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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (8 page)

Tras una feroz reyerta, sólo un policía sobrevivió, aunque gravemente herido. Se arrastró hasta el exterior, llamó a un viandante y se desvaneció.

De acuerdo con el código convenido, Shab
el Retorcido
llamó a la puerta de la destartalada casa. Uno de los dos barbudos cananeos, que habían permanecido allí, le abrió.
El Retorcido
entró, seguido por el Anunciador.

—¿Han tenido éxito los nuestros? —preguntó el otro barbudo, que estaba sentado bebiendo leche.

—El controlador Rudi ha muerto.

—¿Se han marchado ya hacia Siquem?

—No, hacia un destino mucho más lejano.

El barbudo se levantó.

—¿Queréis decir que…?

—Ofrecieron su vida por nuestra causa. Dios los acogerá como héroes y gozarán por fin de todos los placeres.

—Y nosotros… ¿podemos abandonar ya Menfis?

—¿No deseáis convertiros también en héroes?

Shab
el Retorcido
estrangulaba ya al primer barbudo con una correa de cuero. El segundo intentó huir, pero el Anunciador posó una mano en su pecho y lo detuvo.

El cananeo aulló.

Una garra de halcón se clavó en sus carnes y le arrancó el corazón.

—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó Shab.

—Dejémoslos a la vista y no cerremos la puerta a nuestra espalda. Algún viandante descubrirá los cuerpos y avisará a la policía. Las fuerzas de seguridad estarán encantadas de descubrir el refugio de los cananeos, a los que, probablemente, asociarán con los asesinos del controlador Rudi. Una nueva represión caerá sobre Siquem, lugar de origen de los terroristas. El faraón hará vigilar más estrechamente aún el país de Canaán, convencido de que allí se encuentra la fuente del mal. Y nosotros actuaremos entonces con total libertad.

9

Desde lo alto de la colina donde se había excavado su vasta tumba, terminada ya, Khnum-Hotep contempló la magnífica provincia del Oryx que, dentro de unas horas o unos días, sería el sangriento escenario de una guerra civil.

En esa tumba decorada con admirables pájaros multicolores reinaba todavía una profunda paz. Pero ¿qué quedaría del monumento si Sesostris triunfaba? Sin duda lo destruiría piedra a piedra, para hacer desaparecer cualquier rastro de su último adversario. ¿Y qué sería de su capital, Menat-Khufu, «la nodriza de Keops», cuna del ilustre constructor de la gran pirámide? Pero Sesostris no había vencido aún. No, todavía no reinaba sobre las cultivadas llanuras de esa provincia, sobre sus coquetas aldeas de pequeñas casas blancas, sobre sus palmerales y sus albercas de irrigación. No controlaba las rutas caravaneras que zigzagueaban por el desierto oriental, no comandaba la milicia, numerosa y bien entrenada. Combatiría ferozmente, y ni un solo guerrero rendiría sus armas.

—Abanicadme —ordenó a dos servidores, que agitaron de inmediato dos abanicos en forma de loto.

Conocían los gustos de su dueño, y adoptaron el ritmo adecuado.

«Qué encanto tiene este paisaje —pensó Khnum-Hotep—, qué preñado de dulzura está. ¿Por qué este sueño, convertido en realidad a fuerza de labor, debe finalizar tan brutalmente?»

Era imposible prolongar aquellos instantes, demasiado breves, de meditación, pues todos aguardaban sus instrucciones.

—Regresemos a palacio.

Corpulento, Khnum-Hotep poseía tres sillas de manos de respaldo reclinable.

Sus tres perros, un macho muy vivaz y dos hembras regordetas, acudieron para recibir algunas caricias. Pero su dueño, preocupado, sólo les concedió un corto instante de ternura.

Cuatro fuertes mocetones levantaron la silla, recientemente reforzada, y, en compañía de los perros, regresaron a la capital.

