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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (11 page)

El Calvo en persona llevó las comidas a la muchacha, que fue autorizada a dormir en una pequeña estancia junto a la biblioteca. Descansando sólo lo mínimo, prosiguió día y noche sus investigaciones, comparando las indicaciones y siguiendo cada pista sin desalentarse ni un solo momento.

Finalmente, creyó haberlo encontrado.

Tras haber verificado su hipótesis con la ayuda de un manuscrito que contenía las fórmulas de resurrección de los «Textos de las pirámides» habló con el Calvo.

—Tu teoría me parece aceptable, y tus argumentos, probatorios —concluyó él—. Mañana mismo tomarás el barco hacia Menfis para exponerla a su majestad.

12

Perfumado en exceso y ataviado con una larga túnica que ocultaba sus redondeces, el libanés parecía lo que siempre había sido: un rico comerciante voluble, interesado por cualquier negocio que le permitiera obtener un máximo de beneficios.

Desde su instalación en Menfis, en una villa grande y hermosa, discreta aunque digna de un notable, el libanés podía estar satisfecho. Su negocio, tanto el ilegal como el legal, florecía.

Sin embargo, tenía dos razones de inquietud: primero, la entrega de una importante reserva de madera preciosa procedente del Líbano, ante las narices de los aduaneros egipcios; luego, un dolor de muelas que debía combatirse sin tardanza, en esos instantes críticos en los que tenía que mantener toda su lucidez.

—Señor, el dentista —le anunció el portero.

Gracias a sus relaciones, el libanés había obtenido la rápida asistencia de uno de los mejores facultativos de la ciudad.

Pequeño, frágil, el especialista le inspiró sólo una limitada confianza.

—¿Dónde os duele?

—Un poco por todas partes… Sobre todo arriba, a la izquierda. Pero también abajo, a la derecha. ¿Será penosa la intervención?

—Si teméis el sufrimiento, puedo dormiros.

—¿Y si no despierto?

—Pocas veces ocurre. Instalaos.

El dentista hizo que su paciente se sentara en un sillón colocado a plena luz. Con la ayuda de un espejo iluminó el interior de la boca y advirtió los daños.

—No hay caries todavía, pero si seguís abusando de las golosinas, no tardará. Higiene dental deplorable, encías muy irritadas. Unos años más, y a este paso vuestros dientes se descarnarán. Por fortuna para vos, soy un especialista en prótesis de marfil y empastes de oro. Y manejo tan bien la broca como la lanceta de cauterizar.

—No hay prisa alguna —afirmó el libanés—. ¿Y no existe un tratamiento preventivo?

—Frotaos los dientes y las encías, por lo menos dos veces al día, con una pasta que contenga sal marina. También sería necesario que hicierais enjuagues con anís, coloquíntida y los frutos cortados de la persea. Molesto, pero eficaz.

—¿Cuánto os debo?

—Dos ánforas de vino, una pieza de lino y un par de sandalias de lujo.

Aunque el dentista fuera el más caro de la capital, su diagnóstico tranquilizaba al paciente. De modo que ordenó a un criado que le proporcionara los honorarios exigidos, y luego fue a buscar los remedios al puesto más cercano.

Quedaba la entrega de la madera. En aquel campo, gracias a la colaboración de su cómplice, el alto dignatario Medes, su primera experiencia había sido un completo éxito. Sin él, habría sido imposible evitar los controles y hacer entrar fraudulentamente la carga. Tras agrias discusiones, los dos hombres se habían puesto de acuerdo sobre el reparto, mitad y mitad, de los beneficios. El libanés transportaba la materia prima, Medes levantaba los obstáculos administrativos y proporcionaba una lista de ricos clientes a su cómplice, que se encargaba de las transacciones comerciales, de modo que el egipcio permanecía en la sombra.

Esta vez el pesado barco de mercancías transportaba cedro, ébano y distintas variedades de pino; bastante para fabricar numerosos muebles y satisfacer a una clientela exigente, encantada al no pagar tasa alguna. Soberbio negocio… siempre que Medes le siguiera el juego.

—Señor, preguntan por vos.

El libanés bajó a la planta baja.

¡Por fin aquel a quien esperaba! Su mejor agente, un aguador. Circulaba por todas partes sin que nadie reparara en él, y había seguido a Medes para identificarlo. De modo que el libanés sabía que su socio era uno de los más altos personajes del Estado, el secretario de la Casa del Rey, pero quería saber más detalles.

—¿Qué has averiguado?

—Medes no pasa desapercibido. Mis contactos en palacio no escatiman comentarios. Encargado de redactar los decretos formulados por el rey, los transmite a las provincias. La opinión unánime es que se trata de un funcionario muy competente; nadie podría hacerle el menor reproche. Medes, puntilloso y autoritario, no tolera error alguno en sus empleados. Los despidos no son raros, y sólo recluta a escribas trabajadores. Es rico, está casado y tiene una hermosa morada. Aparentemente, la felicidad perfecta. Pero una de sus ambiciones permanece insatisfecha, según uno de mis interlocutores, sacerdote temporal en el gran templo de Ptah: pese a varias tentativas, el acceso a los misterios sigue estándole vedado. Es sólo un detalle, pues su carrera está tomando tales dimensiones que ahora tiene las más interesantes perspectivas. Antes o después entrará en la Casa del Rey.

