista.
—Pero… ¿por qué me habéis dejado entrar aquí?
—Ésa era la voluntad de su majestad.
Iker sintió de nuevo una sensación de vértigo.
—Esta noche tú no suponías el único peligro —reveló Sekari—. Aprovechando una falsa alarma que ha perturbado el relevo de la guardia, dos hombres se han introducido en palacio. No eran cómplices, puesto que uno de ellos ha suprimido al otro, que tenía el torso cubierto de cicatrices. Yo me he encargado del vencedor. Por su modo de combatir había seguido un entrenamiento avanzado. A mi entender, un sirio y un libio. Habría preferido capturarlos vivos y obtener el nombre de su jefe. Si el rey me autoriza a ello, me gustaría retirarme. Mi papel debe permanecer en secreto.
Sesostris asintió.
Iker no dudaba de la sentencia del monarca: que, de inmediato, se hundiera en el corazón el cuchillo del genio guardián. El regicidio merecía aquel castigo.
—Oculta el arma en tus ropas —ordenó el soberano.
A continuación, el rey tomó el puñal con el que Iker quería asesinarlo y lo rompió. Luego abrió la puerta ante la que se encontraban el teniente y una decena de soldados.
—Majestad, acabamos de encontrar los cadáveres de dos individuos, y al maestro carnicero, sin sentido. En cuanto vuelva en sí lo someteremos a un duro interrogatorio y…
—El artesano es inocente. Llevadlo al Portador del sello Sehotep. Por lo que a los cadáveres se refiere, tratad de identificarlos.
—Hemos doblado la guardia, majestad, y las inmediaciones del palacio han sido despejadas. Mañana mismo registraremos a la servidumbre.
—Demasiado tarde, ¿no crees? Que se apliquen de nuevo las medidas preconizadas por Sobek.
El teniente miraba a Iker con ojos asombrados. ¿Qué hacía allí el ayudante del maestro carnicero?
El rey cruzó el pasillo e indicó una habitación.
—Tú dormirás aquí, Iker.
Iker no dormía.
Tendido en una cama de madera de sicomoro recordaba cada uno de los instantes de aquella increíble noche durante la que tantos espesos velos se habían desgarrado.
El joven escriba flotaba entre dos mundos, el de sus estúpidas ilusiones y el de la realidad que, por la mañana, sólo podía destrozarlo. Aunque hubiera tenido ocasión de huir, habría renunciado, pues merecía su condena. El rey daría un ejemplo gracias a su persona. Único superviviente de los tres asesinos que convergieron, al mismo tiempo, hacia palacio, también él debía morir.
¡Cómo debía de haberse divertido Bina manipulándolo! El único orgullo del muchacho era no haber sucumbido a sus venenosos encantos. Gracias al recuerdo de la joven sacerdotisa, no le había dado ese gusto a la asiática.
Aparecía el alba. En el templo, el faraón celebraba el primer ritual de la jornada.
Iker procedió a sus abluciones en el cuarto de baño contiguo a la habitación y se afeitó con un material digno de un príncipe. ¿Cómo apreciar ese lujo sabiendo que estaba viviendo sus últimos instantes? No desaparecería, al menos, sin haber visto al faraón y haber reconocido sus errores. Gracias al rey, Egipto no abandonaría el camino de Maat.
Llamaron a la puerta.
—Abrid a la guardia.
Resignado, Iker obedeció.
Un nuevo teniente, con uniforme de gala, saludó al muchacho.
—Su majestad os espera. Seguidme.
Iker obedeció.
Mientras una vigorosa claridad iluminaba los corredores, el muchacho recordó la frase de un texto de formación de los escribas: «El palacio es semejante al horizonte. El faraón se levanta en él y en él se acuesta con el sol.»
El teniente lo llevaba hacia una gran estancia, iluminada por varias ventanas, donde se había servido el desayuno del soberano: leche, miel y distintas clases de panes.
—Siéntate, Iker, y prueba estos alimentos. Necesitas
ka
para afrontar esta jornada.
Era imposible sostener, ni siquiera brevemente, la mirada del monarca sin desfallecer. Añadiéndose a la gravedad de la voz y a la autoridad del ademán, su profundidad ponía de manifiesto la pequeñez del interlocutor.
Pero ¿por qué gozaba Iker del increíble privilegio de compartir aquel instante en vez de pudrirse en una mazmorra?
—Busco a un hombre de corazón libre —reveló Sesostris—, un hombre capaz de percibir, de comprender y de llenar su espíritu de pensamientos justos, un hombre ingenioso, reservado, de palabra eficaz, un hombre que sepa desafiar su miedo y buscar la verdad con peligro de su vida. ¿Eres tú ese hombre, Iker?
—Me hubiera gustado serlo, majestad, pero…
—Creías luchar en favor de Maat, cuando su opuesto,
isefet
, te manipulaba. Sin embargo, tus intenciones eran puras. ¿Hay algo más noble que liberar a un país del yugo de un tirano? Debes realizar una notable hazaña: liberarte de un cepo reconociendo plenamente tus faltas.