—Sólo un intermediario. El que me emplea ocupa, en efecto, altas funciones.
—¿Forma parte, acaso, del entorno del faraón?
—No estoy autorizado a deciros nada más, antes es preciso que nos conozcamos mejor. En primer lugar, ¿qué es eso tan valioso que tenéis para vender?
—Venid conmigo.
El estómago de Gergu se contrajo. ¿No se trataría de una trampa?
—No temáis —le recomendó Bega—. Voy a concederos un favor que aprecian mucho los temporales que gozan de él. Vais a aproximaros a la terraza del Gran Dios.
Con tanto miedo como asombro, Gergu descubrió un gran número de capillas que flanqueaban un camino de procesión. Compuestas por un santuario precedido por un patio y un jardín con árboles, estaban rodeadas por una muralla.
—¿Quién obtiene el privilegio de ser enterrado aquí? preguntó Gergu.
—En realidad, nadie.
—Pero entonces…
—Visitemos uno de estos monumentos y lo comprenderéis
Los dos hombres cruzaron una puerta abierta en el muro y entraron en el jardín de una gran capilla. Al pie de un sicomoro, consagrado a la diosa del Cielo, Nut, había una alberca en la que florecían los lotos. Al lado de las paredes, estelas, estatuas y mesas de ofrenda de diversos tamaños.
—Ningún cuerpo descansa aquí —explicó Bega—. Sin embargo, muchos dignatarios están presentes ante Osiris gracias a esos monumentos que fueron autorizados a mandar a Abydos y que los sacerdotes permanentes animan Mágicamente. Así se efectúa la peregrinación del alma. Tener una estela o una estatua cerca de la terraza del Gran Dios es estar seguro de participar de su eternidad. A menudo, mis colegas y yo hacemos libaciones calificadas de divino rocío» y difundimos el humo del incienso, «el que diviniza», sobre estas piedras sagradas. Los nombres de los afortunados elegidos quedan entonces regenerados.
Gergu, fascinado por la majestuosidad del lugar, seguía asustado.
—Muy impresionante, pero no veo…
—Mirad mejor.
Gergu se concentró, pero sólo descubrió capillas y monumentos votivos.
El valor de esas estelas, de esas estatuas y de esas mesas de ofrendas es incalculable —señaló Bega—, pues fueron consagradas e impregnadas con el espíritu osírico.
Gergu no se atrevía a comprender.
—No pensaréis…
—Se lleva a cabo un control exhaustivo de todo lo que entra en Abydos, pero no de lo que sale.
—Sacar estas obras…
—No las estatuas, no las grandes estelas, no las de los dignatarios enviados en misión a Abydos por algún faraón, sino sólo las estelas pequeñas. En ciertas capillas son tan numerosas que nadie advertirá alguna que otra desaparición. Vos deberéis encontrar compradores para estos tesoros, cuyo poder protector es inigualable.
«No hay dificultad alguna —pensó Gergu—, y haré subir al máximo los precios.»
—En el futuro —prosiguió Bega— tendré otras mercancías más valiosas aún para negociar, pero ya hablaremos de eso más tarde.
—¿No os fiáis de mí?
—Juego fuerte si no quiero perder. Antes de seguir adelante veamos cómo tratáis este primer asunto.
—¡No quedaréis decepcionado! Mi patrón es eficaz y discreto.
—Eso espero.
—¿Por qué hay tantos militares y policías alrededor de Abydos? —preguntó Gergu.
—Esa es una de las informaciones que voy a venderos. Tal vez hayan circulado algunos rumores, pero sólo los permanentes y los íntimos del faraón conocen la verdad. Puesto que los hechos son de extrema gravedad, están sometidos al más estricto secreto.
—¿Un secreto que vos estáis dispuesto a violar?
Bega se volvió más gélido aún que de ordinario.
—Ya veremos.
Los dos hombres se alejaron lentamente de la terraza del Gran Dios. El silencio era tan profundo que apaciguaba los nervios de Gergu.
—En vuestra próxima visita os entregaré una primera estela en miniatura —dijo Bega.
—¿De qué modo procederemos?
—No os inquietéis. Si la operación comercial me resulta satisfactoria, exigiré conocer a vuestro patrón.
—No sé yo si…
—Vos, y él a través de vos, sabéis quién soy. Yo debo saber, pues, quién es él, para que nuestros vínculos sean indestructibles y nuestra asociación duradera.
—Le transmitiré vuestras exigencias.
—He aquí la lista de géneros que deben librarse, próximamente, a los permanentes. No os precipitéis y esperad un tiempo prudencial antes de volver.
Al regresar a su barco, Gergu advirtió que no era sometido a control alguno. Conocido ya como temporal, fue saludado por los guardias, y uno de ellos lo ayudó, incluso, a llevar su bolsa de viaje.
A Gergu le extrañaba la audacia y la determinación de aquel sacerdote; era preciso que hubiera acumulado mucho odio y mucho rencor para traicionar así a los suyos. Pero qué ocasión fabulosa… Ni siquiera en sus más locos sueños hubiera imaginado nunca Medes tener semejante aliado en el corazón de Abydos.