—¿No hay rumores sobre un eventual desfalco?

—Ninguno. Medes parece la honestidad personificada. Se ha forjado una reputación de dignatario responsable, íntegro y generoso.

—¿Y sus amistades?

—Una red de funcionarios y notables que le deben mucho y a quienes manipula a su antojo.

—¿Hay noticias de mi barco?

—Ha llegado al puerto de Menfis. Se están llevando a cabo las gestiones administrativas.

—Vuelve allí, y si se produce algún incidente, avísame en seguida.

El momento crucial se acercaba. O Medes jugaba limpio, y no tardaría en visitar al libanés, o le tendería una trampa para desmantelar aquel tráfico de mercancías y le mandaría a la policía.

Medes ignoraba que el libanés era un agente del Anunciador, encargado de reclutar a una personalidad de la alta administración, capaz de procurarle todo tipo de información sobre la corte, los íntimos del faraón y las costumbres de Sesostris, el enemigo que debía ser aniquilado. Mientras comenzaba a tratar de negocios con el secretario de la Casa del Rey, el libanés se sentía incómodo. ¿Acaso no estaría intentando pescar un pez demasiado grande?

Pero si Medes resultaba ser, en efecto, un crápula ambicioso, ¿qué mejor cosa podía esperar?

Reflexionar da hambre. El libanés se arrojó, pues, sobre una codorniz rellena que su cocinero preparaba a la perfección.

Medes se envanecía de su casa de dos pisos en el centro de Menfis. Un patio rodeado por altos muros, un estanque flanqueado por sicomoros y un balcón que daba al jardín, sostenido por columnas pintadas de verde, la hacían especialmente agradable.

—¿Con quién cenamos esta noche, querido? —le preguntó su mujer, cuya única distracción consistía en maquillarse con los últimos productos de moda.

—Con algunos responsables de la administración de los canales.

—Es gente terriblemente aburrida, ¿no?

—Sé amable con ellos; podrían serme útiles.

—Necesito una pomada para el pelo y otra que disimule las huellas de la edad en cuanto aparezcan. Se compone de vainas y semillas de fenogreco, miel y polvo de alabastro. Si no la obtengo hoy, no me atreveré a dejarme ver. El problema es la calidad del mineral; el que utiliza mi mercader habitual no me satisface.

—Manda a uno de nuestros servidores al taller de escultura real. El capataz le dará algunos fragmentos del mejor alabastro y podrás hacer que los pulvericen.

Su esposa se le arrojó al cuello.

—¡Eres el marido ideal! Me encargaré inmediatamente de eso.

Por fin llegó Gergu.

—En el puerto todo va bien —le anunció a Medes—. Los aduaneros que trabajan para nosotros miran para otro lado, los albaranes falsificados han sido entregados a la administración y los estibadores descargan la madera en un almacén que controlo. El libanés no se burló de vos: ¡hay una verdadera fortuna en perspectiva!

—Tendrás tu parte. Por lo que se refiere al sacerdote de Abydos, he tomado mi decisión: acepto hablar con él. A pesar de los riesgos, la ocasión parece demasiado buena para dejarla pasar. En cuanto sea posible regresarás allí y organizarás la entrevista.

La luna llena brillaba en el cielo de Menfis. Medes, encapuchado, apresuraba el paso. Seguro de que no lo habían seguido, llamó a la puerta de la casa del libanés, bien oculta en las callejas situadas detrás del puerto.

Medes presentó al guardián un pequeño pedazo de cedro en el que se había grabado el jeroglífico del árbol.

El portero abrió, dejó entrar al visitante y volvió a cerrar de inmediato. Un sirviente acompañó a Medes hasta la sala de recepción, que estaba repleta de costosos muebles. Sobre unas mesas rectangulares había copas de frutas y algunos pasteles. Varios pebeteros exhalaban suaves aromas.

—Querido amigo, queridísimo amigo —exclamó el libanés—, ¡qué inmenso placer recibiros! Acomodaos, os lo ruego. En ese sillón… Madera de cedro de primera calidad, y unos almohadones de inigualable blandura. ¿Puedo ofreceros un vino cocido?

—Con mucho gusto —respondió Medes visiblemente en guardia.

—Acabo de comprar una hermosa vajilla de piedra —reveló el libanés—. Esquisto azul, brecha roja, alabastro blanco, granito rosado… ¡Un verdadero concierto de colores! Al parecer, los buenos vinos desprenden mejor su aroma si han permanecido algún tiempo en un gran cuenco de granito. Y mirad estas maravillas: cubiletes de cristal de roca.

El libanés sirvió personalmente el precioso brebaje.