Tras haber hecho que le dieran un masaje con su ungüento preferido, a base de grasa purificada cocida en vino aromatizado, Khnum-Hotep se instaló en un sillón de respaldo alto.

Un servidor se apresuró a lavarle las manos, otro vertió vino blanco en su copa preferida, cubierta por una hoja de oro, el tercero sacó de un mueble de sicomoro dos pelucas de gran valor, una corta con el pelo trenzado y otra larga con mechones ondulados. A Khnum-Hotep le gustaba cambiar todos los días de tocado y no soportaba el menor defecto, pues de ello dependía su dignidad. A veces, deseaba

tener la frente, las orejas y la nuca ocultos. En otras circunstancias le divertía llevar unas gruesas trenzas.

—Ni la una ni la otra —le dijo al peluquero—. Dame la más antigua y la más sobria.

Para enfrentarse con el enemigo, Khnum-Hotep quería parecerse a sus antepasados.

En ese momento apareció Dama Techat, tesorera, controladora de los almacenes de la provincia y administradora de los bienes personales de su señor.

—Vuestras directrices han sido ejecutadas minuciosamente. El sistema defensivo ya está emplazado, los milicianos ocupan sus puestos.

—La provincia del Oryx será el cementerio de las tropas del invasor. Se lanzarán al asalto y caerán en nuestras trampas.

—Perdonad mi impertinencia, señor, pero ¿no será una vana esperanza? Como yo, tampoco vos creéis en la ingenuidad de Sesostris. ¿No nos habrán espiado sus exploradores?

—¡Los hemos interceptado!

—No a todos, sin duda. ¿Y si el rey conoce nuestras fuerzas y nuestras debilidades?

—En ese caso, eliminemos las últimas.

—No disponemos de suficientes hombres.

—Que las mujeres y los niños participen en la defensa de nuestro territorio.

—Eso ya está hecho.

La mirada de Khnum-Hotep se ensombreció.

—A tu entender, Dama Techat, no tenemos ninguna posibilidad de vencer.

—Tal vez nuestro valor nos permita rechazar al asaltante.

—¿Abogas por nuestra rendición?

—De ningún modo, señor. ¿Pero cómo no comprender que ese terrible enfrentamiento, sea cual sea el resultado, dejará exangüe nuestra provincia? Tengo miedo, miedo de ver destruido lo que tanto amamos.

Khnum-Hotep no pronunció palabra de consuelo alguno. ¿Qué podía responder a la lucidez de su consejera?

—Autorizadme a retirarme, señor. Me niego a presenciar esta matanza. Si somos vencidos, no me capturarán viva.

Khnum-Hotep se encogió en su sillón. Le advertirían de la ofensiva de Sesostris. Se pondría entonces a la cabeza de los mejores hombres de su milicia, que lucharían hasta el límite extremo de sus fuerzas.

Se oyó un ruido de precipitados pasos.

—¡Señor —le anunció su intendente con voz temblorosa—, ahí llega el faraón!

—¿Por dónde ha atacado?

—No ha atacado, pero está aquí.

Khnum-Hotep frunció el entrecejo.

—¿Aquí…? ¿Dónde?

—Ante vuestra puerta, señor.

—¡Mi milicia ha sido exterminada y ahora me lo advierten!

—No, no, señor. Nadie ha muerto.

—Pero ¿te has vuelto loco?

—El faraón está solo. Bueno, prácticamente: el Portador del sello real lo acompaña.

Khnum-Hotep, incrédulo, se levantó y se dirigió a grandes zancadas hacia la entrada de su palacio.

Tocado con la corona azul, el gigante llevaba un sorprendente taparrabos, cubierto de jeroglíficos que recordaban la función de esa vestidura sagrada: transformar al rey en luz, hacer que triunfara sobre el mal y ver la totalidad de la creación.

—¿Nadie… nadie os ha impedido llegar hasta mí?

—¿Quién se atrevería a levantar la mano sobre el rey del Alto y el Bajo Egipto?