Rudi, un flamante treintañero, era uno de los policías más temidos de Menfis. Nombrado por Sobek el Protector para un puesto especialmente delicado, el atlético supervisor de la inmigración asiática llevaba a cabo su tarea con extremado rigor.
Trabajador, meticuloso y de naturaleza desconfiada, Rudi seguía sin digerir la revuelta cananea de Siquem, durante la que había muerto su mejor amigo. Encantado con la eliminación del cabecilla, un loco que se hacía llamar el Anunciador, el supervisor no dejaba por ello de estar alerta.
Cada vez que una caravana de extranjeros solicitaba autorización para entrar en Egipto, él se encargaba personalmente del asunto y consultaba el expediente de cada comerciante. En caso de sospecha acudía al puesto de aduanas situado al norte de Menfis, donde se retenía a los sospechosos, a quienes interrogaba.
A Rudi no le gustaban los cananeos ni los asiáticos; a su modo de ver, rivalizaban en bellaquería y eran excelentes en la mentira y los golpes bajos. Así pues, rechazaba a cuantos podía, con la certeza de contribuir al mantenimiento de la seguridad necesaria para vivir.
—Jefe —lo llamó su adjunto—, hemos interceptado a dos tipos sospechosos cerca del templo de Ptah. Dicen que son mercaderes de sandalias, pero no llevan ninguna para vender.
—Me encargaré de ellos en seguida.
—¡Jefe, es la hora del almuerzo!
—Primero el deber.
—El camino parece libre —estimó Shab
el Retorcido
.
Precediendo al Anunciador por el dédalo de las callejas situadas detrás del puerto de Menfis, Shab se comportaba como una fiera cazada. Intentaba percibir el menor peligro, y nadie que lo siguiera habría logrado esquivar su vigilancia. Además, apreciaba la capacidad de su jefe para transformarse en rapaz y desgarrar las carnes del adversario.
Shab se detuvo frente a una casa destartalada y examinó los alrededores.
No había ningún sospechoso a la vista.
Llamó con cuatro golpes a una pequeña puerta. Desde el interior le respondieron con uno solo.
el Retorcido
dio dos golpes más, muy seguidos.
La puerta se abrió.
Desconfiado aún, Shab fue el primero que entró en una estancia con el suelo de tierra batida sobre el que estaban acuclillados dos hombres con barba.
Consideró que no había peligro e hizo una seña al Anunciador, que entró a su vez.
La puerta se cerró con sequedad.
—Ve a buscar a los demás —ordenó el Anunciador al portero.
Cuatro hombres imberbes, de unos treinta años de edad, no tardaron en aparecer, y se postraron ante su jefe.
—¿Por qué se han dejado crecer la barba estos dos?
—Señor —respondió el inquilino oficial del lugar—, nuestros compañeros no consiguen acostumbrarse al modo de vida de esta maldita ciudad. No escatiman esfuerzos, pero ver circular libremente a todas esas mujeres impúdicas está por encima de sus fuerzas. De modo que prefieren permanecer aquí y respetar nuestras costumbres.
—¿Y qué resultados has obtenido tú?
—No mucho más satisfactorios, me temo. Mis compañeros y yo nos hemos hecho estibadores, pero los egipcios nos miran con malos ojos. Beben alcohol, cuentan historias licenciosas, se ríen en voz muy alta y se divierten con mujeres de mala vida. ¿Cómo ser amigos de esa gente? ¡Nos repugnan! Deseamos regresar a Siquem, en Canaán, y reanudar allí la lucha contra el opresor.
Shab
el Retorcido
tuvo ganas de escupir al rostro de aquel inútil, pero era el Anunciador quien debía tomar una decisión.
—Comprendo vuestros tormentos —dijo con dulzura—. Egipto es una tierra depravada que hay que devolver al camino de la virtud.
Todos se sentaron y el Anunciador se lanzó a una larga prédica en la que fustigó la lujuria, la escandalosa libertad de las mujeres y la institución faraónica que Dios le había ordenado destruir. Varias veces, los cananeos inclinaron simultáneamente la cabeza. Permaneciendo firmes en sus posiciones, su jefe los reconfortaba.
—Venceremos —predijo—, y seréis los primeros en llevar a cabo una hazaña de la que hablará con orgullo todo el país de Canaán.
Las miradas se levantaron, dubitativas.
—Para propinar un golpe mortal al tirano es indispensable que una caravana en la que vayan nuestros aliados llegue a Kahun —explicó—. Ahora bien, un funcionario egipcio llamado Rudi está levantando un obstáculo insuperable. Vosotros, mis valerosos discípulos, seréis los encargados de eliminar este obstáculo.
—¿De qué modo? —preguntó uno de los barbudos.
—Tenderemos uña trampa al tal Rudi de la que no saldrá vivo. Y el mérito de esta hazaña será vuestro.
Los cananeos escucharon con atención las explicaciones del Anunciador.
—Hasta que yo os ordene entrar en acción exijo silencio absoluto —concluyó—. Si uno de vosotros abriera la boca, todos estaríamos en peligro.