—Querido amigo, confieso que estoy extremadamente satisfecho. Ese gran caldo es un raro producto que ha recibido la calificación de «tres veces bueno». Suave, azucarado, muy alcoholizado, se conserva durante numerosos años. Los racimos maduros deben recogerse durante una hermosa jornada, ni demasiado cálida ni demasiado ventosa. Tras haber sido pisados se vierte el mosto en un caldero reservado para este vino. Se hierve a fuego suave y, con un colador, se quitan las impurezas que flotan hasta obtener un líquido claro, filtrado con gran cuidado. En el segundo hervor, muy delicado, estriba una de las claves del éxito. Luego…

—No he venido aquí a escuchar una receta de cocina —interrumpió Medes—, sino a hablar de nuestro nuevo negocio. Tu carga ha llegado a buen puerto y te proporcionaré una nueva lista de clientes. Como acordamos, le corresponde a tu equipo transportarlo y entregarlo en el más breve plazo. La mitad de los beneficios se me pagará cuanto antes. Para nuestra tercera operación cambiaré de almacén.

—Prudente precaución —consideró el libanés con súbita frialdad—. ¿No debe el secretario de la Casa del Rey mostrarse extremadamente prudente cuando lleva a cabo unas transacciones tan ocultas como ilegales?

Medes se levantó de un brinco.

—¿Qué significa eso? ¡Te has atrevido a espiarme!

—No se hacen negocios de semejante magnitud sin informarse primero sobre el socio. Vos lo sabíais todo sobre mí… Si me comportara como un ingenuo, ¿seguiríais tomándome en serio? Sentaos de nuevo y festejemos nuestro éxito bebiendo este vino excepcional.

Obligado a reconocer que el libanés no estaba equivocado, Medes tendió su cubilete de cristal de roca.

—Nuestro comercio de madera nos proporcionará muchas ganancias —le prometió su huésped—, pero tengo otros objetivos. Solo, no conseguiré realizarlos; con vos, los resultados serán extraordinarios.

—¿De qué se trata?

Al libanés se le hizo la boca agua.

—Primero, de una importación de frascos de embarazo fabricados en Chipre en forma de mujer preñada. Están decorados con mucho gusto, son talismanes muy buscados por la buena sociedad egipcia. Puedo obtener la exclusiva y, por lo tanto, imponer unos altos precios.

—Trato hecho.

—Luego, pienso echar mano a la totalidad del láudano que se cosecha en Siria —prosiguió el libanés—. Tengo que eliminar aún a dos o tres competidores, pero es ya sólo cuestión de semanas. Dado su potente y ambarino olor, los perfumistas egipcios aprecian el láudano. Pero no dispongo del circuito que me permita convertirme en su proveedor privilegiado.

—Eso no es un problema —aseguró Medes.

—He guardado para el final lo mejor y lo más difícil: los aceites. Egipto consume una gran cantidad de ellos, pero sólo me interesan dos: el de sésamo, importado en su mayor parte de Siria, y sobre todo el de moringa, incoloro, dulce y que no se vuelve rancio. Un verdadero producto de lujo, utilizado por los farmacéuticos perfumistas, que lo piden sin cesar. Pues bien, dispongo de una conexión, en el Líbano, capaz de proporcionarnos una buena cantidad de él. Pero ¿es posible controlar, aquí, bastantes vendedores y almacenes?

—Sí, es posible —estimó Medes, a quien seducían los proyectos de su socio.

—¿Y… tardará mucho?

—Unos meses, para no cometer error alguno. La cadena de corrupciones debe ser sólida, y cada cual debe obtener su beneficio.

—¿No os expondréis demasiado?

—Tengo un hombre de confianza, capaz de poner en marcha un dispositivo eficaz y seguro.

—Perdonad la pregunta, Medes, pero ¿por qué un personaje tan elevado corre semejantes riesgos?

—Porque llevo el comercio en la sangre y me gusta la riqueza. Por mi cargo en palacio, por elevado que éste sea, recibo una remuneración mediocre. Yo valgo más, mucho más. Contigo, colmaré parte del déficit. Naturalmente, queridísimo amigo y cómplice, estamos atados ya para toda la vida. Y cuento con tu absoluto silencio.

—Claro está.

—Sobre todo, no pretendas hacer un Negocio, por pequeño que éste sea, con alguien que no sea yo. En adelante, seré tu interlocutor exclusivo.

—Así lo entendía ya.

—Puesto que nos lo decimos todo, me pregunto por la magnitud de tus organizaciones y por tu sorprendente capacidad de innovación. No querría ofenderte, pero ¿no serás el testaferro de una cabeza pensante?

El libanés bebió un poco de vino cocido.

—¿Sospecháis acaso que existe un gran patrón que me dicta su voluntad?

—Eso es.

—Delicada cuestión, muy delicada.

—Los asuntos que tratamos son también muy delicados. Temo, siempre, saber menos sobre ti de lo que tú sabes sobre mí. De modo, mi querido socio, que exijo conocer la verdad. Toda la verdad.

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