—Mi provincia es independiente —rugió Khnum-Hotep antes de lanzarse a un largo discurso en el que relató, con todo detalle, la historia de su familia.

Apoyándose en los resultados de su buena gestión, de la que no omitió elemento alguno, alabó luego los méritos de su administración.

Sesostris aguardó inmóvil el final de la perorata sin manifestar el menor signo de impaciencia. Luego dejó que se hiciera un largo silencio, antes de tomar él mismo la palabra.

—El prolijo orador que arenga a la multitud es un hombre peligroso, el charlatán crea disturbios. Excitar a la multitud lleva a la destrucción. Por eso, gobernar exige convertirse en un artesano de las palabras.

Los dignatarios presentes estaban convencidos de que Khnum-Hotep, gravemente insultado, ordenaría el inmediato arresto de aquel rey imprudente.

Pero, como fulminado por el rayo, el jefe de la provincia del Oryx no reaccionó.

—Interlocutor de los dioses, el faraón establece con ellos un pacto —prosiguió Sesostris—, pero no actúa para sí mismo. Destina la energía creadora de la que es depositario a su pueblo. La armonía del Estado se consuma en una comunión entre los seres que no reclaman derecho, sino que viven de sus recíprocos deberes. Que el pensamiento de los humanos se una con el espíritu de las divinidades, que la Casa del Rey se una, que el gobierno insista en la capacidad de unión de cada ser y no en la de oponerse y dividir. De ese modo, todas las provincias deben reunirse para aportar las ofrendas al templo y convertir Egipto en un gran cuerpo, semejante al cielo. El faraón no se limita a hablar, sino que actúa. Lo que mi corazón concibe lo llevo a cabo con tenacidad y perseverancia. Si eres un hombre de deber, un verdadero responsable, no condenes al aislamiento a la provincia del Oryx. Pero ¿no te corroe ya el mal, Khnum-Hotep? ¿Acaso no has robado el oro de los dioses? ¿No has lanzado un maleficio sobre el árbol de vida? ¿No intentas, acaso, impedir la resurrección de Osiris?

De nuevo el silencio.

Esta vez Khnum-Hotep no podía permanecer mudo. No se trataba de una justa verbal, sino de acusaciones tan graves que el jefe de provincia tenía que eliminar al monarca, bien porque sabía demasiado o bien porque se atrevía a mancillar así su honor.

Khnum-Hotep acabó, en efecto, reaccionando, pero de un modo imprevisible.

El imponente personaje soltó una carcajada. Una risa tan estruendosa que superó los límites del palacio.

Cuando cesó por fin, Khnum-Hotep advirtió que la mirada del faraón seguía atravesándole el alma.

—Majestad, reconozco que he sido un charlatán. Me he reído por dos razones. Primero, a causa de mí mismo y de mi lentitud para percibir los argumentos, ¡tan poderosos!, que vos habéis expuesto en tan pocas palabras. Luego, a causa de la magnitud de vuestras acusaciones. La explotación de las minas de oro del desierto de Oriente se ha reducido al mínimo desde hace mucho tiempo, y el escaso metal precioso del que dispongo se destina al templo. Por lo que se refiere al árbol de vida, suponiendo que no se trate de una leyenda, ignoro su emplazamiento. Y aunque venere a Osiris, el único garante de la supervivencia de mi alma, no estoy iniciado en los misterios de su resurrección y no tengo, pues, poder alguno sobre él ni sobre su sagrado dominio de Abydos. No soy el criminal que estáis buscando, majestad. Este encuentro es el momento más importante de mi existencia, pues pone fin a nuestro enfrentamiento y permite evitar un conflicto sangriento y devastador. Veo y oigo a un verdadero faraón cuyo fiel servidor soy desde este instante. Pongo en vuestras manos la provincia del Oryx, majestad, y os invito al mayor banquete que nunca se ha organizado en mi capital.