—No nos moveremos de aquí —prometió un barbudo— y obedeceremos estrictamente vuestras órdenes.
Shab
el Retorcido
inspeccionó la calleja.
Nadie.
El Anunciador podía salir de la madriguera de los cananeos. Cuando regresaban a su domicilio,
el Retorcido
no pudo morderse la lengua por más tiempo.
—Son unos cobardes y unos incapaces, señor. A mi entender, no debéis contar con ellos.
—No te equivocas.
—Pero… ¡Acabáis de confiarles una misión de gran importancia!
—Es cierto, amigo mío, pero va a ser la única.
—De modo que sois mercaderes de sandalias —dijo Rudi.
Los dos detenidos se arrodillaron.
—Eso es —respondió el de más edad—. Mi hermano es mudo, por lo que yo hablaré por los dos.
—Intenta no seguir mintiendo, de lo contrario perderé los nervios.
—Os juro que…
—No te obstines. ¿Cómo has entrado en Egipto?
—Por los Caminos de Horus.
—De modo que has dejado huellas de tu paso en uno de los fortines. ¿Cuál?
—No lo recuerdo ya.
—Tú y tu cómplice habéis entrado fraudulentamente en nuestro territorio. ¿Con qué intención?
—Egipto es rico, nosotros somos pobres. Esperábamos hacer fortuna.
—Vendiendo sandalias…
—Eso es, eso es.
—¿Fabricándolas tú mismo?
—Claro está.
—Voy a llevaros a los dos a un taller y allí vais a mostrarme cómo lo hacéis.
—De acuerdo… No sabemos nada de sandalias.
—Volvamos a empezar desde el comienzo, muchachos, y esta vez no quiero ni una sola mentira. De lo contrario, dejaré que mis hombres te interroguen a su modo.
—¡En Egipto no se maltrata a nadie!
—Cuando hayan terminado contigo, nadie te reconocerá.
Los dos hermanos se encogieron.
—Si hablo, habrá problemas.
—Y si no hablas, serán peores.
—En verdad, no sé gran cosa… y, sobre todo, no quisiera complicaciones. Si os lo digo todo, ¿nos concederéis la libertad, a mi hermano y a mí?
—Pides demasiado, ¿no? He aquí el trato, y no es negociable: tú me lo dices todo y yo os hago expulsar.
—¿Palabra?
—Palabra.
—Entonces, ahí va: mi hermano y yo procedemos de la ciudad de Siquem, en Canaán. Fuimos invitados a Menfis por un compatriota que se instaló aquí el año pasado. Nos prometía trabajo y alojamiento. De hecho, quería convertirnos en criminales.
—¿De qué modo?
—Proyectaba desvalijar uno de los almacenes del puerto, y no habría vacilado en eliminar a los guardianes. ¡No quisimos ni oír hablar de ello! De modo que nos satisface mucho regresar a nuestro país. Ya está, ya lo sabéis todo.
—Falta un detalle: ¿dónde vive ese cananeo?
—En una casa con un guardián, tras el templo de Ptah, frente a tres palmeras. El hombre es muy desconfiado.
—¿Contraseña?
—Venganza.
—Tu hermano y tú saldréis de Egipto hoy mismo.
Rudi debería haber advertido a su superior, Sobek, pero prefirió organizar solo esa banal operación policial. Así podría interrogar al cananeo y obtener los nombres de los miembros de su organización. No era apropiado molestar al jefe de las fuerzas de seguridad para poner fuera de circulación a una pandilla de pequeños malhechores.
Prudente, sin embargo, Rudi llevó consigo a cinco policías, pues los cananeos se habían vuelto unos maestros en el arte de escapar y no deseaban dar posibilidad alguna a su jefe.
La casa no fue difícil de descubrir. Rudi dispuso a sus hombres y se dirigió al portero, adormilado en el umbral. Lo despertó palmeándole el hombro.
—¿Está tu patrón?
—Es posible. ¿A quién debo anunciar?
—Venganza.
—Voy a ver.
Arrastrando los pies, el servidor abrió la puerta, tomó una pequeña avenida arenosa, entró en la morada, permaneció allí unos instantes y reapareció sin cambiar su ritmo.
—Os aguarda.
A su vez, Rudi recorrió la avenida. Salió a su encuentro uno de los cananeos afeitados que el Anunciador había hecho ir allí la víspera, justo antes de mandar a dos cómplices hacia el templo de Ptah. Su comportamiento no dejaría de intrigar a la policía, Rudi los interrogaría y, gracias a las informaciones que le proporcionarían, intervendría personalmente el controlador.
La trampa funcionaba a las mil maravillas.
—¿Podéis repetir la contraseña? —preguntó el cananeo.
—Venganza.
—¡Tú vas a sufrir esa venganza!
Por detrás, el portero sujetó a Rudi mientras los demás fieles del Anunciador salían de la casa y herían al egipcio a puñaladas. En el suelo, tuvo, sin embargo, fuerzas para pedir ayuda, y sus hombres intervinieron con rapidez.