Para Sobek el Protector, que dudaba aún de la sinceridad de Khnum-Hotep, aquel banquete era una verdadera pesadilla. ¿Cómo podía garantizar la seguridad del rey en la vasta sala donde se instalaban los dignatarios de la provincia y sus esposas? ¿Acaso no estaría fingiendo su anfitrión para atraerlo a una trampa?

El general Nesmontu compartía esa hipótesis. Obligado a ponerse su ropa de ceremonia, a regañadientes, consideraba al tal Khnum-Hotep capaz de planear el asesinato del rey y de sus íntimos durante aquella grandiosa fiesta en la que confraternizaban los milicianos de la provincia del Oryx y los soldados del faraón. Nesmontu, desconfiado, había dado consignas muy estrictas a un regimiento de élite encargado de intervenir ante el menor incidente.

El general Sepi y el Portador del sello real Sehotep se mostraban menos pesimistas. El primero, porque advertía el alivio unánime al escapar de una espantosa confrontación; el segundo, porque asistía a la metamorfosis de Khnum-Hotep, y nadie podía fingir hasta aquel punto.

Adornada por centenares de flores, perfumada, iluminada por decenas de lámparas, la sala del banquete era un regalo para los ojos.

Cuando se elevó la voz autoritaria de Khnum-Hotep, se hizo el silencio.

—El faraón ha llegado. Reúne las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, gobierna la tierra roja y coloca la tierra negra bajo su autoridad, da vida a la caña y a la abeja. Todos los presentes, inclinémonos ante él y venerémoslo.

Muchos de aquellos hombres rudos, comenzando por Nesmontu, no pudieron contener la emoción. En aquel instante, Egipto recuperaba la unidad, la paz y la coherencia; el espectro de la guerra civil se desvanecía.

Por aquella hazaña, Sesostris iba a situarse entre los mayores faraones de la historia egipcia.

Los cocineros de Khnum-Hotep habían decidido servir varios pescados, unos asados y acompañados por espárragos, otros por una salsa al comino, al apio y al cilantro. De dos metros de largo, las más grandes percas pesaban ciento cincuenta kilos. Eran rudas combatientes y no se dejaban pescar fácilmente, pero se mostraban vulnerables en invierno, cuando subían a la superficie. Con el lomo de un pardo oliváceo, plateado el vientre, ofrecían una carne de gran finura. La perca, encargada de proteger la proa de la barca solar, advertía a la tripulación divina de la presencia de la serpiente monstruosa decidida a beberse el agua del Nilo.

El general Nesmontu degustó un mújol de redondeada cabeza y grandes escamas, que vivía en las marismas salobres y en el Delta. Rápido, hábil, a menudo escapaba de las redes. Sehotep, por su parte, se regalaba con la delicada carne de un barbo de cuerpo blanco, plateado y brillante. Lo pescaban con anzuelos triples y, como cebo, se utilizaban dátiles o bolas de cebada germinada. El general Sepi probó un pescado muy caro, la herrera de corto hocico y ancho ojo, acostumbrado a las orillas del río. Nocturno y temeroso, pocas veces subía a la superficie, y sólo unos profesionales muy veteranos podían sorprenderlo. Por lo que se refiere a Sobek el Protector, comió con buen apetito un soberbio serrasalmo, blanco plateado en el vientre y los flancos y gris azulado en el lomo. Y nadie refunfuñó cuando se sacaron platos de mújoles, anguilas, carpas y tencas. La mojama, preparada con las huevas de mújoles lavadas varias veces en agua salada antes de ser prensadas entre unas tablas, y secadas luego, era de una excepcional calidad. Se acompañó los platos principales, que tenían mucho éxito, con unos vinos cuya etiqueta precisaba «ocho veces bueno», el más alto grado en la calificación de los grandes caldos. Incluso Nesmontu tuvo que admitir que los maestros vinateros de la provincia del Oryx podían equipararse a los del Delta.

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